martes, junio 26, 2018

Cuando conoces bien" a tu enemigo, deja de serlo". Roelf Meyer


Roelf Meyer, mediador en conflictos; exministro del apartheid, negoció la paz en Sudáfrica
Tengo 70 años: cada tres firmo un contrato conmigo mismo de seguir mediando en conflictos. Me queda otro al menos. Nací en Pretoria y allí me retiraré con mis 3 hijos y 6 nietos. Soy cristiano: ayuda a pacificar. Cuando conoces bien a tu enemigo, deja de serlo. Colaboro con CaixaForum

VÍCTOR AMELA
IMA SANCHÍS
LLUÍS AMIGUET

Humildad es la clave
Meyer reprimió con mano dura las revueltas antiapartheid como ministro de Policía. Mientras creyó que los blancos eran superiores, hizo su trabajo sin más, pero lo hizo tan bien que empezó a conocer a los líderes del movimiento anti-apartheid; a sus familias; vidas y pensamientos. Y dejó de sentirse superior. Acabó por ser uno de los padres de la paz sudafricana. Después, su valiosa experiencia ha servido en otros procesos de pacificación como los de Irlanda o Colombia. Su propia sencillez y franqueza durante esta entrevista respaldan su teoría de que todo conflicto surge de la soberbia supremacista y sólo se resuelve cuando todos los enfrentados empiezan a considerarse iguales.
Cubrí para este diario la guerra de zulús, CNA y blancos y aún me intriga: ¿cómo pactaron?
El secreto de toda negociación es que pueda transformar la identidad de cada parte y todos sus principios irrenunciables en cuotas de poder, porque la identidad y los principios no se pueden repartir, pero el poder político, sí.
¿Esa lección sirve para otros conflictos?
Claro, y por eso hay algunos que se resuelven, como Irlanda del Norte, donde medié y hubo esa transacción entre identidad, principios y poder; y otros, no, como el de israelíes y palestinos, entre los que intento mediar ahora.
¿Por qué hay principios reducibles a cuotas de poder negociables y otros que no?
No se puede negociar nada cuando una de las partes se siente superior a la otra. Si hay supremacismo, no puede haber redistribución del poder. Unos creen merecerlo todo y otros luchan por quitárselo todo. Y eso era lo que nos pasaba en Sudáfrica durante el apartheid.
¿Por qué hubo un cambio?
Porque los blancos poco a poco dejamos de sentirnos superiores. Yo era abogado y convencido miembro del Partido Nacional que imponía el apartheid. Fui diputado y ministro de Policía. Y escribí y dije cosas entonces de un racismo que hoy me avergüenza.
¿Qué es lo que cambió en usted?
Al dirigir la policía, vi que aquello era insostenible y se lo fui repitiendo a mi gente. El presidente Le Klerk también se dio cuenta, y nos fuimos despertando a la realidad de que ni éramos superiores a nadie ni podíamos mantener aquel régimen que nos embrutecía a todos.
Las sanciones de la comunidad internacional también les harían reflexionar.
Mostraron que, además de injusto, el apartheid era una ruina. Y al empezar a negociar, fuimos conociendo a los sudafricanos negros. Me hice amigo de Cyril Ramaphosa, el segundo de Mandela, y al descubrir dónde nació, quién era, qué pensaba... Dejé de sentirme superior. Y fue un alivio, créame. Fue casi terapéutico.
¿Cómo se sabe que se avanza?
El síntoma de que vas en la buena dirección es que todos dejan de hablar del pasado y sus grandes gestas y empiezan a hablar del futuro y el presente. Hoy en Oriente Medio se habla demasiado de milenios de historia y religiones.
Recuerdo la violencia cotidiana que vi en Sudáfrica, y la paz pareció un milagro.
Era más difícil de lo que parecía aún. No sólo era el conflicto entre blancos y negros; había nueve diferentes grupos étnicos y once lenguas, y algunos al borde de la guerra. El secreto fue incluirlos a todos: hoy tenemos once lenguas oficiales. Diez africanas –una, el afrikáans, de origen europeo– y otra europea, el inglés.
¿Cuándo sabe usted que un conflicto puede resolverse?
Cuando veo que los sentimientos de superioridad pueden relativizarse y desaparecer.
¿Cuáles son los peores conflictos?
Los conflictos con símbolos identitarios –religiosos, étnicos o culturales– tienden a blo­quearse, porque la identidad no se negocia. En cambio, si puedes reducirla a un intercambio de poder, sí es negociable. Y hay salida.
¿Cómo se sale?
Cambiando el modo de pensar en bloque de cada bando por el de pensar de uno en uno.
¿Hay que aprender a contar hasta uno?
Hay que dejar de pensar que somos los tararí o los tarará y empezar a aceptar que todos somos personas, ciudadanos iguales. Hay que negociar derechos idénticos para cada uno y dejar de hablar de los de cada grupo.
¿Tiene método de salida del conflicto?
Para empezar, incluir a todos en las negociaciones; después, aprender, saber del otro, luego aceptar. Y, en fin, generar confianza entre las partes. Empezar por poner pequeñas pruebas al otro y cumplir las que te pone, y tras cada fase que todos cumplen, plantear la siguiente. Y cada una debe ser más ambiciosa que la anterior.
¿Y los mediadores ayudan?
Informan, dan fe, confirman... Pero no puedes delegar en ellos el acuerdo. Nadie puede pactar por los enfrentados en un conflicto. Deben reunirse, mirarse a los ojos y decirse: sólo nosotros podemos arreglar esto. Y negociar en serio.
¿En cuántos conflictos ha mediado usted?
Irlanda del Norte fue el primero. Martin McGuinness solía decir que si nosotros habíamos podido en Sudáfrica, lo de Irlanda del Norte era pan comido. Claro que nosotros tuvimos el liderazgo de Mandela para convencer a las mayorías de que apoyaran los acuerdos.
Y los apoyaron, pero Mandela antes había sido partidario de la lucha armada.
Así es, pero supo rectificar. Después he estado en Bolivia, Colombia, el País Vasco; ahora en Birmania, Oriente Medio, especialmente entre comunidades palestinas... Y con mi equipo, In Transformation Initiative, también estamos en Zimbabue y Somalia.
Una agenda muy complicada.
Yo hago un contrato conmigo mismo cada tres años y acabo de renovarlo. Después de la política, me dediqué al mundo empresarial y me fue bien. Tengo a la familia en Pretoria, donde me retiraré... ¿No me pregunta por Catalunya?
Pondré lo que usted me diga.
Pues como no sé mucho, no diré nada. Sólo que hay que transformar los grandes principios en pequeñas negociaciones donde nadie debe sentirse superior a nadie... Como debe ser en todas ­partes.