viernes, julio 26, 2024

Imágenes femeninas de Dios


Un día, en clase de teología y casi de pasada, aludí a las imágenes femeninas de Dios que encontramos en la
 Escritura. E improvisé un ejemplo: el texto de Isaías (49,14-15) en el que se compara a Dios con una mujer que no olvida al hijo de sus entrañas. De pronto, un alumno preguntó provocativamente: ¿hay algún texto más?, dando a entender que no había muchos más. Sí que hay. En Is 66,13 se dice que Yahvé consuela como una madre; en el Salmo 131 se compara a Dios con el regazo de una madre; y en otros textos el amor de Dios es comparado al amor de una madre que lleva a su pueblo en su propio seno, dándolo a luz en el dolor, nutriéndolo y consolándolo (Is 42,14; 46,3-4).

Pero además de estos textos del Antiguo Testamento, que ofrecen imágenes femeninas explícitas, me parece más importante notar que en el Nuevo Testamento, en las parábolas de Jesús, se hace presente una imagen femenina de Dios tan sugerente y abundante como la masculina. Conviene notar el comienzo de las parábolas: “el Reino de los cielos se parece a”. Reino de los cielos es un circunloquio para designar a Dios. Por tanto, lo que dicen las parábolas es que “Dios mismo se parece a”. ¿Y a qué se parece? A un banquete nupcial, a unas vírgenes prudentes, a la levadura que toma una mujer, a una mujer que se alegra al encontrar la dracma perdida, a una viuda inoportuna, o a la viuda que, en vez de dar lo que le sobra, da todo lo que tiene para vivir. Si nos fijamos bien, al lado de las parábolas con protagonistas masculinos, están las que tienen protagonistas femeninas; y al lado de los milagros en los que los beneficiarios son varones, están los milagros en las que las beneficiarias son mujeres. Y junto a la lista de los discípulos, está también la lista de las discípulas que seguían a Jesús.

Cierto, cualquier imagen que ofrezcamos de Dios es siempre inadecuada. Por eso, las imágenes masculinas de Dios son tan buenas o tan malas como las femeninas. Dios es transexual, está más allá de la distinción de sexos. Pero debemos recuperar las imágenes femeninas de cara a hacer hoy un discurso catequético que sea creíble. Y sea además justo con la antropología bíblica de un Dios que creó al ser humano, varón y mujer, a su imagen: ambos son imagen de Dios, por tanto, en ambos se refleja lo que Dios es. Una imagen masculina de Dios es parcial. Y una imagen parcial resulta ser la imagen de un falso Dios.

Martín Gelabert

domingo, julio 21, 2024

Vengan a descansar un poco

Reunión de responsables de campamentos 
a "Descansar un poco", recién acabado
el campamento 

 El evangelio de hoy, ofrece una magnífica idea para tener permanentemente hecha carne, hecha vida, un criterio para muchas cosas: vengan a descansar un poco. 

Llama la atención en el Evangelio de hoy que Jesús no felicita a los discípulos por las maravillas que parece que han hecho; algo habrán hecho bien si después viene gente a buscarles. Habrán hecho algo llamativo, algo que a la gente le ha caído bien. Debe ser creo yo algo similar a ganar a Alemania, algo de mucho impacto y mucha emoción colectiva, de forma que Jesús que no podemos decir que sea un "descansante" profesional (más bien es un "militante") les llama a descansar. Seguramente estaban cansados, pero además de cansados es probable que Jesús les encontrara desorientados, borrachos de éxito quizá. Recordemos aquel famoso poema de kipling donde dice que tan mentira pueden ser los éxitos como los fracasos.

Jesús les llama a descansar. Me imagino que este descansar, por lo que uno ha ido viviendo tiene mucho que ver con reflexionar, darle vueltas a lo que he vivido, de forma que las vivencias con una reflexión (más si es compartida) se conviertan en experiencias. 

Otra cosa que me llama la atención es que diga "un poco", digo esto porque en mis conversaciones cotidianas más bien parece que cada uno descansa todo lo que puede, exprime el mes de vacaciones, si es que lo tiene, o derrocha ese día libre de la semana.

Frecuentemente  en ese espacio se cae en el derroche, hay quien está pensando en exprimir al máximo lo mucho o poco que tenga; hay quien desea levantarse a las tantas después de unos días de actividad intensa...

Ahí me parece que la expresión de Jesús "descansar un poco" es realmente brillante. Llama a dos cosas:

-descansar,

-un poco.

Porque el cansancio es fecundo y el descanso puede hacer más útil la tarea realizada, sobre todo cuando las vivencias, tan intensas e importantes, mediante la reflexión se convierten en experiencia

Esto es algo de un valor inmenso pero para eso hay que unir el cansancio-trabajo y descansar un poco. El excesivo descanso genera modorra, normalmente es una puerta abierta al abuso e incluso al propio aburrimiento cuando no a degeneraciones destructivas de la propia persona y de la comunidad cercana. Si el descansante acepta responsabilidades se cosecharán catástrofes mayores.

viernes, julio 12, 2024

Dejad que los niños se aburran

Carmen Posadas

Este artículo va dedicado con mucho cariño a los super padres y madres de hoy en día. Me refiero a los que creen que, ahora que hay vacaciones escolares, ser buen padre o madre consiste en convertirse en una mezcla de Merlín el encantador con taxista de altas horas de la madrugada y billetera siempre dispuesta para que el niño no se aburra ni un minuto: hoy te llevo al parque de atracciones con diez o doce coleguis del colegio, mañana te apunto a clases de piragüismo en el pico de un monte, (madrugón de las siete de la mañana para llegar a tiempo) el jueves vamos al zoo, el viernes karaoke, el sábado piscina desde las 10 de la mañana hasta las diez de al noche y así hasta la extenuación del padre/ madre (y de su billetera, huelga decir) Y es que vivimos tiempos en que estar sin hacer nada resulta inverosímil. Nos hemos acostumbrado a una hiperactividad casi epiléptica por la que no podemos estar ni un segundo sin recibir impulsos cerebrales. Comemos con la tele puesta, nos duchamos con al radio a todo gas, amamos, conducimos, trabajamos, hacemos gimnasia o nos peleamos con la vecina, siempre con algún parloteo o música de fondo. Por eso no resulta extraño que el aburrimiento sea el más temido monstruo de nuestros días. El aburrimiento no en su significado real sino tal como lo entendemos hoy en día, es decir, “no estar ocupado en algo” y para no aburrirnos estamos siempre ocupadísimos. Más aún: normalmente hacemos dos o tres cosas a la vez como hablar por teléfono ver la tele y comer, qué bien lo pasamos, qué ocupados estamos. Sin embargo estar sin hacer nada no implica necesariamente aburrirse, parece inverosímil, inaudito, increíble pero es verdad: existe vida más allá de la Play station, la tele y demás juguetitos a los que estamos conectados los adultos y no digamos los niños. Por eso me parece equivocada esa actitud de intentar convertir la infancia de nuestros hijos, en especial durante el verano, en un especie de perpetuo Disneylandia. 

Hemos pasado de una época en la que los niños eran un cero a la izquierda en las familias ( ya saben el modelo “cuando seas padre comerás huevos” etcétera ) a una en la que estamos apunto de convertir a nuestros hijos en insaciables monstruitos a los que hay que alimentar continuamente de diversiones, actividades múltiples y caprichos sin fin. Obviamente no estoy intentando abogar porque volvamos al viejo modelo, creo que, en líneas generales los padres actuales son los más comprensivos, generosos y responsables que ha dado toda la historia de la humanidad, pero entre la paternidad generosa y paternidad papanatas hay tan sólo una tenue línea divisoria. 

Conviene recordar que si los niños de antaño ahora convertidos en padres actúan así es, en mi opinión, por tres motivaciones muy evidentes. La primera es el deseo de darle a sus –a nuestros– hijos lo que nosotros hubiéramos deseado tener en la infancia. El progreso económico ha hecho posible que hoy en día se tenga acceso a un deslumbrante repertorio de juguetes y aparatos electrónicos que nosotros, niños del tardo franquismo o de primeros años de la democracia, no habríamos podido ni siquiera imaginar en sueños. Esta primera motivación me parece laudatoria y comprensible, las otras dos en cambio son más resbalosas. La vida de confort antes descrita que permite a las familias adquirir todos los gadgets imaginables, tiene un precio, naturalmente. El precio es convertirse en un padre/madre ausente. Trabajar largas horas, viajar, poner por delante de la vida familiar la profesional, trepar, triunfar, ser un ganador… Creo que las mujeres somos mucho más propensas a la culpa que se deriva de estar largas horas fuera de casa, pero posiblemente la necesidad de compensar a los hijos por el supuesto abandono a base de regalos carísimos es una actitud masculina. En cualquier caso nosotras tampoco nos libramos del síndrome del progenitor culpable y lo compensamos siendo madres complacientes, demasiado, diría yo. Existe además un tercer factor, uno que los americanos llaman “Keep up with the Jones” o lo que es lo mismo, intentar estar a la altura de los vecinos (y a ser posible ser más , mucho más que ellos): si el niño de l vecino tiene tal hay que comprarle al nuestro lo mismo. O uno más grande, o dos o tres…

Ahora que mis hijas son mayores y ya me salí de esa rueda mortífera de querer ser una super madre por todos los motivos buenos y malos antes descritos, permítanme un consejo: Este verano no se sientan en al obligación de estarles dirigiendo la vida a sus hijos a cada minuto con mil actividades y dos mil caprichos. No sólo se ahorrarán mucho estrés veraniego y no poco dinero, sino que posiblemente descubran que ellos no se aburren en absoluto porque descubrirán sin duda esos pequeños placeres: escaparse de la siesta, jugar al parchís, mirar la naturaleza… con la que de nosotro, niños menos consentidos, éramos entonces tan felices.


https://www.carmenposadas.net/dejad-que-los-ninos-se-aburran/

martes, julio 09, 2024

Péguy en el umbral

por Gianni Valente

"Péguy es indivisible, y por eso está dentro y fuera de la Iglesia, es la Iglesia in partibus infidelium, allí, por tanto, donde ella debe estar. Es indivisible gracias a su arraigo en lo profundo, donde mundo e Iglesia, mundo y gracia se encuentran y se penetran hasta hacerse indistinguibles", escribía Von Baltahasar. Apuntes sobre el libro Péguy au porche de l'Eglise recientemente publicado en Francia por Les Éditions du Cerf

"Soy un pecador. No soy un santo. Los santos se reconocen inmediatamente. Soy un buen pecador, un testigo. Un pecador que los domingos va a oír misa a la parroquia, un pecador con los tesoros de la gracia divina". Esto decía de sí mismo Charles Péguy. Sabía muy bien que "en materia de cristiandad, nadie es más competente que el pecador. Nadie, excepto el santo. Es más, en general se trata de la misma persona. El pecador y el santo son dos elementos, digamos, integrantes; esto es, dos partes integrantes del mecanismo de la cristiandad. Juntos, son indispensables el uno al otro".

En cambio, "los fariseos quieren que los demás sean perfectos. Lo exigen y reclaman. Y no hablan más que de esto". Entre ellos está también la retahíla de clérigos, eclesiásticos e intelectuales católicos oficiales, que, por un lado, prefieren taparse los ojos, negar la evidencia, esconderse a sí mismos la verdadera naturaleza y dimensiones de la catástrofe del cristianismo en la modernidad. Pero, por otro lado, preocupados, porque están insatisfechos, de la moralidad ajena, no cesan de lanzar condenas sobre el mundo moderno. "Lo suyo es quejarse y criticar. Refunfuñan, mascullan, rezongan. Están de mal humor y, lo que es peor, albergan rencor".

Péguy sufrió toda la vida por lo que el llamaba "el partido de los devotos". Y como sucede a menudo, los que más cuidado pusieron en hacerle sufrir fueron algunos amigos que  querían "salvar el alma" al poeta de Orléans. Péguy se había casado con una mujer atea, y sus hijos no estaban bautizados. Por tanto no podían recibir los sacramentos.

Donde mundo e Iglesia, mundo y gracia se encuentran

La casa editorial Éditions du Cerf publicó en Francia un libro que reconstruye con documentos inéditos la crónica de la guerra que el poeta tuvo que combatir para zafarse de sus aspirantes "maestros espirituales", que partían de su difícil y dolorosa situación familiar para juzgar su corazón. El hermoso título, Péguy au porche del'Eglise (Péguy en el umbral de la Iglesia), sugiere cual era la verdadera raíz del escándalo que hacía perder los estribos a los intelectuales católicos. No era la presunta (según ellos) incoherencia moral de Péguy, sino más bien el hecho de ser un hombre de frontera, uno que se queda en el umbral de la Iglesia, que es el lugar del nacimiento, el lugar donde el no cristiano se hace cristiano por la gracia. El lugar donde el no cristiano, por la gracia se da cuenta asombrado de que el cristianismo corresponde inesperadamente a su corazón. Tampoco entonces los intelectuales y los militantes católicos podían soportar este vertiginoso permanecer en ese perenne umbral ("por tanto, allí donde la Iglesia debe estar", como escribirá Von Baltahasar). De ellos decía Péguy: "No son cristianos, quiero decir que no lo son hasta la médula. Continuamente pierden de vista la precariedad, que para el cristiano es la condición más profunda del hombre; pierden de vista esa profunda miseria; y no tienen presente que siempre hay que volver a comenzar". Y sigue diciendo: "Es una precariedad eterna. Nada de lo adquirido es adquirido para siempre. Y es la condición misma del hombre. Y es la condición más profunda del cristiano. No hay nada más contrario al pensamiento cristiano que la idea de una adquisición eterna, la idea de una adquisición definitiva que no puede ponerse en tela de juicio".

Escribe Von Baltahasar: "Péguy es indivisible, y por eso está dentro y fuera de la Iglesia, es la Iglesia in partibus infidelium, allí, por tanto, donde ella debe estar. Es indivisible gracias a su arraigo en lo profundo, donde mundo e Iglesia, mundo y gracia se encuentran y se penetran hasta hacerse indistinguibles. Tal vez, después de la larga historia de las variaciones platónicas en la historia cristiana del espíritu, la Iglesia no se ha instalado nunca de modo igualmente concreto en el mundo, donde, sin embargo, la idea de mundo está libre de todo matiz de entusiasmo acrítico, de toda mitología y erotología, como también de toda fe optimista en el progreso. Sencillez bíblica y castidad especulativa le dan a Péguy una incorruptible claridad en su mirada al mundo tal y como es realmente, grandeur et misère".

"Una religión distinta para personas consideradas distinguidas"

A la edad de dieciséis años Péguy no era cristiano. Escribe en este periodo: "Todos mis compañeros se han quitado de encima, como yo, su catolicismo […]. Los trece o catorce siglos de cristianismo implantado entre mis antepasados, los once o doce años de enseñanza y a veces de educación católica sincera y fielmente recibida han pasado por mí sin dejar huella". Son los años en los que su entusiasmo de adolescente sensible mira a los mitos de la fe republicana, revolucionaria, para luego llegar al socialismo místico que coloca a la Iglesia, junto con la monarquía, en el ámbito decrépito del Ancien Régime, un oropel instrumental de opresión de la burguesía capitalista. En este clima humano y social, Péguy, joven universitario, se casa por lo civil con Charlotte Baudouin, de dieciocho años y hermana del fallecido Marcel, su amigo y compañero de fe socialista que Péguy veneraba. La armonía afectiva de la joven pareja se funde al principio con la militancia común al servicio de la fe laica y atea común.

De esta tierra incristiana, que considera el cristianismo como un pasado que no le atañe, procedía Péguy cuando diez años después se hace cristiano. Cuando a partir del presente encuentra el cristianismo. Más tarde, al describir la tragedia moderna, la de un mundo totalmente incristiano ("la renuncia de todo el mundo a todo el cristianismo"), hablará con conocimiento de causa, visto que también él procede de ese mundo, también él fue uno de los "primeros hombres sin Cristo", lejanos y diferentes de los no creyentes y de los pecadores de las épocas cristianas.

Para Péguy la fe cristiana ha sido un nuevo inicio de gracia, una yema que milagrosamente ha florecido en el desierto de su vida, ajetreada en los miles asuntos de su revista, los Cahiers de la quinzaine, fundada en 1900. Pero, justamente por ser un nuevo inicio de gracia, no se percibe nunca como una abjuración de su vida transcurrida in partibus infidelium, como el regreso al redil católico del militante socialista que sublima en la religión sus fracasos políticos: "Es porque nuestro corazón ha querido profundizar en el mismo itinerario y no porque se deba a una evolución ni a una duda, por lo que hemos hallado el camino del cristianismo. No lo hemos encontrado gracias a un regreso. Más bien lo hemos encontrado al final. Y por esto, es necesario que una parte y la otra lo sepan bien, no renegaremos nunca de ningún átomo de nuestro pasado". En su nueva experiencia cristiana Péguy lleva consigo su pasión por una liberación temporal de los hombres. Evita con energía el abrazo de la derecha clerical que intenta "recuperarlo". No tiene nada que ver con los reformadores que proponen como salida al desastre moderno volver a un utópico régimen de cristiandad. En el panfleto Notre jeunesse (1910) reconoce con realismo la situación de la Iglesia en el mundo moderno: "No debemos escondernos", escribe, "que si la Iglesia ha dejado de ser la religión oficial del Estado, no ha dejado de ser la religión oficial de la burguesía del Estado". Y de nuevo: "El cristianismo, por lo contrario, socialmente, no es más que una religión de burgueses, una religión de ricos, una especie de religión superior para clases superiores de la sociedad, de la nación, una especie de religión distinta, digna de misericordia, para personas consideradas distinguidas; por consiguiente, lo más superficial, en cierto sentido lo más oficial, lo menos profundo, lo más inexistente que exista; lo más desolado, lo más miserablemente formal que exista; y por otro lado, sobre todo, lo más contrario a su institución, a la santidad, a la pobreza, incluso en el aspecto más formal de su institución, que exista".

Su mujer y la familia de ella no aceptan la nueva realidad que vive Péguy, y reducen el caso a una mera cuestión de "crisis" religiosa. La señora Péguy sigue intransigentemente apegada a la tradición republicana y de la Comuna de su clan familiar, sigue adorando esos mitos del pasado que su marido parece haber agotado. Para Péguy es aún más doloroso porque los suyos lo tratan como a un renegado, sin serlo: "¿Cómo hacérselo comprender a los seres queridos, en un clima político y social donde decir católico es como decir clerical y quien habla de Jesucristo hace pensar inmediatamente en el Orden Moral de Mac Mahon?" (Jean Bastaire, Péguy, il non cristiano, Milán, Jaca Book, 1991). Péguy sabe, sin preguntarlo, que su mujer rechazaría la propuesta de casarse por la Iglesia y bautizar a los tres hijos nacidos del matrimonio. Esta condición suya funda estructuralmente su estatuto de cristiano perennemente "en el umbral": aunque católico, no puede "entrar en la Iglesia", es decir, no puede acercarse a los sacramentos. Mientras fue un no creyente, no se le podía imputar su situación irregular. Ahora que confiesa su fe, su matrimonio civil se convierte en concubinato prohibido por la Iglesia. Y no bautizar a sus hijos es una falta gravísima en sus deberes de padre cristiano.
En esta situación desgarradora, que le acompañará durante toda su vida, Péguy busca el consuelo de algunos amigos católicos.

El partido de los devotos

Recoge las confidencias de Péguy un joven intelectual con buenas perspectivas, ex colaborador de los Cahiers, convertido a la fe católica desde hacía poco, su nombre es Jacques Maritain, está casado con Raïsa, una joven judía de origen ruso también convertida desde hacía poco. En mayo de 1907 Péguy le refiere su sufrimiento y le invita a que tome contacto, como "embajador espiritual", con un viejo amigo suyo de Orléans, Louis Baillet, que después de hacerse monje benedictino se había refugiado con la comunidad de Solesmes en la isla de Whight para huir de las restricciones de la ley republicana sobre las asociaciones religiosas. De los dos amigos encargados de estudiar su "caso", Péguy espera confusamente no se sabe qué consuelo, y, en cambio, le presentan la cuenta, la lista fría de las obligaciones que tiene que cumplir si quiere de verdad "volver a entrar en la Iglesia". El reciente volumen Péguy au porche de l'Eglise recoge la correspondencia inédita que mantuvieron en los años siguientes Baillet y Maritain sobre el caso Péguy. Proponiendo también fragmentos conocidos del diario de Maritain, el libro es la crónica del sufrimiento al que los dos amigos (y otros con ellos, como el benedictino Clerissac) sometieron al director de los Cahiers para que pusiera orden en su vida.

Una carta de Baillet a Maritain de julio de 1908 refiere, como ejemplo de comparación, el caso de un pastor protestante que para hacerse sacerdote católico tuvo que renunciar a su mujer e hijos, y expone en síntesis cuál es para los dos amigos la única solución del caso "Péguy": "Seguir en la situación presente es imposible: la ley divina es formal: nada puede impedirle a nuestro amigo reconciliarse con la Iglesia […]. Su primer deber no es ir a misa, sino regularizar su unión: tiene que hacerlo lo antes posible, e independientemente de las consecuencias […] debe decirle a su mujer que está decidido a volver a la Iglesia, por consiguiente a casarse por la Iglesia, y hacer que ella se bautice después de recibir la instrucción que pide la Iglesia. Si ella acepta, será una prueba de amor tan clara que le permitiría hacer las paces con ella […]. Si lo rechaza, él quedará libre y entonces será el momento de regularizar los detalles de la situación. […]. Se le pide un sacrificio extremo: que lo haga sin mirar las consecuencias posibles de su acto".

También el matrimonio Maritain presiona con fuerza a su amigo desde el principio. En septiembre de 1907, al volver de su primera entrevista con Baillet, Maritain escribe a Péguy: "Dios ha dado a los hombres, a todos los hombres, sus diez mandamientos. […] Por medio de estos diez mandamientos el buen Dios nos habla a cada uno de nosotros. Nadie está exento de lo que Él ha mandado para todos […]. Cuando el dueño ha puesto reglas para toda la casa, los siervos no van a pedirle órdenes personalizadas. No se puede tener ninguna vocación particular que preceda la vocación universal. Creer que Dios pide, en el interés de su gloria, que se aplace la ejecución de sus mandamientos, incluso un día solo, es seguramente una ilusión […]. Porque volver a la Iglesia significa hacer lo que Dios pide, lo que manda absolutamente y ante todo, obedecer a sus mandamientos […]. Volver a la Iglesia, recibir la vida y el alimento de la gracia como un hijo fiel y no pródigo, no puede ser nunca de ninguna manera una obra que necesita madurar en el tiempo, sino que es un deber, que ya está maduro en el momento en que se ve".

Solamente lo sensible le toca

Desde entonces y en el poco tiempo que le queda por vivir a Péguy (morirá en el frente, el 5 de septiembre de 1914, durante la batalla del Marne), los amigos incansables aumentan sus imposiciones, preparan estrategias y emboscadas, multiplican sus reproches para que se rinda y pague su rescate de "rehén" del cristianismo. Para Maritain, Péguy es "un imbécil", uno que "despilfarra la gracia", que se hace ilusiones de "que la salvación es fácil", "se contenta con cosas no esenciales, como hacer que su familia comiera de vigilia durante la Semana Santa, y que sus hijos canten cancioncillas cristianas". Si Péguy confiesa que quiere ir como peregrino a Chartres para pedir la gracia para un amigo enfermo, Maritain se lo prohíbe explicándole que "es imposible hacer el voto de una peregrinación sin prometer al mismo tiempo que se hará la comunión". Se llega a desear que las aflicciones familiares y profesionales rindan a Péguy, le obliguen a convertirse en "un miembro sano" de la Iglesia, aceptando la ley de que la conversión "comporta cierta pérdida". Sobre todo no soportan los motivos que Péguy contrapone: "Su respuesta es que no quiere abandonar a su mujer, quiere que sea bautizada y entre en la Iglesia, y para esto no debe adoptar métodos violentos". Los amigos consideran también un obstáculo el entorno de los Cahiers, compuesto de "judíos y universitarios" incristianos, un motivo de perdición con el que sería mejor romper. Se ironiza sobre la humilde esperanza abrigada en el corazón de Péguy que su permanencia física en la tierra incristiana de la que procede pueda contagiar la fe también a otros: "Considera su obra literaria tan importante que le hace retrasar aún por un tiempo la ejecución de los mandamientos de la Iglesia". Maritain llega incluso a encararse directamente con la señora Péguy para arrancarle su asentimiento al bautismo de los hijos, lo que hace aumentar su intransigencia.

Cuando fue publicado El misterio de la caridad de Juana de Arco, Maritain escribe en una carta a Péguy que se trata de una obra "llena de irreverencia", que "transforma la fe en lo más mediocre posible", en la que "se osa hablar de la Virgen María de manera baja". y termina diciendo que esta obra "demuestra simplemente que tiene usted que andar mucho camino para ser un cristiano fiel". Y aquí aparece la verdadera raíz de la incomprensión. Las últimas cartas de Maritain a Baillet y a otros sacerdotes acusan a Péguy de no querer someterse al "yugo intelectual" que la conversión al cristianismo implica. "Me doy cuenta de que su desprecio de las "fórmulas intelectuales" puede esconder perfectamente el desprecio de la obediencia intelectual, es decir, el desprecio de la Verdad […]. A Péguy le da horror el yugo intelectual de la fe, sin el que no hay verdadera fe". Y en otra carta a Baillet, de junio de 1910: "Ya le he dicho que la verdad teológica no le interesa […]. Él cree que la fe del carbonero es una fe más grande que la de santo Tomás; cree que la palabra divina no es nada más que palabras: solamente lo sensible le toca".

"Son oraciones de reserva"

Así se descubre, más allá de sus historias familiares, el juicio sobre la experiencia cristiana de Péguy. Para los modernos, el cristianismo es una pertenencia a verdades eternas, quizás descubiertas con el entusiasmo de los neófitos, que se identifica con una lista de consecuencias morales, de deberes que hay que cumplir, incluso a costa de sacrificios heroicos. En el fondo, se trata de adaptar la vida práctica a una teoría verdadera. A Péguy le sucedió de otra manera. Viene de la tierra totalmente incristiana, de la perdición moderna, y sabe muy bien que toda la verdad cristiana no basta para que brote ni siquiera la esperanza más pequeña. Como su Juana de Arco, bien sabe Péguy que veinte siglos de fe, caridad, santidad, teología no sirven para hacer feliz el corazón del hombre aquí y ahora, si no sucede algo nuevo, el encuentro con un signo viviente, carnal, visible y tangible de la misma Presencia. Como hace dos mil años. Una humanidad nueva, para la que el hombre está hecho, donde Cristo responde a su corazón. "Solamente lo sensible le toca", escribe disgustado Maritain. Y Péguy responde: "La acción de la gracia, esto es lo que hay que responder a los imbéciles que piden la racionalidad de la fe". Este nuevo inicio de gracia, esta gracia nueva ("Una gracia total. Una gracia nueva. Y si puedo decirlo, una gracia juvenil. Porque la eternidad misma está en lo temporal. Y hay gracias nuevas y gracias que parecen haber envejecido") por su naturaleza no se puede pretender, se puede sólo esperar. Y pedir. Por tanto, mucho menos se puede imponer a los demás, a la mujer atea, a los amigos y a los lectores incristianos de los Cahiers de la quinzaine. Una pretensión semejante sólo haría aumentar la sospecha que marca toda la modernidad, para la que el cristianismo es solo un "yugo intelectual" que cansa y consuma la vida.

Péguy se abstiene de hacer presiones e imposiciones a los demás. Espera con paciencia dolorosa que, como le ha ocurrido a él, la gracia toque los corazones. Se queda en el umbral y espera que Otro actúe, que lleve también a los suyos, como ha hecho con él, al mismo umbral, al mismo permanente comienzo. Respeta los tiempos y las circunstancias en que el milagro tan deseado pueda acontecer. Y reza como pobre pecador las oraciones cristianas: "Son oraciones de reserva. No hay una en toda la liturgia que el pobre pecador no pueda decir verdaderamente. En el mecanismo de la salvación, el Ave María es el extremo socorro. Con esto no nos podemos perder".

Los intelectuales no comprenden, confunden todo esto con un laxismo, con un escéptico aplazamiento. Péguy denuncia sus costumbres en las páginas de Véronique. Dialogue de l'histoire et de l'âme charnelle: "Lo propio de estas intervenciones es obstaculizar siempre la operación de la gracia; pillarla de sorpresa, con una especie de paciencia formidable. Pisotean los jardines de la gracia con una brutalidad espantosa. Parece que lo único que se proponen es sabotear los jardines eternos. Así los curas trabajan en la demolición de lo poco que queda. Y sobre todo cuando Dios, mediante el ministerio de la gracia, trabaja las almas, no dejan nunca de creer, estos buenos curas, que Dios piensa sólo en ellos, que trabaja sólo para ellos […]".

De la gracia, la audacia

En vísperas de su muerte, estando con otros soldados cerca de los Eremitanos, en Vermans, Péguy pasa toda la noche recogiendo flores alrededor de los pies de una estatua de la Virgen, que se había salvado de la destrucción de los jacobinos y que desde entonces estaba en un establo transformado en capilla. Sería la última ocasión para confiar sus seres queridos a la Virgen. Su súplica, expresada en doloroso silencio durante los últimos años, será oída: después de su muerte, entre 1925 y 1926, la señora Péguy y tres de sus cuatro hijos (el último nació después de la muerte del padre) recibirán el bautismo en la Iglesia católica. El primogénito, en una comunidad protestante.

Se cumplía, pues, la gracia que tanta veces Péguy había pedido a María, entregándole sus hijos en el silencio de su propio corazón, como describe en El Pórtico del misterio de la segunda virtud: "Hay que decir que fue valiente de verdad y que era una acción audaz. Y, sin embargo, todo cristiano lo puede hacer. Es más, uno se pregunta por qué no lo hace. Al igual que tomamos tres niños del suelo y los ponemos allí a los tres. Juntos. Al mismo tiempo. Por diversión. Por juego. En los brazos de su madre y de su nodriza que ríe. Y protesta. Porque son muchos. Y no tiene fuerzas para llevarlos. Él, audaz como un hombre, los había tomado, con la oración los había tomado. Sus tres niños en la enfermedad, en la miseria en que estaban. Y tránquilamente los había puesto. Con la oración los había puesto. Muy tranquilamente en los brazos de aquella que se hizo cargo de todos los dolores del mundo. Cuyos brazos llevan ya muchos pesos. Porque el Hijo ha tomado todos los pecados. Pero su Madre ha tomado todos los dolores".

Parábola de los trabajadores. El salario justo

lunes, julio 08, 2024

EDUCAR(NOS) EN LA VERDAD

busca en instagram si quieres seguir y tener más información





















































miércoles, julio 03, 2024

Argüello: La tensión dramática en la Iglesia no es la de los titulares de prensa

Eugenio A. Rodríguez

Hoy miércoles la Asociación para el estudio de la Doctrina Social de la Iglesia (AEDOS) celebró un almuerzo-tertulia con el presidente de la Conferencia episcopal: Luis Argüello. En sus palabras iniciales Luis destacó que estamos en un cambio de época, como dice el papa Francisco. En esta cambio de época cree Argüello que se tambalean algunos pilares:
-el del SER. La propia identidad, qué es ser persona.
-el del AMAR, con toda la cuestión de la familia.
-el del HACER, con todo lo referido al trabajo.
-el de la historia o SENTIDO DE LA VIDA, con toda la cuestión de la trascendencia.

Después planteó la que él considera cuestión central que tiene entre manos una Iglesia que todos entendemos como Comunión misionera, a saber, cual es la relación entre naturaleza y gracia, o lo que a veces hemos llamado "inculturación". ¿Qué aporta la fe a la cultura? ¿Puede incluso generar cultura? ¿Puede hacerlo en hechos institucionales?

Cree el arzobispo de Valladolid que en esto hay una profunda "tensión eclesial" mucho mayor que la de los titulares de prensa sobre el Sínodo. "Es algo dramático" dijo. Lo explicó hablando de dos corrientes.

Hay una corriente que cree que hay que adecuarse a la cultura. Adaptarse dejando entre paréntesis la capacidad de hacer cultura. Puede ser cierto que ha habido momentos en que esto llevaba a una reducción de la Gracia

Hay una corriente que podríamos ver como opuesta en la cual se cree oue es el evangelio lo que tiene destacar. Se busca que la fe genere cultura y pueda incluso crear instituciones propias.

Las dos corrientes tienen parte de verdad y hay que realizar un diálogo que en el fondo es el diálogo entre "naturaleza y gracia", aunque pueda denominarse "cultura y fe" o "libertad y gracia"-

Un amplio diálogo dio lugar a varias cuestiones. Muchas de ellas en torno a la Iglesia de hoy y en particular al papa Francisco. En este diálogo salió varias veces el kerigma, el anuncio, el encuentro con Cristo. Para Argüello es importante tener en cuenta que al kerigma, al anuncio de Jesús como Cristo, Francisco ha añadido la importancia de creer en Dios como Creador y como Padre, tal y como ha manifestado en Laudato sí y Fratelli Tutti.

Varios asistentes aludieron a si Francisco era suficientemente contracultural respecto de la cultura actual o más bien se adaptaba excesivamente. El arzobispo aludiendo a los temas de fondo que plantea Fiducia suplicans, señaló que en su opinión hay que intentar dialogar con las propuestas actuales pero sabiendo hacerlo desde la misericordia más que desde la lástima. Cree que a veces aceptamos lo que hay sin atrevernos a manifestar la verdad. La verdadera misericordia puede exigir que primero sea dar un abrazo pero eso no puede significar pactar con la mentira ni dejar al otro en su posible error.

Muchos otros temas salieron en el diálogo habiendo acuerdo general respecto de la importancia de la autenticidad de los cristianos. Argüello señaló que el programa pastoral de Francisco expuesto en "La alegría del evangelio" exige también creyentes auténticos, santos, como se plantea en "Alegraos y regocijaos". Sobre las cuestiones referidas al mundo actual señaló la importancia de las vocaciones y peculiarmente de la vocación laical y la "caridad política".
Rafael Gómez Pérez: Hoy hace falta un cristianismo más contracultural

Andrés Ollero:(en el centro) Cuando hablan de pastoral toco madera
porque los elementos doctrinales son esenciales

viernes, junio 21, 2024

Cristianismo burgués

No, mujer; lo de la libertad de conciencia es para tranquilizar a la gente moderna. Porque al cielo, lo que se dice ir al Cielo, iremos los de siempre

José María Torralba / ABC 

El cristianismo burgués es una forma defectuosa de entender y vivir el Evangelio, presente en algunas sociedades contemporáneas como la nuestra. ¿En qué consiste? Al igual que otros conceptos relevantes, burgués es una expresión polisémica. En su sentido más común, sirve para referirse a un miembro de la clase social acomodada, que desempeña una profesión liberal o –en terminología marxista– es dueño de los medios de producción. En otro sentido frecuente, describe la actitud de quien evita la exigencia y procura llevar una vida aburguesada, cómoda. De este modo se emplea, a veces, en contextos religiosos para recriminar a quienes viven un cristianismo que excluye la cruz. Sin embargo, ninguno de estos sentidos es el relevante para lo aquí se pretende explicar.

A un cristiano burgués le definen dos rasgos característicos. Primero, concebir la religión de manera individualista y, segundo, haber olvidado el fuerte sentido de misión presente en la Iglesia desde sus orígenes. Podría decirse que se trata de una fe egoísta, pues la máxima preocupación consiste en salvar la propia alma. Además, y esto es quizá lo más distintivo, su principal deseo es alcanzar la seguridad y la estabilidad. De este modo se anega el ímpetu creador de quien concibe la vida como respuesta a una llamada. El horizonte espiritual de alguien así resulta previsible, incluso aburrido.

Empleando conceptos de Ortega y Gasset, podría hablarse de un cristianismo con mentalidad de masa, que no desea salir de la vulgaridad –la media sociológica– ni aspirar a la existencia noble de quien pone sus talentos al servicio de un ideal superior. Reinan el conformismo y la asimilación. Al igual que sucede con el hombre-masa de Ortega, el cristianismo burgués no es un fenómeno exclusivo de una clase social, puede darse en personas de distinta condición. De modo paradójico, esta mentalidad a veces se encuentra entre aquellos que respetan los principales mandamientos, participan en actos piadosos y dan limosna, es decir, quienes parecen llevar una vida cristiana exigente.

La clave para explicar este fenómeno se encuentra en la sociología religiosa, pues la cultura propia de cada momento histórico configura la manera en que las personas encarnan la fe. Cultura y religión forman un binomio difícil de separar. Incluso en sociedades post-cristianas como la española, resulta innegable el influjo que lo religioso sigue ejerciendo. A la vez, como en todo binomio, también hay influencia en la otra dirección. Por su carácter histórico, la religión cristiana no es impermeable a los valores dominantes de cada época.

Fue Benedicto XVI quien más claramente denunció semejante deriva del mensaje de Jesús. Según sostiene en 'Spe Salvi', se ha llegado a pensar en el cristianismo como algo «estrictamente individualista» o una «búsqueda egoísta de la salvación» por influjo de algunas ideas propias de las sociedades modernas. En concreto, sería el resultado de haber privatizado la noción cristiana de esperanza. El intento de resolver los problemas del mundo «como si Dios no existiera» provocó que la religión quedara recluida en la esfera de la conciencia, el hogar y el templo, como bien ha explicado Charles Taylor en 'La era secular'.

Es cierto que esta evolución histórica trajo efectos positivos como la separación Iglesia-Estado y la consagración de la conciencia personal como un ámbito inviolable. Sin embargo, también tuvo secuelas negativas. Los creyentes olvidaron la dimensión social de su fe, según advirtió Henri de Lubac en 'Catolicismo. Aspectos sociales del dogma'. Además, surgieron actitudes moralistas, que reducen la religión a lo ético (es decir, a lo puramente natural), traicionando así la esencia del cristianismo, por utilizar la conocida expresión de Romano Guardini.

Lo que falta en un cristiano burgués es el interés por transformar la realidad. Aunque la fe no se identifica con ninguna estructura política u organización social concreta, tampoco se desentiende del destino del mundo. En nuestras manos está tratar de abrir los corazones –el propio y el de los demás– para que Dios pueda actuar en ellos. Tal es la aportación específica de los cristianos a la sociedad: compartir la alegría del Evangelio, la ley de la caridad y la visión esperanzada sobre el futuro.

En nuestro país se echa en falta la contribución cristiana, que tanto beneficiaría a todos. Esta situación se debe más a la inacción o indiferencia de los creyentes que al laicismo rampante. Es, con gran probabilidad, la principal consecuencia del cristianismo burgués. En una sociedad de profundas raíces religiosas y con una red tan extensa de instituciones educativas de ideario católico –muchas de ellas de primer nivel– resulta sorprendente la escasa presencia pública (en la cultura, la economía o la política) del mensaje evangélico. Los números no cuadran. Ha habido una clara dejación de funciones: quienes estaban en condiciones de liderar no han querido o no han sabido hacerlo. Puede que hayan confundido el triunfo profesional con el brillo del rendimiento y la eficacia, en vez de medirlo en términos de fecundidad y contribución al bien común. Más allá de la imprescindible, generosa y meritoria actividad de organizaciones como Cáritas en la atención de los marginados, ¿dónde está la respuesta cristiana ante la 'cultura del pelotazo' de nuestro sistema económico, la desesperada búsqueda de sentido de tantos jóvenes o la creciente fractura cívica que lamina, día a día, el tejido social?

«Es frecuente, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos». Así se expresaba un contemporáneo español, Josemaría Escrivá. Incluso, cabría añadir, esos deberes cívicos se identifican –en el mejor de los casos– con pagar impuestos y cumplir las leyes, es decir, lo propio de una persona respetable, un buen burgués. En su diagnóstico, este santo contemporáneo concluía que en la mayor parte de los casos el problema no es de mala voluntad, sino de falta de formación. Ha habido una deficiente transmisión de la fe en la familia, la parroquia y la escuela. Por ello, la solución se halla, como para casi todo lo importante, en la educación.

Una expresión que un amigo emplea con frecuencia sintetiza bien lo que aquí se ha expuesto: quien cree, crea. El creyente crea familia, crea cultura, crea comunidad. Todo lo vivo es fecundo. En cambio, una fe burguesa resulta estéril. No se trata necesariamente de crear algo nuevo (estructuras, instituciones o partidos), sino de realizar de otra manera –con sentido de misión– lo ordinario, de modo particular el trabajo, pues es donde habitualmente convivimos con los otros ciudadanos y podría convertirse en el lugar por excelencia de participación social. Las profesiones –en todas sus formas: de las más reputadas a las más humildes– poseen un extraordinario poder transformador cuando se realizan con mentalidad de servicio y no meramente como un medio para obtener sustento, satisfacción personal o éxito.

José María Torralba es subdirector del máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea de la Universidad de Navarra.

Este artículo se publicó originalmente en ABC.

sábado, junio 15, 2024

¿Qué ocurre con la Cruz el Sábado Santo? - Ratzinger

Cuando intentamos sintetizar las oraciones litúrgicas del sábado santo nos impresiona, ante todo, la profunda paz que respiran. Cristo se ha ocultado, pero a través de estas tinieblas impenetrables se ha convertido también en nuestra salvación; ahora se realizan las escuetas palabras del salmista: «aunque bajase hasta los infiernos, allí estás tú». En esta liturgia ocurre que, cuanto más avanza, comienzan a lucir en ella, como en la alborada, las primeras luces de la mañana de pascua.  Si el viernes santo nos ponía ante los ojos la imagen desfigurada del traspasado, la liturgia del sábado santo nos recuerda, más bien, a los crucifijos de la antigua Iglesia: la cruz rodeada de rayos luminosos, que es una señal tanto de la muerte como de la resurrección. 

De este modo, el sábado santo puede mostrarnos un aspecto de la piedad cristiana que, al correr de los siglos, quizás haya ido perdiendo fuerza. 

Cuando oramos mirando al crucifijo, vemos en él la mayoría de las veces una referencia a la pasión histórica del Señor sobre el Gólgota. Pero el origen de la devoción a la cruz es distinto: los cristianos oraban vueltos hacia oriente, indicando su esperanza de que Cristo, sol verdadero, aparecería sobre la historia; es decir: expresando su fe en la vuelta del Señor. La cruz está estrechamente ligada, al principio, con esta orientación de la oración, representa la insignia que será entregada al rey cuando llegue; en la cruz alcanza su punto culminante la oración. Así pues, para la cristiandad primitiva la cruz era, ante todo, signo de la esperanza, no tanto vuelta al pasado cuanto proyección hacia el Señor que viene. Con la evolución posterior se hizo bastante necesario volver la mirada, cada vez con más fuerza, hacia el hecho; ante todas las volatilizaciones de lo espiritual, ante el camino extraño de la encarnación de Dios, había que defender la prodigalidad impresionante de su amor, que por el bien de unas pobres criaturas se había hecho hombre, y qué hombre. Había que defender la santa locura del amor de Dios, que no pronunció una palabra poderosa, sino que eligió el camino de la debilidad, a fin de confundir nuestros sueños de grandeza y aniquilarlos desde dentro.


¿Pero no hemos olvidado quizás demasiado la relación entre cruz y esperanza, la unidad entre la orientación de la cruz y el oriente, entre el pasado y el futuro? El espíritu de esperanza que respiran las oraciones del sábado santo debería penetrar de nuevo todo nuestro cristianismo. El cristianismo no es una mera religión del pasado, sino también del futuro; su fe es, al mismo tiempo, esperanza, porque Cristo no es solamente el muerto y resucitado, sino también el que ha de venir.

Señor, haz que este misterio de esperanza brille en nuestros corazones, haznos conocer la luz que brota de tu cruz, haz que como cristianos marchemos hacia el futuro, al encuentro del día en que aparezcas.

+info:
Este texto es casi completa la tercera de tres meditaciones sobre sábado santo que pueden verse completas:

lunes, junio 10, 2024

Moltmann y la esperanza crucificada

Xavier Pikaza/facebook

Jürgen Moltmann (1926-2024).La puerta de la esperanza
Acaba de fallecer. Ha sido uno de los grandes pensadores cristianos del siglo XX. Teólogo protestante alemán, nacido de una familia religiosamente secularizada. Participó al final de la guerra mundial (1939-1945) y estuvo dos años prisionero en Inglaterra (1945-1947), donde entró en contacto con el cristianismo.
De vuelta a Alemania estudió teología y se doctoró en la Universidad de Göttingen (1952), ordenándose ministro de la Iglesia Reformada. Fue por unos años Pastor en Bremen-Wasserhorst. Pero después se dedicó al cultivo del pensamiento cristiano y fue profesor en Wuppertal y en la facultad de teología de la Universidad de Bonn (1963), para pasar finalmente a Tübingen (1967), donde ha enseñado hasta su jubilación (1994).Escribiré otro día sobre su teología, con alguna foto que tengo. Hoy recojo la página que le dediqué en mi diccionario. Ha sido y sigue siendo para mi y para muchos una puerta de esperanza.

Moltmann, J. (1926-2024 ).
Pikaza, Diccionario pensadores 534-636
Teología de la esperanza, una teología completa. Moltmann es uno de los maestros de la teología dogmática contemporánea; ha contribuido a la renovación del pensamiento protestante y ha ejercido una gran influencia sobre la teología católica, en especial en Latinoamérica, por su compromiso al servicio de una reflexión y de una praxis abierta a la esperanza trascendente, pero comprometida con el cambio social e histórico de los hombres, en línea de evangelio.
Así ha querido superar la “subjetividad trascendental” de → Bultmann (centrado en el sujeto humano) y la “objetividad trascendental” de → Barth (centrado en el Dios que se revela), para desarrollar un tipo de teología mesiánica centrada en la promesa de Dios (siempre futuro) y en la creatividad de los hombres, llamados a responder de un modo social (comunitario), para crear de esa manera el Reino. Éste es el planteamiento básico de la más famosa de sus obras: Teología de la Esperanza (Salamanca 1968, original alemán del ).
Moltmann es el teólogo de la esperanza, entendida de forma receptiva y activa, como expresión de una Palabra de Dios (que es promesa de futuro) y como principio impulsor de una palabra humana, que ha de expresarse como protesta contra lo que existe y como impulso de perdón y reconciliación futura.
De esa manera ha vinculado el mejor protestantismo (teología de la gracia) con el impulso de la modernidad, que se ha expresado en los movimientos de liberación de los siglos XIX y XX. No ha sido nunca marxista en el sentido dogmático de la palabra, pero ha recibido el influjo de E. Bloch, con su versión de un marxismo humanista, de raíces judías, abierto a la trascendencia de la esperanza. Por eso, él no entiende la verdad como adecuación entre el pensamiento y la realidad que ahora existe (conforme a una visión esencialista de la realidad), sino como descubrimiento de la profunda inadecuación entre lo que hay y lo que debe haber (lo que debemos hacer). En ese sentido, la verdad es la expresión de un desequilibrio y de una tarea creadora, impulsada por la promesa de Dios (el Dios Promesa), a quien debemos entender como “el que viene”, en línea mesiánica.
Partiendo de esa visión, Moltmann ha elaborado una gran obra teológica, que quiere ser fiel a todos los rasgos y momentos del cristianismo y de la realidad social, desde un mundo cuya violencia él ha experimentado de manera intensa en los años de la Gran Guerra, que han marcado su vida y el comienzo de su teología. Esa experiencia ha definido su pensamiento, abierto a las raíces del misterio de Dios desde la ruptura y dolor de un tiempo presente, marcado por la inadecuación entre lo que hay y lo que debe haber. Así ha distinguido y vinculado los dos rasgos principales del misterio cristiano.
La promesa de comunión final con Dios, que será todo en todos, fundando la reconciliación entre los hombres.
2. La experiencia del dolor de la historia, vinculada a la Cruz de Cristo, como lugar de la revelación trinitaria. En un mundo marcado por el gran dolor y la lucha de unos hombres contra otros, sólo la Cruz puede ser punto de partida y centro de nuestro lenguaje de Dios. En esa línea, asumiendo algunos rasgos de la tradición protestantes, releídos desde Hegel (más allá de Marx), Moltmann ha puesto de relieve el carácter dramático de la Trinidad, que resulta inseparable de la Cruz de Jesús y del sufrimiento de los hombres.
La Cruz como acontecimiento trinitario. Moltmann ha vinculado la esperanza humana, como principio de transformación social, con el misterio de la Cruz, entendida en forma trinitaria, como expresión del dolor supremo de Dios. De esa manera, él ha tenido la osadía de penetrar en el misterio de Dios, de una forma que puede vincularse a la cábala judía, pero que responde a la experiencia cristiana de la Trinidad, manifestada en la Cruz de Cristo.
«Nosotros interpretamos así la muerte de Cristo no como un acontecimiento entre Dios y el hombre, sino principalmente con un acontecer intra-trinitario entre Jesús y su Padre, del cual procede el Espíritu. Con esta postura, (1) ya no es posible una comprensión no teísta de la historia de Cristo: (2) es superada la antigua dicotomía entre la naturaleza común de Dios y su Trinidad intrínseca, y (3) resulta superflua la distinción entre Trinidad inmanente y económica. Así, se hace preciso un lenguaje trinitario para llegar a la plena comprensión de la cruz de Cristo y se sitúa en su verdadera dimensión la doctrina tradicional sobre la Trinidad. La Trinidad ya no es entonces una especulación sobre los misterios de un Dios “sobre nosotros”, al que es preferible adorar en silencio a investigar vitalmente, sino que en definitiva constituye la expresión más concisa de la historia de la pasión de Cristo. Este lenguaje trinitario preserva a la fe tanto del monoteísmo como del ateísmo, manteniéndola adherida al Crucificado y mostrando la cruz como inserta en el ser mismo de Dios y el ser de Dios en la cruz.
El principio material de la doctrina trinitaria es la cruz. El principio formal de la teología de la cruz es la doctrina de la Trinidad. La unidad de la historia del Padre, del Hijo y del Espíritu puede luego, en un segundo término, ser denominada “Dios”. Con la palabra “Dios” se quiere expresar entonces este acontecer entre Jesús y el Padre y el Espíritu, es decir, esta historia determinada. Ella es la historia de Dios a partir de la cual sobre todo se revela quién y qué es Dios. Aquel que quiera hablar cristianamente de Dios deberá “contar” y predicar la historia de Cristo como historia de Dios, es decir, como la historia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, a partir de la cual se establece quién es Dios, y ello no solamente para el hombre, sino también en el seno de su propia existencia. Esto significa, por otra parte, que el ser de Dios es histórico y existe en esta historia concreta. La historia de Dios es así la historia de la historia del hombre» (cf. Concilium76 [1972] 335-347).
De esta manera, vinculada a la Cruz de Jesús, dentro de un camino de dolor y de esperanza, desde el centro de una humanidad caída que busca su redención, Dios viene a manifestarse como historia de amor salvador. Por eso, el teólogo cristiano no especula en abstracto sobre Dio, sino que descubre y cuenta el sentido de su presencia en Cristo, para inaugurar e impulsar de esa manera un camino de reconciliación. Desde sí misma, sin necesidad de una aplicación posterior, la teología cristiana es esencialmente práctica
Teoría política de la cruz. Sobre esa base, como continuación de la Teología de la Esperanza, el libro quizá más denso de Moltmann ha sido El Dios Crucificado (Salamanca 1977, original alemán), un texto clave para entender la teología de la segunda mitad del siglo XX, en su línea vertical (de experiencia de Dios) y en su línea horizontal (de compromiso de liberación humana). Así lo quiero poder de relieve, citando y comentando su capítulo octavo, que se titula “caminos para la liberación política del hombre”, que contiene unas páginas muy hondas sobre el sentido de la experiencia política del evangelio.
«La primitiva cristiandad fue perseguida como impía y enemiga del estado tanto por el poder estatal romano como por los filósofos gentiles. Por ello fue mayor el empeño que los apologetas cristianos pusieron en quitar fuerza a tales acusaciones, proponiendo a la religión cristiana como el verdadero sostén del Estado. Se llegó a la elaboración de una teología política cristiano-imperialista ya antes de Constantino, y luego expresamente en la teología imperial de → Eusebio de Cesarea. Con ella se debían asegurar la autoridad del césar cristiano y la unidad espiritual del imperio. Constaba de dos ideas fundamentales, una jerárquica y otra histórico-filosófico-quiliástica.
La autoridad del césar se aseguró mediante la idea de la unidad: un Dios, un logos, un nomos, un césar, una iglesia, un imperio. Su imperio cristiano se celebró quiliásticamente como el reino de paz prometido por Cristo. La pax Christi y la pax romana debían estar unidas por la providentia Dei.Con ello se convirtió el cristianismo en religión única del único estado romano. El recuerdo del destino del Crucificado y sus seguidores se ocultó… Pero, como → E. Peterson y H. Berkhof han mostrado, cómo este primer intento de una teología política cristiana fracasó, dada la fuerza de la fe cristiana, por razón de dos puntos teológicos y uno práctico.
El monoteísmo político-religioso fue superado con la elaboración de la doctrina trinitaria en el concepto de Dios. El misterio de la trinidad sólo se cumple en Dios, sin imagen alguna en la creatura (sin que el emperador pueda ser su imagen). La doctrina trinitaria describe la unidad esencial de Dios Padre con el Hijo humanado y crucificado en el Espíritu Santo. Por eso este concepto de Dios no puede utilizarse como trasfondo religioso de un césar divino (de un hombre no crucificado).
La identificación de la pax romana con la pax Christi fracasó por razón de la escatología. Sólo Cristo (ningún césar del mundo) puede conceder esa paz de Dios, que es superior a toda razón. De ello se dedujo políticamente la lucha a favor de la libertad y de la independencia de la Iglesia frente al césar cristiano… El cristianismo no comenzó como religión nacional o de clase. Como religión dominante de los dominadores, el cristianismo tendría que negar su origen en el Crucificado y perder su identidad. El Dios crucificado es, de hecho, un Dios sin estado ni clase. Pero no por ello es un Dios apolítico, sino que es de los pobres, oprimidos y humillados.
El señorío del Cristo crucificado por política, sólo se puede extender liberando a los hombres de unas formas de dominio que les hacen menores de edad y les vuelven apáticos, sacándoles de las religiones políticas que les esclavizan. La culminación de su reino de libertad debe traer, según Pablo, la destrucción de todo señorío, autoridad y poder... Los cristianos intentarán anticipar el futuro de Cristo, según las posibilidades existentes, mediante el desmontaje del dominio y la construcción de la vivencia política de cada uno».
De esa manera ha interpretado Moltmann su teología de la esperanza, situándola en el centro de la experiencia de la cruz, no para negar la esperanza, ni para impedir el desarrollo político y social, sino para fundar y expresa la esperanza de un modo político, pero no en línea de poder (imperio), sino de transformación humana, en gratuidad y comunión activa. Estos planteamientos de Moltmann, expresados de un modo ejemplar en el conjunto de sus libros, constituyen una de las aportaciones más significativas del pensamiento cristiano del siglo XX. Moltmann ha seguido y sigue siendo protestante, pero su teología desborda los límites confesionales, de manera que ha podido influir casi por igual en protestantes y católicos (y casi más en los católicos). Una parte considerable de la teología del último tercio del siglo XX habría sido impensable sin su influjo y su palabra, sin su presencia y testimonio creyente.
Entre sus obras, traducidas al castellano, además de las citadas, cf.
Planificación y esperanza de futuro (Salamanca 1971);
Trinidad y Reino de Dios (Salamanca 1986); Dios en la creación (Salamanca 1987); La iglesia, fuerza del Espíritu (Salamanca 1989);El camino de Jesucristo (Salamanca
1993); Cristo para nosotros hoy (Madrid 1997);
El Espíritu de la vida. Una Pneumatología integral (Salamanca 1998); El Espíritu Santo y la teología de la vida (Salamanca 2000); La venida de Dios. Escatología cristiana (Salamanca 2004).
J. Moltmann (1926-2024): Dios crucificado, Vida de la vida humana.
Presenté ayer (RD y FB) una visión de conjunto de la teología de J. Moltmann. Completo hoy el tema presentando su visión sobre la Pascua cristiana.
Hace 52 años (junio 1972) defendí en la Universidad de Santo Tomás de Roma mi tesis doctoral en Filosofía sobre Bultmann y Cullmann. La tesis recibió nota, fu publicada el mismo año en Madrid (imagen 1), con dos ediciones posteriores en Clie/Terrasa.
En la “sobremesa”, el Prof. Abelardo Lobato, Decano de la Facultad, me pidió (de un modo personal, no institucional) que siguiera comparando a Bultmann con J. Moltmann, que era a su juicio la nueva cabeza pensante de la filosofía religiosa de Alemania. Tenía ya preparado el trabajo, lo rehíce y se lo mandé como apéndice de la tesis y lo incluyó entre los “documentos oficiales” para el doctorado (imagen 1 y 3: Portada e índice).
Ese texto de comparación quedó así (puede consultarse en Estudios 8 (1972)159-227), pues no he tenido ocasión de recrearlo. He preparado, sin embargo, una visión de conjunto de su pensamiento, que quizá ofreceré de manera más razonada en un trabajo de conjunto. Así lo presento aquí, como recuerdo de elaboración de 1972 y de la presencia constante de Moltmann en mi pensamiento.
06.06.2024 | Xabier Pikaza
el dios crucificado - jurgen moltmann
Jesús no subió a Jerusalén para derribar físicamente el templo (ése habría sido un tema superficial, pues derribado un templo se construye otro), sino para declararlo perverso y caduco, porque era cueva de bandidos, y no casa de oración universal: cf. Mc 11, 15‒17) y porque él quería “construir” un nuevo templo, casa de oración para todos los pueblos. Éste es, a mi juicio, el pensamiento central de la teología de J. Moltmann a partir de su libro El Dios crucificado (1972), que Moltmann estaba ultimando cuando yo presente cuando yo presenté ese mismo año una visión de conjunto de de su teología anterior, quizá la primera que se presentó en lengua castellana.
Condenado por el templo. Sin sepultura en el pueblo
Por imperativo de ley, como espacio sagrado (hieron),el templo era banco donde se cambiaba y pagaba dinero por las ofrendas o tributos religiosos, mercado‒matadero donde se vendían y compraban animales para sacrificios, y plaza donde llegaba y se juntaba todo tipo de gente con cosas de ofrendas (animales y leña, encendedores de fuego, cántaros con agua, limpiadores, policías paramilitares, sacerdotes engalonados… y fuera, sin poder entrar, los cojos y mancos, los ciego, enfermos y locos etc.). Era una empresa económica (la mayor de Jerusalén, como recuerda Jn 2, 16 cuando afirma que los sacerdotes lo habían convertido en “casa de emporio o negocios”: oikon emporiou). En ese fondo se entiende el gesto citado de Jesús, como profecía de destrucción y promesa universal de vida:
– Profecía de destrucción, contra el templo y lo que él significa (Mc 11, 15‒17 par). Jesús no purifica el templo para condenar sus excesos y dejarlo de nuevo limpio (como querían los esenios de Qumrán y muchos judíos reformistas, contrarios al orden dominante, en la línea de Dan 7‒12 y de 1‒2 Mac). Tampoco quiere (profetiza) su destrucción, para construir uno mejor, en la línea antigua (judía o cristiana), sino que quiere que el arquetipo‒templo acabe, es decir, que su función termine, de manera que nunca pueda comer nadie de sus frutos (cf. Mc 11, 14), pues, a su juicio, las instituciones sagradas de Israel, representadas y condensadas en el templo, han invertido su función y deben terminar. El mismo templo ha sido contrario a la más honda voluntad de Dios, como dice Esteban en Hech 7, con un mensaje cercano al de Jesús, para quien el verdadera templo es el cuerpo/comunidad de los creyentes (cf. Jn 2, 21).
–Promesa universal. En lugar de este templo, cueva de bandidos, debe surgir la Casa de Oración para todas las naciones (Mc 11, 17; cf. Is 56, 7; Jer 7, 11). Jesús no ha condenado el templo para negar la promesa de Israel sino, al contrario, para ratificarla y expandirla de manera universal. El templo verdadero ha de ser el mundo entero "casa de vida y encuentro", donde pueden vincularse todos, como indican las multiplicaciones de Jesús, con su oración de alabanza (cf. Mc 6, 41; 8, 6) y la promesa de la peregrinación final de las naciones (Mt 7, 11-12). En su propia equivocación, el templo era un signo del “cuerpo mesiánico” de aquellos que resucitan en y por Jesús, formando así la nueva humanidad resucitada[1].
Vino a Jerusalén acompañado por los Doce, representantes del nuevo Israel, pero uno de ellos le traicionó y los restantes se sintieron desconcertados o tuvieron miedo y huyeron. Por eso, murió solo, con dos “bandidos”, acompañado de lejos por unas mujeres (cf. Mc 15). Todo nos permite suponer quelos soldados romanos (o los representantes de los sacerdotes judíos), a fin de que la presencia de los tres cadáveres, colgados a las puertas de Jerusalén, no impidiera celebrar la pascua, pues eran impuros para los judíos (cf. Jn 19, 31), sepultarona los tres, en una fosa común, sin que parientes ni amigos pudieran despedirles con los ritos sagrados que sirven para honrar y recordar en paz a los difuntos, de manera que la historia de violencia pudiera repetirse.
No tuvo un entierro honroso de manera que su fracaso fue completo: ¡No le ungieron, ni lloraron su cadáver, ni le dieron buena sepultura! (ése parece el sentido de Mc 12, 😎. Sólo las «discípulas-amigas» que contemplaron de lejos su cruz quisieron venir ir tras el sábado de fiesta hasta su sepultura para urgir su cuerpo, pero no lo hicieron, porque no pudieron encontrar el cuerpo, o porque la tumba había sido “profanada” y abierta. Pues bien, en ese momento, ellas descubrieron que el lugar de la presencia de Jesús no era una tumba, sino su mensaje y la vida y transformación de sus seguidores (es decir, su resurrección).
No podemos precisar mejor lo que pasó; pero años después, para expresar simbólicamente la experiencia pascual (y quizá para impedir que los creyentes alzaran un monumento en el sepulcro de Jesús, a pesar de su mensaje: cf. Mt 23, 29-32), ciertos cristianos crearon un bello relato diciendo que unos poderosos amigos ocultos, con influjo ante el Sanedrín y el Procurador romano, habrían enterrado a Jesús en una cueva sepulcral muy limpia, con muchos perfumes, una oquedad de piedra que después quedó vacío (cf. Mc 15, 42-47 par), pues Jesús habría resucitado corporalmente.
No crearon ese relato para sacralizar su tumba (como la de San Pedro de Roma), sino, al contrario, para afirmar que está vacía y que su cuerpo (su mensaje y vida) se ha encarnado (ha resucitado) en sus discípulos, desde «Galilea», para retomar así su movimiento (cf. Mc 16, 1-8). Éste es el fondo y sentido de la historia, que San Pablo ha recogido y narrado pocos años después, en 1 Cor 15, 3-4 cuando dice que Jesús: «murió y fue sepultado». No pudieron honrar su cadáver, pero algunas mujeres como Magdalena que habían intentado hacerlo supieron que se hallaba vivo, pues vivía en ellas y en los demás discípulos, y así lo anunciaron a los, retomando y recreando su movimiento mesiánico. Esa experiencia de la vida de Jesús en sus discípulos fue el principio de la iglesia.
Habían matado a Jesús, murió fracasado, pero su misma muerte creó un recuerdo y presencia más alta y vino a expresarse como mutación suprema de la vida humana, entendida en forma de resurrección. En esa línea, su entierro frustrado fue comienzo de una nueva experiencia religiosa.Jesús fue enterrado, pero su tumba no pudo convertirse en signo y principio de una nueva revelación religiosa, en la línea de las anteriores, sino que “quedó vacía”, pero no vacía de cadáver material, sino de sentido religioso.
Sus discípulos no pudieron ir a la tumba para allí recordarle, pero “descubrieron” algo que él estaba vivo en su mensaje y su proyecto de Reino, es decir, que él había resucitado. No dejó una iglesia instituida para siempre (como Atenea, armada y adulta, saliendo del cuerpo de su padre). No fundó una organización sacral, ni dotó con fondos una empresa, ni fijó una jerarquía estructurada, pero creó (suscitó) una herencia superior de humanidad, grupo de amigos resucitados:
‒ La primera creación (simbolizada por Eva‒Adán) surgió por mutación biológico‒mental, en el contexto de la gran evolución de la vida En ese campo de evolución y mutación cósmica, dentro de las generaciones de los hombres se encarnó (=vivió) Jesús, retomando y recreando con su mensaje y su muerte el camino de la humanidad, anunciando y preparando la llegada de la nueva humanidad, como Reino de Dios (no del César ni de un tipo de sacerdotes).
‒ Con Jesús se inicia, según los cristianos, la segunda creación, y ella acontece por mutación personal, como inmersión en la conciencia crística, pascual, de Dios, como ha destacado la tradición cristiana, formulada por Pablo en 1 Cor 15 y Rom 5. Esta nueva y más alta mutación sigue vinculada a la generación antigua, pero no se define por el primer nacimiento, sino por el re‒renacimiento o resurrección, allí donde unos hombres y mujeres regalan su vida hasta la muerte, para que otros vivan (viviendo así en ellos).
La generación biológica se expresa en el nacimiento de cada ser humano como persona, responsable de sí, capaz de abrirse a los demás en amor, pero también de asesinar a los demás, en una historia que, según los arquetipos de la Biblia, comenzó en Caín y Abel (Gen 4) y ha desembocado en la muerte de Jesús, que lógicamente debería haber conducido a la ruptura de su grupo, con el abandono de toda esperanza mesiánica.
Pues bien, allí donde los discípulos de Jesús deberían haber afirmado el fin de todo, proclamando la muerte final (como en el valle de los huesos de Ez 37, donde fue arrojado el Mesías de Dios), comenzó la nueva creación mesiánica, y los discípulos de Jesús proclamaron la llegada de la nueva creación, diciendo que Dios había invertido la maldición de la muerte, pues Jesús no había sido un muerto más, sino el principio de la resurrección, iniciando un camino de comunión (=comunicación) transpersonal, como siembra de vida, semilla de humanidad divina (si el grano de trigo no muere: Jn 12, 24; 1 Cor 15, 35‒49). Al dar su vida por el Reino, Jesús ha resucitado en la vida de aquellos que acogen su mensaje, iniciando un nuevo estado de humanidad, en la línea de resurrección. Éste es el tema clave de Moltmann, el Dios Crucificado.
Mutación. Nuevo comienzo
A partir de aquí se entiende la mutación de Jesús, como perdón y re‒nacimiento, comunicación y comunión universal, y así ha de recrearse en un momento como el actual (año 2021) en que muchos afirman que las iglesias cristianas deberían quedar mudas, pues la humanidad en su conjunto parece condenada a muerte, ratificando así que la primera hominización (el primer nacimiento humano) había sido un ensayo fracasado, que terminará en su destrucción. Pues bien, en ese contexto podemos retomar las dos grandes imágenes de Ezequiel:
‒ Dios tiene que abandonar su templo antiguo, con su sistema de sacralidad hecha de sacrificios, de poder y de dinero (Ez 1-3. 10), para habitar con los desterrados, es decir, con los fracasados y excluidos, los que habitan al descampado de la historia, como vio y proclamó Jesús en su gesto de “purificación” (destrucción) del templo de Jerusalén (Mc 11). Ésta es hoy nuestra experiencia más fuerte: Los templos de la sacralidad antigua se están vaciando, es como si Dios abandonara sus iglesias, afirmando así que la humanidad actual, en sí misma, es inviable, está condenada a la muerte personal y social, ecológica y religiosa, a no ser que cambiemos de raíz.
‒ Resurrección en el valle de los huesos calcinados (Ex 37). Ha muerto (está muriendo) a pasos agigantados un sistema de vida representado por los imperios e iglesias centradas en su poder socio‒religioso. Está llegando el momento en que los auténticos creyentes han de retomar y reiniciar la travesía de la muerte y resurrección de Jesús, desde los marginados de la historia actual, que son sus“amigos”, no para que ellos tomen el poder (y menos en su nombre), sino para descubrir juntos a Dios Padre, que revela su gloria en el amor de aquellos que mueren dando vida a los demás.
Tras haber recorrido como vencedores triunfales la travesía constantiniana (con esquemas platónicos y sistemas imperiales y/o feudales), para ser fieles al evangelio y retomar el principio de Jesús, los cristianos deben volver a su tumba Jesús, subiendo como Ezequiel al Carro de Dios que les lleva al exilio (fuera de los campos de poder, al valle de los huesos muertos), para ser testigos del Dios de la gracia, presente en los pobres y exilados (cf. Mc 16, 1-8; Mt 28, 16-20).
Resulta conveniente (inevitable) que caiga o se abandone un templo de violencia sagrada (imposición legal), no para elevar en su lugar otro (que todo cambie para seguir siendo lo mismo), sino para transformar la vida, en comunicación transpersonal, humanidad resucitada. Las dificultades actuales no se solucionan con unos pequeños cambios de estructura, sino que los cristianos abandonar (transcender) la estructura sacral del templo, para descubrir a Dios como vida de su propia vida.
La historia antigua ha culminado en la muerte de Jesús, que sus discípulos han interpretado como “desbordamiento de vida”, conforme al Arquetipo que había comenzado a expresarse en el Antiguo Testamento y que culmina en el Nuevo, en forma de revelación de Dios, plenitud y sentido (pervivencia) de la vida humana, en comunicación personal, pues el mismo Jesús muerto vive en aquellos que le acogen. Ésta es la gran transmutación, que podría estar simbolizada con algunas variantes en un tipo de “alquimia” superior que no se realiza ya en metales, sino en el mismo movimiento de la vida humana (cf. Hch 15, 28), en línea de elevación, pues sólo aquello (aquel) que muere puede re‒vivir (ser en los otros), mientras que aquel que quiera cerrarse en sí mismo acabará perdiendo aquello que es y tiene, pues “quien quiera salvar su vida la perderá”; sólo quien la pierda por los otros la encontrará en ellos (cf. Mt 10, 39; 16, 25 par.). En esa línea, el Ser‒en‒Sí‒Mismo de Dios (su En Sof) se expresa como Ser‒dándose, esto es, muriendo, para que sean los otros[2].
La muerte de Jesús no fue un castigo (sacrificio) impuesto por Dios, sino el don o regalo más hondo de su vida, la expansión de su conciencia, que consiste en morir para vivir en plenitud (resucitar) en los demás, en nueva creación (mutación), esto es, en comunicación personal abierta al futuro de la plenitud de Dios que será todo en todos (1 Cor 15, 28). Así releyeron y recrearon los cristianos el AT desde la experiencia pascual de Jesús. No condenaron y rechazaron la Biblia de Israel por violenta y contraria al amor universal (como hicieron muchos gnósticos), sino que la entendieron en clave de resurrección. No buscaron la coherencia entre el AT y NT en detalles secundarios, no ocultaron la intensísima violencia de muchos pasajes del AT, pero descubrieron en la trama a veces sinuosa y quebrada del pueblo de Israel un camino que desemboca en la vida y don del Dios que entrega su vida por los hombres.
Los cristianos entendieron esa muerte como “resurrección”, experiencia de vida trans‒personal, pero no en abstracto, ni como algo que viene después, tras la desaparición de su cadáver, sino en el mismo gesto de entrega total que es resurrección. Morir como Jesús es dar la vida, sin volverse atrás, como siembra del trigo de Dios (Jn 12, 20‒33), que fructifica en la experiencia pascual de los discípulos, cuando descubren que él (Jesús) vive en ellos, abriéndoles los ojos, de manera que puedan compartir y compartan en amor lo que son, regalándose la vida los unos a los otros. La historia de un hombre como Jesús no acaba en su tumba física, sino que se expresa de un modo radical tras/por ella, en su recuerdo, en su influjo y presencia en aquellos que le han conocido, y que siguen quizá recreando su figura y actualizando su obra. En ese sentido, la resurrección no es negación de la muerte, sino ratificación del sentido (semilla) de esa muerte, como dadora de vida.
Apariciones Comunión transpersonal
Según el NT, el testimonio clave de la resurrección de Jesús han sido sus apariciones, como expresión de una forma intensa de presencia trans‒personal (en línea de transcendimiento y culminación, no de negación de la persona), en clave de fe (de acogida y comunicación creadora), no de imposición física. Jesús ha entregado su vida por los demás, y lo ha hecho de tal forma que ha podido mostrarse ante ellos (en ellos) vivo tras la muerte, como presencia y poder de vida, iniciando en (por) ellos un tipo más alto de existencia humana (es decir, una mutación mesiánica). Las apariciones son signos de presencia de Jesús resucitado, una experiencia nueva de vida, en línea de comunicación transpersonal.
Esas apariciones no son imaginaciones de algo que externamente no se ve, sino sentimiento y certeza radical de la presencia de aquel que ha vivido y muerto regalando su vida, como vida de Dios, como principio de renacimiento, un modo superior de entender (experimentar) el pasado y de comprometerse en el presente, desde el don de Dios en Jesús, en forma de mutación antropológica. Desde ese fondo pascual, la vida cristiana es una experiencia de renacimiento, la certeza vital de unos hombres y mujeres que se sienten/saben ya resucitados, tras haber pasado de la muerte a la vida, es decir, de una vida que es muerte (pues desemboca en ella) a la muerte que es vida en el Reino de Dios.
En un sentido, las apariciones, que Pablo ha recogido de forma oficial en 1 Cor 15, 3-7, podrían entenderse como simples visiones (manifestaciones) sobrenaturales de unos entes superiores, favorables o desfavorables (dioses, difuntos, demonios…), un tema que encontramos en muchas religiones. Pero, desde la perspectiva marcada por el Antiguo Testamento, esas apariciones han de entenderse como expresión de un modelo más alto de vida, en línea de mutación humana y comunicación transpersonal. No se trata de “ver” en forma milagrosa, sino de vivir de un modo nuevo (de renacer desde Cristo), superando/cumpliendo el arquetipo anterior, iniciando una forma superior de comunicación que comienza precisamente ahora, con la resurrección de Jesús[3].
‒ “Ver” a Jesús resucitado, descubrir su presencia. Sus seguidores saben y afirman que ellos mismos son él, es decir, que él vive en ellos y que ellos forman parte de su vida, pues son el mismo Jesús renacido, presente, mesiánico. En ese sentido, la visión‒presencia de alguien que han muerto tras haber dado la vida a (por) aquellos que les siguen forma el arquetipo o símbolo central de una humanidad, que nace y vive en (de) aquellos que mueren, en un mundo donde nada ni nadie acaba totalmente, sino que todo deja huella y sigue siendo (existiendo) al transformarse, no en línea de eterno retorno de lo que ya era (nada se crea, nada se destruye, sino que se transforma), sino de creación de lo que ha de ser.
Otras realidades se transforman de manera que son intercambiables. Lo hombres, en cambio, no son intercambiable, pues cada uno es único en sí, por aquello que ha recibido y realizado. Cada uno de los seres humanos es único, pero todos pueden habitar y habitan unos en los otros, destruyéndose o dándose la vida. En esa línea ha vivido y ha muerto Jesús por los demás, pero de tal forma que sus discípulos descubren y proclaman que él vive en ellos, haciéndoles ser lo que son, unos resucitados.
Desde ese fondo ha de entenderse la novedad de Jesús, su mutación pascual, centrada en el hecho de que algunos de sus seguidores han descubierto y confiesa que él vive (ha resucitado en ellos), de manera que pueden afirmar que ellos mismos son Jesús, Palabra de Dios, que habita en ellos (cf. Gal 2,20‒21). Las religiones “son”, en general, una experiencia de identificación con la vida y destino de la divinidad como tal. Pues bien, el cristianismo constituye una experiencia de identificación vital con Jesús, enviado‒mesías de Dios, que habita en aquellos que le acogen.
‒ El cristianismo es la aparición (presencia) de Jesús en aquellos que le ven (acogen), reviviendo su experiencia y destino de muerte y resurrección. Los cristianos afirman, en esa línea, que el mismo Jesús, Hijo de Dios, que ha vivido y muerto por el Reino, revive (resucita) como Vida de Dios en sus propias vidas. El cristianismo es, según eso, la experiencia de la vida de Dios que “es” al darse en los demás (resucitando en ellos) y haciendo así que ellos resuciten, habitando en un nivel de vida superior, compartida en amor.
El problema de ciertos cristianos está en el hecho de haber “cosificado” esa experiencia, destacando el “triunfo de Jesús” en sí (como si fuera emperador o sacerdote por encima de los otros), tendiendo a separarle y colocarle sobre una peana o altar, en vez de descubrirle en ellos mismos, sabiendo que el altar son ellos mismos, los resucitados, los creyentes, con los pobres y excluidos de la tierra por los que él vivió y murió. Ciertamente, en un sentido, Jesús ha resucitado en sí; pero en otro sentido debemos confesar que él lo ha hecho en los creyentes, de forma que ellos (nosotros somos) son su resurrección.
Jesús no se muestra (no existe) con el cuerpo anterior (no lleva a los suyos al pasado), pero tampoco actúa como espíritu incorpóreo en los creyentes (en línea gnóstica), sino que está presente (vive) como realidad e impulso de vida universal, resucitada, de forma que su “cuerpo” real son aquellos que aceptan y agradecen su presencia, pues en ellos vive y resucita, no para negarles a ellos, sino para resucitarles a la vida verdadera, pues por (en) él todos y cada uno de los hombres son (somos) resurrección, Dios como promesa y principio de nueva humanidad. Por eso, el “cuerpo” de Jesús no es sólo el suyo, de individuo separado, sino el de aquellos que confían y viven en él, como ha puesto de relieve san Pablo en su experiencia y teología de la identidad cristiana, que no es de tipo imaginario, sino mesiánico, corporalidad como presencia de unos en otros, y de todos en Jesús, que es “cuerpo” siendo palabra de Dios encarnada en la historia (cf. Jn 1, 14).
Esta manifestación de Jesús no es objeto de una experiencia “visionaria”, como en muchas apariciones de difuntos, de tipo onírico, psíquico o mental, en sueño o vigilia, en un nivel de vida en el mundo, sino una experiencia radical de recreación, sabiendo así que él mismo (el Selbst divino de la vida humana) habita en los hombres, y los hombres en él, de un modo trans‒personal (no im‒personal) unos en otros. En esa línea, para centrar el tema, es bueno recordar el tema del Dios que habla a Moisés desde la zarza y diciendo ¡Soy el que Soy! (Ex 3, 14).
Desde la experiencia de la zarza ardiente y la revelación del nombre de Yahvé, la Biblia había sido reacia a las apariciones, pensando que ellas tienden a confundir al Dios invisible con una imagen visible de dioses paganos. Muchos relatos antiguos hablaban de visiones: Adán veía y conversaba con Dios en el paraíso (Gen 2-3), también Abraham le veía (Gen 12, 7; 17, 1), con Jacob (Gen 36, 1.9) y Moisés (cf. Ex 3, 2. 16; 24, 10…). Pero esas visiones terminaron al llegar la Ley (a partir de Ex 19‒20 y Ex 24. 34).
En esa línea, el judaísmo no ha sido religión de videntes mágicos, ni de evocadores espiritistas, sino de oyentes (=cumplidores) de la Palabra, y desde ese fondo ha de entenderse la novedad de los cristianos que, sin dejar de ser buenos judíos, de un modo sorprendente, aparecen como personas que ven a Jesús (le sienten, le proclaman) tras (y por) la muerte como vivo. Esta visión/revelación de Jesús no ha de entenderse como aparición de un muerto en una tumba venerable, como la del Rey David, sepultado con honor y gloria en Jerusalén (cf. Hech 2, 29), ni como apariencia de un espíritu-fantasma, que actúa a través de personajes especiales, que son así capaces de realizar prodigios (cf. Mc 6, 14-16). Al contrario, la vida de Jesús resucitado se expresa en la transformación de los creyentes, es decir, de aquellos que acogen su presencia[4].
De un modo consecuente, los relatos de las “apariciones” no insisten en el aspecto visionario de Jesús (que puede variar y varía en cada caso), sino en surealidad personal, como mesías resucitado, presencia humana de Dios, que vive en ellos. La pascua cristiana constituye, según eso, el despliegue de un nivel distinto de realidad, no la imaginaria de un muerto, o de un posible espíritu (en contra de Dt 18, 11), ni la revelación de la Ley eterna (cf. Ex 3. 19-34), sino la presencia personal del crucificado en la vida de aquellos que le acogen, de forma que él vive en ellos.
Lógicamente, esos relatos de apariciones (cf. Mt 28,1-10. 16‒20; Jn 20,11-18; 1 Cor 15,3-8 etc.) no deben entenderse de un modo material, externo, como si quisieran transmitir el protocolo de unas experiencias concretas, sino como mutación de la vida humana en Cristo, en línea de muerte y resurrección, tal como ha sido percibida (acogida, recreada) en sus discípulos y creyentes. En esa línea, los primeros cristianos ofrecían el testimonio de una nueva forma de presencia de Dios (y de los hombres) en Jesús, algo que nunca se había vivido de esa forma, pues no existe (que sepamos) ningún fundador o personaje histórico (¡y menos un condenado a muerte en cruz!) que haya sido “experimentado” no sólo como vivo tras su muerte, sino como presencia humana del Dios trascendente y principio de resurrección para los hombresñ
Así comienza el cristianismo: En un momento dado, algunos discípulos de Jesús creyeron (sintieron, supieron) que él vivía/actuaba en ellos, capacitándoles para superar un tipo de muerte, es decir, del pecado, de forma que, en sentido estricto, ya no eran ellos los que vivían, sino Jesús quien “les vivía” (les hacía vivir), haciéndoles presencia (Palabra) de Dios (Gal 2, 20). De esa manera, los discípulos de Jesús se descubrieron animados por su mismo Espíritu, sabiéndose portadores de su experiencia, iniciando un proceso desencadenante de vida pascual que es hasta hoy (año 2021) el principio fundante de la iglesia cristiana, como experiencia de vida transpersonal que supera la muerte[5].