José Delicado Baeza(+), arzobispo de Valladolid
Esta es la pregunta que me hicieron en el coloquio de una de las visitas pastorales a una parroquia rural. Como no la entendiese, se me explicó que la duda estaba entre la vela de la Candelaria o la del Jueves Santo. No obstante, tuve que insistir: ¿La mejor, para qué? Para los nublados, se me respondió.
Entones entendí hasta qué punto la sencilla devoción popular está a veces vinculada a cosas muy prácticas y concretas. ¡Se trataba de conjurar los nublados de la manera más eficaz y segura! Como el coloquio se desarrollaba en un clima de efusiva confianza, me permití insinuar que si uno se encuentra en la calle bajo un nublado que puede descargar, es preferible, si no quiere mojarse, llevar un paraguas y no una vela encendida. En seguida caí en la cuenta de que en esta pregunta entraba en juego el valor de la oración y de que la confianza mueve montañas, según se suele decir, expresión que también aparece en el Evangelio.
Es verdad que el poder de Dios lleva a estas cosas en su providencia ordinaria, por lo cual la Iglesia, sin que piense en intervenciones milagrosas necesariamente, ruega por la lluvia o por el alejamiento de la peste, entre otros males. Pero me pareció mejor, en esas circunstancias, aclarar que las prácticas religiosas deben servir primariamente para la transformación del corazón del hombre como medio de comunicación filial con Dios, puesto que para manipular la naturaleza ya están la ciencia y técnica. Y terminé diciendo que los ritos y las bendiciones no suplen nuestras responsabilidades humanas en la transformación del mundo.
Hay en el proceso de purificación de la fe un riesgo en el diálogo con los conocimientos y técnicas a que va accediendo el hombre. «La técnica hace tales progresos que está a punto de transformar la faz de la tierra», dice el Concilio. Un sentido ingenuamente providencialista de la vida y del cosmos queda desplazado por una interpretación científica del Universo. Cuando un hombre pasa de una sociedad en la que domina la civilización pretécnica (el mundo agrario tradicional) a otra más tecnificada e industrializada, corre el riesgo de ver hundirse su cosmovisión como un teatro de guiñol de cartón bajo la lluvia, si creía que Dios manejaba di- rectamente las cuerdas de los muñecos ahorrando a los hombres su responsabilidad y la acción de las fuerzas o leyes de la naturaleza; por este motivo, muchos sustituyen el rito y la oración por el medio técnico. Tienen la impresión de que en esta perspectiva los santos están de más.
La técnica moderna ha desmitificado una religión demasiado próxima a la naturaleza y a la agricultura, «la purifica de la concepción mágica del mundo y de las pervivencias supersticiosas, y exige cada día más adhesión verdaderamente personal y activa de la fe», enseña el Vaticano II. El hombre, por eso, necesita una recta interpretación de los sucesos, una nueva mirada sobre el mundo y una nueva conciencia de sí y de Dios en la que su acción providencia! integre todo el despliegue científico y técnico de las causas segundas. Esto reclama una asimilación religiosa de la técnica y de las esperanzas temporales del hombre. En este marco ha de descubrir el hombre el significado de su fe y el puesto que él mismo ocupa
Toda verdadera catequesis, como servicio a la fe, ha de tener en cuenta estas cosas; ha de apuntar a nuevas formas de fe más objetivas y personales, con las que se inmunizará al creyente en la interpretación del mundo y se le ofrecerá una visión consoladora del progreso, haciéndole comprender que éste, no sólo entra en los planes de Dios, sino que el mundo, al perfeccionarse, responde cada vez mejor al diseño de la mente divina. Tanto el progreso técnico como el social nos exigen que vivamos la fe con plena madurez y responsabilidad. De lo contrario parecería que la ciencia sustituye a la fe, la técnica al rito, el compromiso político a la misma vida cristiana, cuando la fe auténtica, por apoyarse en la palabra y en la fuerza de Dios, puede mantenerse firme en medio de todos los progresos imaginables, es una energía capaz de dinamizar el Reino de Dios y hacerlo presente entre los hombres, en valores de convivencia in- superables, y ayuda al hombre, no sólo para entrar en comunión con Dios, sino para convivir fraternalmente, de modo que todos los posibles adelantos lo sean de verdad y no se vuelvan contra él mismo. Por eso es menester que la fe, purificada de adherencias menos auténticas, progrese en madurez.