lunes, diciembre 15, 2025

Interpretando el declive - En las meditaciones de Adviento con el Papa y la Curia

Sesenta años después del Concilio Vaticano II, podemos permitirnos observar con mayor claridad lo que se aclamó, quizás con cierto exceso de optimismo, como una «primavera del Espíritu». Al igual que los primeros cristianos que esperaban el regreso del Señor, también nosotros estamos llamados a replantear nuestras esperanzas: las intuiciones proféticas del Concilio requirieron un período más largo y complejo, pues estaban profundamente entrelazadas con la maduración eclesial y las transformaciones culturales.


Si no nos reconciliamos con esta larga gestación, corremos el riesgo de no comprender el tiempo que vivimos: un tiempo en el que coexisten elementos críticos y signos de una vitalidad sorprendente. Por un lado, se observa un claro declive en las prácticas, los números y las estructuras históricas de la vida cristiana; Por otro lado, surgen nuevos fermentos del Espíritu: la centralidad de la Palabra de Dios crece, los laicos desarrollan una presencia más libre y misionera, el camino sinodal se consolida como una forma necesaria, el cristianismo florece en muchas regiones del mundo y una nueva comprensión de la fe busca combinar la herencia ancestral con una comprensión más profunda de la humanidad.


Decadencia y fermento no son mutuamente excluyentes: son dos caras de la misma labor, en la que el Espíritu purifica lo que puede abandonarse y da a luz lo que necesita crecer. Después de todo, ¿no es esto lo que Jesús nos enseñó cuando describió la expansión del Reino de Dios a través de la lógica de la semilla?


‘En verdad, en verdad les digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto’ (Jn 12,24).


Toda renovación implica realidades que florecen y otras que mueren. Esto no debería sorprendernos: es la dinámica pascual, en la que la muerte y la resurrección son inseparables. Por supuesto, siempre nos resulta difícil aceptar la muerte y reconocer en momentos de decadencia el atisbo de una mayor esperanza.


Interpretamos espontáneamente la disminución numérica como una crisis que debe resolverse de inmediato. De hecho, la propia interpretación de este delicado momento en la historia de la Iglesia, especialmente en Occidente, se ha convertido en un campo de batalla: cada bando responsabiliza al otro de la crisis e intenta imponer su propia visión de la Iglesia. Algunos interpretan la situación actual como consecuencia del incumplimiento del Concilio; otros, por el contrario, ven el propio Concilio como la causa de cierto empobrecimiento de la comunidad y del testimonio cristiano. Estas interpretaciones opuestas, reflejadas en su rigidez, corren el riesgo de convertir en arma todo tradicionalismo y progresismo, atrincherando a la Iglesia en posiciones ideológicas que no surgen del discernimiento, sino del miedo.


Quizás la verdad sea más simple y exigente: en un cambio trascendental sin precedentes, incluso la Iglesia lucha por salvaguardar sus cimientos. Ante transformaciones rápidas y a veces indescifrables, la comunidad cristiana tiende a polarizarse, oscilando entre dos tentaciones opuestas: refugiarse en certezas intocables o abrirse a toda novedad para seguir siendo relevante. Pero ambas reacciones exponen a la Iglesia a un grave riesgo: transformar un tiempo de decadencia en uno de decadencia, donde no solo disminuyen los números, sino también la confianza, la claridad y la amplitud espiritual.


La decadencia se convierte en decadencia cuando la Iglesia pierde la conciencia de su naturaleza sacramental y se percibe como una organización social; cuando la fe se reduce a la ética o al bienestar, la liturgia a la representación, la teología se debilita y la vida cristiana se desliza hacia el moralismo.


En un contexto tan complejo, la tentación de simplificar es fuerte: la nostalgia del pasado o la expectativa de un futuro indefinido. Sin embargo, el propio declive puede convertirse en un tiempo de gracia, si se afronta sin miedo. Un tiempo que nos invita a abandonar la ilusión de una Iglesia siempre fuerte, siempre socialmente relevante, siempre en el centro de atención. Un tiempo que nos hace redescubrir la Iglesia como una obra que no nos pertenece, que no está garantizada por estrategias ni proyectos humanos, sino que florece cada vez que volvemos al corazón del Evangelio. Aceptar el declive no significa rendirse. Significa, más bien, alejarse de los conflictos que dividen y estérilizan todo diálogo. Significa no buscar soluciones inmediatas ni fáciles, sino aprender a permanecer fieles incluso cuando las costumbres se debilitan. Es una invitación a vivir con sobriedad y confianza, sin dejarnos llevar por el miedo ni la ansiedad de tener que salvarlo todo.


Este es el espíritu de los repatriados que regresan a Jerusalén: no reconstruyen toda la ciudad, sino que se dedican a una pequeña sección del muro, el trozo que está frente a su casa. Para nosotros también, la renovación llega a través de gestos humildes y concretos. Cada uno puede ofrecer un fragmento de su fidelidad, su paciencia, su caridad. Nadie solo puede renovar toda la Iglesia. Sin embargo, la Iglesia se renueva solo a través de la pequeña porción que cada uno de nosotros, día tras día, se compromete a reconstruir.


En definitiva, la Iglesia no es algo que se construya según nuestros propios criterios: es un don que hay que recibir, cuidar y servir. El Apocalipsis nos lo recuerda con fuerza: la «nueva Jerusalén» no surge de nuestras manos, sino que desciende del cielo, de Dios, ya preparada. Es la imagen más alta de la Iglesia como una realidad recibida, no producida: el hogar donde cada lágrima será enjugada y cada distancia salvada. Acoger a la Iglesia como un don —incluso hoy, en tiempos de decadencia y nuevos comienzos— significa vivir ya según la promesa que nos guía hacia esa plenitud en la que Dios será todo en todos.


Oremos:


Oh Dios, que con piedras vivas y escogidas preparas una morada eterna para tu gloria, continúa derramando sobre la Iglesia la gracia que le has concedido, para que el pueblo creyente progrese siempre en la construcción de la Jerusalén celestial. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.


P. Roberto Pasolini, OFM Cap.

Predicador de la Casa Pontificia


Meditación completa en

https://escucharlavozdelamor.blogspot.com/2025/12/p-roberto-pasolini-en-la-2-meditacion.html