Guitton, J., & Pérez Gutiérrez, F. (1963). Diálogo con los precursores Diario ecuménico 1922-1962 / Traducción del P. Francisco Pérez. Taurus. (1955) [páginas 223-233]
Ha muerto el cardenal Saliège. Era para mí, desde hacía veinte años, una roca amiga, y cuántas veces había yo hablado con él del problema de la unión de los cristianos. En otras circunstancias, hubiera podido relevar al cardenal Mercier, a quien se asemejaba bajo un cierto aspecto. Y durante la última guerra había tenido también el privilegio de hacer oír frente al adversario de la voz de la conciencia, lo que le había dado la popularidad, la autoridad. En los últimos tiempos sus achaques le hacían difícil la comprensión. Pero era capaz de trascender. Le daban concentración. ¡Él buscaba la esencia! Y meditaba largamente su noche encerrado en su prisión carnal, las palabras, los axiomas, las semillas, porque pensaba que su oficio era el de sembrador profético.
Precursor, profeta, oráculo enigmático, optimista empedernido, tales eran los elementos de su vocación propia.
Newman creía poder discernir en la Iglesia dos corrientes entremezcladas que acostumbraba llamar la tradición sacerdotal y la tradición profética. Si se ha de hacer caso a Newman, el cardenal pertenecía también, aunque fuera obispo, a la segunda especie. Recuerdo que le gustaba decirme con tono de coquetería y bravata: «Los demás no ven nada. Están atrasados». Le gustaba ser el único que viera. Nunca se hubiera perdonado encontrarse en un momento dado en retraso con respecto a la marcha de las cosas. He de confesar que a veces me costaba mucho seguirle. Tenía la intuición de vivir en una sociedad que en una gran parte se sobrevivía a sí misma. Discernía en la situación actual de las costumbres lo que provenía del pasado, lo que no hacía más que conservarse, sin savia, por tanto, y por otra parte lo que se hallaba en estado germina, imperceptible todavía, pero cargado de futuro. Y pensaba que le correspondía, en tanto que jefe espiritual, la tarea de señalar los fenómenos de lenta deriva, de desenmascarar lo que no tenía más que una existencia de préstamo, de enardecer cuanto fuera un germen. Dijo una vez la princesa Bibesco a propósito de sir Winston Churchill: «Su larga frente en forma de globo parecía meditar sobre el fin próximo del mundo sin pesar excesivo». Era también un rasgo propio del cardenal su júbilo al ver desaparecer las cosas que juzgaba muertas. Sin embargo, no es que se dedicara a predecir el fin próximo del mundo, ni el retorno del Mesías sobre las nubes del cielo. Tampoco pensaba que la era atómica anunciara el fin de la especie humana. Era desesperadamente optimista.
El 30 de junio de 1940 escribía:
Ha habido mutaciones biológicas que han señalado la aparición de nuevas especies de animales.
¿Acaso no estamos asistiendo a un género de mutación que habrá de modificar profundamente la estructura humana, quiero decir, la estructura mental y psicológica del hombre?
A esta cuestión, que los filósofos encontrarán impertinente, se podrá responder dentro de quinientos años.
Había en él una mezcla (cuya dosis es difícil determinar) entre un sentimiento místico sobre el tránsito del tiempo hacia lo Eterno y la idea de una revolución próxima, a la vez técnica y social, que haría entrar a la humanidad en una zona nueva de existencia. La idea del progreso, científico y social, no constituía un obstáculo para su fe. Intuía de una manera viva, aguda, irritada, a veces irritante, que era un error el enfrentamiento de estas dos fuentes, de estas dos perspectivas, como si una fuera la de la Iglesia y otra la de una contra-Iglesia llamada el «siglo» o el «mundo». Entre la inspiración de los antiguos profetas y la inteligencia de los grandes sabios modernos no encontraba ninguna discontinuidad. Por el contrario, los descubrimientos de los modernos le parecían ser una verificación positiva de ciertos presentimientos sagrados…
Vuelvo a copiar algunas de sus fulguraciones:
¿Es que la humanidad ha llegado a su cenit?
Responded.
La tierra es pequeña, las unidades humanas se multiplican y se estrechan. Las naciones se conducen como los individuos. El aislamiento se convierte en imposible. Por todas partes lo colectivo, lo solidario. Se diría que en el plano humano se dibuja la imagen del Cuerpo Místico. «Se diría», porque el Cuerpo Místico no comprende sino voluntarios unidos desde dentro y no por la presión de fuerzas exteriores.
Nunca la fe ha sido tan dulce y tan fácil.
No es improbable que dentro de un siglo un organismo político gobierne todo el planeta.
Esta perspectiva no tiene por qué asustarnos. Como católicos y como franceses siempre hemos tendido a la universalidad. Cristo ha muerto por todos los hombres. Su Iglesia es universal. El espíritu francés no conoce fronteras. A causa de las influencias que le han formado, es personalista y nada humano le es extraño.
Se dibuja cada vez con más nitidez el movimiento hacia la unidad de los habitantes de nuestro planeta.
La unidad puede ser llevada a cabo con el respeto de la dignidad de la persona humana fundada sobre la adopción divina.
La unidad puede efectuarse mediante el aplastamiento y el desprecio de la persona humana.
¿Cómo se hará la unidad, puesto que de hecho se hará?
A los cristianos les toca responder.
Ni comunismo ni liberalismo, sino la síntesis: la comunidad humana que une a través del respeto a las personas. Fórmula que hay que traducir a la realidad. Fórmula con porvenir. Capitalismo liberal y comunismo tardarán su tiempo en morir, pero morirán. Como siempre, su muerte será una transformación, no un aniquilamiento. El régimen soviético no es el comunismo. El régimen capitalista empieza a ceder en muchos puntos.
Demasiado apoyarse en palabras. Se es anticomunista. Se es anticapitalista. Pero no se combate al uno ni al otro más que sobrepasándolos, realizando la comunidad humana. La comunidad no puede existir sin amor. Nuestro Dios es amor.
¿Es que la caridad no podría adquirir hoy el carácter de voluntad de justicia social?
Cualesquiera que sean las apariencias en contra, el mundo anda en busca de Dios.
He aquí por qué soy optimista. He aquí por qué pido a todos que seáis optimistas.
Monseñor Loris Capovilla, secretario particular de Juan XXIII, ha contado la pequeña anécdota siguiente, que para mí tiene un gran peso. Era el 3 de octubre de 1959. El Papa, después de haber acabado el trabajo del día, había abierto mi libro sobre El cardenal Saliège, cuyo tono había tenido la bondad de encontrar amable. El libro se abre naturalmente por su mitad, en la página 184, en que yo reproducía una carta del cardenal, de junio de 1943, titulada «A propósito de una impresión optimista de los acontecimientos». Aquella impresión tenía su mérito: era julio de 1943.
El cardenal escribía:
La unidad romana preparó en otro tiempo los caminos a los apóstoles del Cristo, a los portadores de la buena nueva, a los mensajeros del Evangelio.
Únicamente a la virtud y al heroísmo de los cristianos podrá deberse que la unidad que se anuncia vaya a preparar una extensión y una profundización del cristianismo en el mundo.
Los hombres, por su parte, trabajan en proyectos que los sobrepasan y que los ignoran.
Es una cosa cierta que se vislumbra en todos los países entre los creyentes en Cristo un movimiento en favor de esta unidad. Se la busca, se la desea, se la presiente, se ruega por su realización.
La guerra actual, al aumentar las persecuciones en vez de disminuirlas, ha acelerado ese movimiento y dado una fuerza más grande a ese deseo, a la necesidad de los creyentes de reencontrar la unidad perdida.
En medio de la desgracia, el vínculo de la caridad ha unido los corazones, unión de corazones en la misma esperanza, signo, presagio de la unión de la verdad.
Y el cardenal terminaba así:
Esta unión no está todavía hecha. Se hará. Está en los designios de Dios. Ha sido el objeto de la oración de muchos cristianos fervientes.
No es algo perteneciente al futuro; es un presentimiento general que debe llevarse a cabo la unión de los cristianos. Es una condición de la victoria del espíritu sobre la materia, una condición de triunfo de la Verdad religiosa contra todos los materialismos, así como una condición de la libertad de los hombres, tan malparada en la hora actual; una condición, en fin, del respeto por la persona humana y del amor fraternal entre los pueblos.
Monseñor Capovilla contemplaba el rostro del Padre Santo. Leía las líneas que acabo de subrayar, nos dice aquél con accento vibrato e solemne[1].
Ese mismo año, 1943, escribía el cardenal:
Muy queridos hermanos míos:
Desde el 18 de enero, fiesta de la cátedra de San Pedro, hasta el 25 del mismo mes, festividad de la conversión de San Pablo, se elevará al Señor, desde todos los rincones del mundo, desde los monasterios y las parroquias, desde las almas solitarias, la ardiente súplica por la unidad cristiana.
La Iglesia romana pide por la unidad; las Iglesias separadas piden por la unidad. Aspiración común a todos los cristianos hacia la unidad, que proviene de Dios y que los acontecimientos presentes hacen más oportuna y más urgente.
Sea cualquiera que sea el resultado de la guerra mundial, está claro que bajo formas diversas, las más peligrosas, emparentadas con un vago sentimiento religioso, ni la incredulidad, ni el ateísmo, ni el materialismo, habrán perdido sus adeptos, ni su prestigio, ni su poder propagandístico. Se constituirá un frente nuevo, cuyos elementos es ya posible desde ahora denunciar, que entablará la lucha contra el cristianismo con los procedimientos renovados del modernismo y de la biología. Tal perspectiva no puede dejar indiferente a ningún cristiano. La fe en Jesucristo, Hijo de Dios, o la fe en la Naturaleza-Dios, en la Materia-Dios. Los hombres se verán llamados a elegir. ¡Qué urgencia para los cristianos todos la de pensar en la unidad cristiana, la de trabajar por su realización con la plegaria y el deseo!
El deseo de la unidad que manifiestan las Iglesias separadas viene a unirse con el de la Iglesia madre, que jamás ha podido consolarse de la ruptura. ¿Va a ser temerario creer que el Espíritu Santo no es ajeno a esta aspiración hacia la unidad?
La plegaria de Cristo ut unum sint sigue siendo actual. Está presente. Lo está hoy y lo estará mañana. El Padre la escucha. El Espíritu Santo obra. Es cierto: los hombres tienen mucho camino que recorrer por una parte, y, por otra, la acción divina acostumbra a ser lenta. La gracia camina con lentitud porque prepara el porvenir…
Pedir para que nuestros hermanos separados crezcan en fervor, en la fe de Jesucristo, eso equivale también a pedir por la unidad, de la misma manera que pedir porque los católicos vivan un cristianismo leal.
La santidad hace nacer la inquietud en las almas que son sus testigos. Desarregla sus pequeñas combinaciones, su sistema de compromisos o su posición sobre el sentido y el valor de la vida.
Oración por la unidad, sí ciertamente. Vida por la unidad, todavía más. La oración es cosa de un día, de una semana, de un momento. La vida es de todos los días, de todas las horas, de todos los instantes.
Ha habido vidas ofrecidas por la unidad cristiana y cuyo ofrecimiento ha sido aceptado.
Por la unidad cristiana sube hasta el Señor desde ciertos monasterios una plegaria incesante como el deseo que expresa.
La unidad cristiana no va a realizase mañana. Depende muchísimo de los católicos su preparación por su plegaria y por su vida.
Releo su última llamada, en enero de 1956. Sin embargo, se dibujan algunas sombras; se adivinan algunas decepciones.
Mis muy queridos hermanos:
Cuanto más reflexiono en el problema de la unidad de las Iglesias, más me doy cuenta de que la solución del problema exige numerosas condiciones:
1) Que las diferentes Iglesias guarden cada una con relación a las demás un silencio respetuoso.
2) Que cada Iglesia se haga cargo con exactitud de la posición doctrinal de las otras.
3) Que los miembros de cada Iglesia pidan con lealtad y fervor por la unidad de la Iglesia.
Que haya cristianos que perciben la inseguridad de la situación y que, para darse valor, ataquen a la Iglesia católica atribuyéndole ideas que le son completamente extrañas, eso se comprende bien desde un punto de vista psicológico. Pero desde el punto de vista de la unidad y del esfuerzo por la unidad, eso no se comprende en absoluto. Mejor sería informarse, si es posible. En cualquier caso, más valdría callarse y rezar.
Las verdades cristianas se llaman unas a otras.
Se reflexiona sobre lo que separa. Pero no se piensa en lo que une.
Se habla de lo que separa. Pero no se habla de lo que une.
En estas condiciones, la solución del problema de la unidad sigue estando lejana.
Yo sé que esta solución depende de la acción del Espíritu Santo en las almas. Pero también es necesario que esta acción sea facilitada por la buena voluntad.
Yo creo en la sinceridad y en el valor del deseo de unidad.
Para que este deseo llegue a ser eficaz, yo creo en el valor y en la necesidad de la oración
[1] Juan XXIII: Cinque lettere, Tipografia poliglotta vaticana, 1961, pág. 51.
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