jueves, diciembre 24, 2020

NAVIDAD, FIESTA Y COMPROMISO

Atilano Alaiz

Compartir alegrías

Afima un conocido axioma psicológo: “Las penas compartidas se dividen; las alegrías compartidas se multiplican”. Comparto vuestras alegrías navideñas para que se multiplique, con todos los que quiero y somos más cercanos espiritualmente, con mis hermanos carnales, los sobrinos y sobrinas, hermanos y hermanas de la familia espiritual, los miembros de la “Comunidad San Pablo” (Vigo), de la “Comunidad San Felipe y Santiago” (Montevideo), del “Grupo Larpeira” (Vigo), y con todos lo amigos y amigas extendidos por distintas geografías. Esta es mi felicitación cordial, cálida y cariñosa. Es mi humilde aguinaldo para cada uno de vosotros, vosotras y también para vuestros familiares. Estoy seguro que “por vuestra disposición, vuestra hambre interio, el Señor os llenará de bienes”, como cantó María con la acogida de la reflexión.

Me parece oportuno hacer algunas indicaciones con respecto al uso de esta larga reflexión en torno a los misterios navideño. Creo que lo más fecundo será leerla entera en un primer momento para tener una visión global de ella, para, después, meditarla, contemplarla y orarla por apartados, de modo que sirva de tema para el encuentro con el Señor a lo largo de las celebraciones navideñas. Como podréis constatar, por encima de todo, son Palabra de Dios. Le doy la Palabra al Señor y a sus portavoces. La reflexión será más fecunda si es compartida. Por otra parte, una urgencia misionera: Gustarla, alimentarse con ella a solas, sería un egoísmo inadmisible. Procura, pues, sentar a tu mesa para que también se nutran con ella a los que quieres y ellos quieren, naturalmente. He escrito la reflexión con ganas porque sé que la consumiréis con ganas y la compartiréis con generosidad. Buen provecho. Gracias. Besos y abrazos a todos de la comunión en las alegrías navideñas. Vuestro hermano y amigo, Atilano.

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Navidad es, ante todo, fiesta

Pablo lanza un pregón que ha de dar el tono a toda nuestra vida, personal, familiar, comunitaria y social: “Como cristianos,estad siempre alegres; os lo repito: estad siempre alegres” (Flp 4,4). Hay que advertir la reiteración que hace de la consigna: “os lo repito”, por si alguien de sus lectores tomaba a la ligera la consigna. Y hay que advertir que que Pablo señala que nuestro estado habitual y permanente ha de ser la experiencia de la alegría: “estad siempre. La alegría para el cristiano no puede ser sólo algo circunstancial: en los días de sol, en los días de éxito, en los días de salud desbordante. La verdadera alegría cristiana desafía los días de tormenta, de fracaso y de sufrimiento. Es la experiencia que vive y confiesa el propio Pablo: “Me siento lleno de ánimos, reboso de alegría en todas mis penalidades” (2 Cor 7,4). Es la experiencia de todos los demás Apóstoles. De Pedro y Juan, afirma Lucas en Los Hechos de los Apóstoles: “Salieron del Consejo contentos de haber padecido aquel ultraje (los 49 azotes legales por blasfemos por proclamar que Jesús es el Mesías) contentos haber merecido aquel ultraje por causa de Jesús” (He 5,41). Es la experiencia a la que hace referencia Jesús, de la mujer parturienta que sufre los grandes dolores del alumbramiento en el cuerpo, pero que goza de profunda alegría en el alma, porque está con los brazos abiertos para acoger y besar al hijo soñado. Es una experiencia agridulce en la que permanece inextinguible la alegría (Jn 16,21). No hemos de olvidarlo jamás: El Evangelio es Buena Noticia, un pregón que invita a la alegría honda y permanente: Así lo proclamaron los ángeles mensajeros a los pastores (a todo el mundo): “Os traigo una buena noticia, una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: Os ha nacido un Salvador” (Lc 2,10-11). El Movimiento de Taizé tiene como sagrado un lema que repite: “El cristianismo es una fiesta. Cristo enciende una fiesta continua en el corazón del hombre”. Dicen con toda verdad que se trata de una fiesta continua, no a ratos, no circunstacial, también en tiempos del coronavirus. Las celebraciones litúrgicas, las lecturas bíblicas, los encuentros gozosos en familia, en grupos de amigos, las comunicaciones afectuosas en estas fiestas navideñas han de ser más leña al fuego, a la hoguera de la alegría, para que crezca en nuestro vivir cotidiano, para que el 2021 sea más alegre y jubiloso.

Alegrías de fuera adentro

Pero hay que distinguir entre alegrías de fuera adentro y alegrías de dentro afuera. Unos amigos y amigas organizan un día de fiesta, un banquete, sin nada que celebrar, simplemente porque, según su confesión “llevamos un tiempo sin celebrar nada, estamos un poco aburridos, y hay que levantar los ánimos”. En cambio, otro grupo de amigos y amigas, organizan una fiesta, un banquete, porque “un par de miembros del grupo han sufrido una operación peligrosa y han salido bien; están recuperados”. Hay fiestas y fiestas. Hay fiestas que se organizany se celebran “para” estar alegres, para romper la monotonía de la vida; y hay fiestas que se organizan y celebran “porque” se está alegre. En el primer caso, la fiesta es la causa de la alegría; en el segundo caso, la fiesta es el efecto de la alegría. Ha habido un acontecimiento gozoso y las personas que han sido agraciadas con él exclaman espontáneamente: “Esto hay que celebrarlo”. Este es el caso de Mateo y de Zaqueo al sentirse liberados interiormente de sus esclavitudes y agraciados con la amistad del Liberador: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19,9; Mt 9,10). Las alegría que van de fuera adentro duran poco (lo que dura la carcajada por un chiste gracioso, el tiempo que dura el regusto de manjares exquisitos en u banquete; luego renace de nuevo el aburrimiento de la rutina. Todo queda en una billetera más vacía, en un colesterol más alto, y el anhelo de otra fiesta para romper la monotonía. Todo se reduce a comentar: “¡Qué bien lo pasamos!” En estas fiestas convencionales sucede, como confesaba Francisco Javier a Ignacio de Loyola, estudiantes los dos de la Universidad de París: “¿Qué es lo que me pasa que, después de mis triunfos universitarios, hay algo dentro de mí algo que no se ríe?” A lo que le responde Ignacio de Loyola: “Lo que ocurre es que te estás traicionando. Javier, en el fondo de ti mismo, sin darte cuenta, estás anhelando más que unos breves aplausos, estás hambreando valores profundos y eternos, la amistad de Jesús de Nazaret”. Javier se rindió. El amor de Jesús le enloqueció. Las alegrías de fuera adentro son las alegrías de quien tiene la casa revuelta e inhóspita y huye fuera de ella hacia la calle para distraerse y distenderse. Las alegrías que vienen de fuera hay que esperarlas como se espera que caiga la lluvia sobre la plantación reseca; no dependen de uno; dependen de que ocurra un acontecimiento halagüeño, el trato de los demás, sus alabanzas, del éxito pasajero. Esta es, tristemente, la Navidad, la Pascua, el Pentecostés y fiesta del Patrono de la parroquia de muchos. El estudio Global Happiness 2020 deja constancia de que sólo el 38% de los españoles afirma ser feliz. ¿Y todos los que se confiesan felices lo son de verdad? ¿De qué felicidad hablan?

Alegrías de dentro afuera

Hay otras alegrías que, en dirección contraria a las anteriores, que van de dentro afuera que se verifican en las fiestas que organizan Mateo y Zaqueo para celebrar su renacimiento, su nacimiento a una vida enteramente nueva (Mt 9,10; Lc 19,9). Un amigo mío, convertido gracias a la lectura de mi libro “Vivir, ¿para qué?", organizó un banquete con su familia y sus amigos para celebrar el comienzo de una nueva vida. No están alegres porque hay fiesta, sino que hay fiesta porque están alegres. Aquí la alegría no acaba con la fiesta, sino que la fiesta sigue. Son las alegrías de Mateo y Zaqueo, del pastor que encontró a su oveja extraviada, la de la ama de casa que encuentra la moneda perdida, la del padre que recupera al hijo perdido, la de Lázaro por haber revivido no se acabó con el banquete; más bien, empezó. Las alegrías que nacen de dentro no hay que esperar que “lluevan” los acontecimientos gratos, o que “nos alegren” los otros. Como caudalosamente señala Jesús en el relato de la Samaritana, no hay que esperar que llueva ni hay que ir a pozos extraños a coger agua, sino que cada uno tiene en el hondón de su ser un manantial: “El que beba agua de ésta vuelve a tener sed; el que beba el agua que yo voy a dar nunca tendrá sed: porque esa agua se convertirá dentro en un manantial que saltará para una vida sin término” (Jn 4,14). Los cristianos deberíamos tomar más en serio esta promesa divina de Jesús. ¡Supone tanto para una vida fecunda y feliz! ¿Hay en nuestra vida personal, familiar o comunitaria experiencias nuevas, cambios fecundos que podemos celebrar con el misterio de la Navidad como alegría que vienen de dentro a fuera? ¿Cuáles?

La fiesta continua de los cristianos

¿Qué razones para esa alegría continua nos grita el misterio de la Navidad? Pues, porque, como dice Jesús, somos importantes para Dios, su Padre y nuestro Padre (Jn 20,17). Tan locamente nos quiere que nos ha hecho el regalo supremo: “Tanto ha amado Dios al mundo que le dio a su Hijo único” (Jn 3,16). “Le envió para que fuera el Hermano Mayor de una muchedumbre de hermanos para que reproduzcamos los rasgos de su espíritu” (Rm 8,29-30). No sólo eso: “permitió que muriera en una cruz como un vulgar delincuente. Siendo así, ¿cómo es posible que con él no nos lo regale todo? (Rm 8,32-33). San Pablo y san Juan nos invitan al asombro ante el amor enamorado de la Familia Divina a nosotros: “Mirad qué magnífico regalos nos ha hecho el Padre: Que nos llamemos y seamos de verdad sus hijos; y ahora todavía no sabemos todo lo que esto significa” (1 Jn 3,1). San Pablo nos señala que el Espíritu nos impulsa a dirigirnos al Padre con toda ternura llamándole “Abba” (Papá). ¡Sorprendente! 
-"¿Por qué lloras, Sor Teresa del Niño Jesús? ¿Te has puesto mala?” -le pregunta la compañera con la que está bordando en la galería del convento de Lisieux (Francia). 
-“¡Oh, no!” -responde-. 
-“Entonces, ¿por qué lloras?” – le replica la compañera-. 
-“Es que me he acordado de que Dios es mi Padre; y siempre que me acuerdo, me saltan las lagrimas de alegría” 
He aquí una alegría que viene de dentro y convirtió la vida de santa Teresa de Lisieux en una “fiesta continua”, a pesar de las enfermedades crónicas que la aquejaron toda la vida y de las incesantes agresiones de su entorno.

Parangonar la fiesta del Nacimiento de Jesús con cualquier aniversario de los personajes más eminentes de la historia es empequeñecerlo absurdamente: Cervantes nos dejó sus obras, asombro de belleza, Velázquez el prodigio de sus cuadros, Miguel Ángel Buonarrotti, su herencia artística asombrosa, pero murieron, no podemos entrar en comunión con ellos, no puede haber interacción; pero el Niño recién nacido hace veintiún siglo y recostado en un pesebre, cuyo nacimiento estamos celebrando, es ahora el Resucitado, está entre nosotros, vivo y operante, aunque inalcanzable para los sentidos. No importa. Lo que importa es saber, a ciencia divina, que es Dios, que Dios se ha hecho uno de nosotros, que le podemos tutear, que es nuestro Hermano Mayor (Jn 20,17); que es nuestro Amigo: “No os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15,14); somos más que hermanos y amigos: Formamos un todo con él: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos “ (Jn 15,5); afirma Pablo: “unidos a Cristo formamos un solo cuerpo” (Rm 12,5). ¿Cómo no nos va a amar, a amparar, a mirar por nosotros si “somos carne de su carne y hueso de su hueso?” (Ef 5,29). Nos conoce a cada uno, nos llama por nuestro nombre (Jn 10,3), como llamó por el suyo a Pedro, a Felipe, a María, a Zaqueo. Somos importantes para él. Hay que decirle con el alma enardecida: ¡Qué bueno que viniste!

“Con vosotros me quedo”

Y,  con más entusiasmo todavía, gritar: ¡Qué bueno que te quedaste con nosotros! Nos dice como a los Apóstoles, que sentían nostalgia ante la posible ausencia del querido Maestro: “Mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). En todo momento. Me resulta contradictorio y extraño que cantemos: “Ven, ven, Señor, no tardes; ven que te esperamos”. Esto es lo que cantaban los judíos en su adviento de siglos y a los que el Bautista gritaba señalándole con el índice de su mano derecha: “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Estamos llenos de la presencia de este Niño, hoy el Resucitado. Como señalaba gozosamente santa Teresa: “No le podéis echar de vosotros mismos”. Volvemos la mirada a nuestra interioridad: allí está él junto con el Padre y al Espíritu: “Si alguno me ama, pondremos nuestra morada en él” (Jn 14,23). Santa Teresa compara nuestro espíritu a un castillo en cuya morada central habita el Señor que quiere entablar una comunicación amorosa con nosotros. San Agustín llega a decir: “Él nos es más íntimo que nuestra propia intimidad”. Nos es más cercano a nosotros que nosotros mismos. Si nos reunimos en familia o en grupo, allí está él indefectiblemente: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí en medio de ellos estoy yo” (Mt 18,20). Nos asegura también como a la comunidad de Laodicea: “Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Ap 3,20). En cada encuentro eucarístico nos dice a nosotros como hace veintiún siglos dijo a aquellos sus primeros discípulos algo desconcertante y asombroso. No se contenta con darnos un abrazo y besos; no se contenta con hacernos algún regalo cariñoso, sino que se nos ofrece enteramente: “Tomad y comed; esto es mi cuerpo; tomad y bebed, esta es mi sangre” (Mt 26,26-29). ¡Asombroso! Se hace nuestro alimento y nuestra bebida para transformarnos en él. En el quehacer de cada día, en nuestro trabajo profesional, en las labores de casa, en nuestros andares como en los de los discípulos de Emaús, “entre pucheros anda el Señor, le tendréis en todas partes”, testimonia desde su propia experiencia santa Teresa de Jesús. Nos encontramos con cualquier persona para comunicarnos, topamos con él, porque está identificado con el prójimo, con cualquier prójimo. Tal vez nos pase como a los de Emaús: Soñamos con su presencia, imploramos la ayuda de quien camina con nosotros, aunque por nuestra ceguera interior no sintamos su presencia. “Está siempre vivo para interceder por nosotros” (Hb 7,25). Si nos reunimos como pueblo sacerdotal para alabar, bendecir y glorificar a la Familia Divina, allí está él presidiendo la asamblea; le escuchamos como sus oyentes de hace ventiún siglos; está presente en su Palabra, la Palabra definitiva. ¡Qué misterio incomprensible: Dios que se hace niño y llora en el pesebre, se hace también Pan y Vino para identificarse con nosotros! Esta es la Navidad que nos corresponde vivir a los cristianos en serio, y no en serie. Esta es la alegría más verdadera y profunda, nuestra alegría de la Navidad y de la vida entera. Es la alegría desbordante de Francisco de Asís, de quien afirman sus biógrafos que, después de haber montado en primer belén de la historia, “se pone a cantar y a bailar como hombre que ha perdido el juicio”.

Con las manos llenas

De lo que se trata, pues, no es de esperarle, sino de acogerle, porque él es el “Enmanuel” (Dios con nosotros), siempre con nosotros. Afirma por boca de Juan en el Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Ap 3,20). Jesús promete al que le abra, una fiesta continua por todo lo alto”. Este es el desafío navideño: Hacer que crezca nuestra amistad y nuestra intimidad con Jesús de Nazaret, que sea en nuestras vidas lo que le corresponde ser: Hermano, Amigo, Maestro y Señor. Recordemos el símbolo con el que nos presenta Santa Teresa el espíritu humano: El castillo interior, en cuyo salón central habita el Señor. Lamenta la santa la hospitalidad descortés hacia el Señor del castillo a quien dejamos sólo sin poder alentarnos, mientras el hospedero vaga por las cercas del castillo pobladas de alimañas, sapos, serpientes y alacranes, mientras el Señor está llamando a la puerta para intimar con el alma, pero ella está fuera de sí vagando por las cercas inmundas de los goces de los sentidos y de los sentimientos bajos e inhumanos.

Jesús es “Enmanuel” (Dios con nosotros), pero su presencia junto a nosotros no es de mero espectador, sino que sigue realizando hoy las maravillas que realizó durante su vida terrena, pero ahora de forma invisible, a través de mediadores. Nos dice a nosotros lo que dijo a sus contemporáneos pensando en nosotros: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré” (Mt 11,29). “Yo he venido para que tengáis vida, pero una vida abundante” (Jn 10,10). Viene a nosotros no para abrumarnos con obligaciones, sino para derramar sobre nosotros la energía del Espíritu. “La Ley se dio por Moisés, por Jesús, el amor y la gracia” (Jn 1,17). Señala santa Teresa: “A nuestro Rey sacratísimo le falta mucho por dar; nunca querría hacer otra cosa, si hallase a quien; que nunca se os olvide, no se contenta el Señor con darnos tan poco como son nuestros deseos” (F 6,1). Está junto a nosotros con las manos llenas, esperando que abramos las nuestras para recibir su aguinaldo. Su presencia es siempre liberadora. Recordemos los encuentros pascuales con los de Emaús, con María Magdalena, con el grupo de los Apóstoles. Este Niño cuyo nacimiento evocamos y celebramos es ahora nuestro intercesor ante el Padre, “vive siempre para interceder por nosotros” (Hb 7,25). Palpamos el drama de los inmigrantes, su lucha a muerte para llegar a un paraíso meramente imaginario, pues Jesús ora, actúa nos tiende la mano; empeña su palabra divina: “Os prepararé un sitio para llevaros conmigo; para que donde esté yo, estéis también vosotros” (Jn 14,3). ¿Qué más podríamos soñar? San Pablo nos invita, en consecuencia”: “Que la esperanza os mantenga siempre alegres” (Rm 12,12). La comprensión de la vida y de la historia que el Niño recién nacido, que es “la boca de Dios Padre, su imagen cabal” (Jn 14,9), es sencillamente fascinante: Nos ofrece el mapa de la vida: Nos dice de dónde venimos; que somos fruto de una corazonada de Dios; nos indica a dónde vamos, al hogar del Padre, a una vida de ensueño, inimaginable; y nos señala el camino, que es él: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida· (Jn 14,6). ¿Qué más podemos pedir y esperar?

Navidad también es compromiso

Hay otra presencia de Jesús, que es una gracia también para nosotros. Es la presencia en el prójimo, sobre todo en el desvalido; una presencia indiscutible porque él mismo lo afirma categóricamente: “Todo lo que hiciéreis a uno de estos mis hermanos pequeños a mí me lo hacéis” (Mt 25,40). No dice “lo consideraré como si me lo hubierais hecho a mí”, sino “me lo hacéis a mí”. Si hubiera nacido entre nosotros y hubiera sonado la llamada de socorro por sus carencias y necesidades, no hubieran cabido nuestras ayudas en su humilde vivienda de Belén. Y nos hubiéramos sentido felices con la oportunidad de ayudar a la familia. Esa venturosa oportunidad la tenemos aquí y ahora, porque sufre muchas carencias en sus hermanos y nuestros hermanos, “que son carne de su carne, miembros suyos· (Ef 5,29). Así lo han vivido los grandes creyentes, santos. Afirma Benedicto XVI: “Pienso, por ejemplo, en Martín de Tours (+397), que primero fue soldado y después monje y obispo. A las puertas de Amiens (Francia) compartió su manto con un pobre; durante la noche, Jesús mismo se le apareció revestido de aquel manto, confirmando la perenne validez de las palabras del Evangelio: “Estuve desnudo y me vestisteis… Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,36.40). Lo de menos es que el Señor se nos aparezca en sueños para agradecernos los gestos con que le expresamos nuestro amor y ayuda en la persona del prójimo. Lo importante es saber que nuestros donativos en alimentos, en dinero, en tiempo de compañía, en palabras de aliento, en nuestro compartir generoso, en nuestros gestos de servicio a los demás, él se ha sentido agraciado y nos está agradecido como se lo agradeció a san Martín de Tours, como la mejor liturgia, “como el culto que más le agrada”, en expresión del Papa Francisco (Alegraos y regocijaos, 104). ¡Todo un privilegio!, porque, además, añade Jesús: “Cual que le dé a beber aunque sea un vaso de agua fresca a uno de esos humildes porque es mi discípulo, no perderá, su paga, os lo aseguro” (Mt 10, 42). ¡Promesa divina categórica!

Hay una parábola esclarecedora a este respecto. Un profeta anuncia a una población que les va a visitar Jesús en el espacio de una semana. La población desborda de alegría. Todo el pueblo se moviliza para engalanar sus calles; hacer arcos vistosos, llenas las calles de banderitas. Cuando todos los habitantes están ocupados en la tarea, un día les visita un emigrante enteramente desamparado, otro día un mendigo, otro un hombre desempleado y en apuros económicos, otro día una mujer maltratada; a todos ellos les responden lo mismo: “Estamos muy ocupados porque nos va a visitar un personaje muy importante”. Pasa la semana, pasan diez días, y la población, al ver que Jesús no se hace presente, pasan la queja al profeta: “Nos has mentido; aquí no se ha presentado Jesús”. “¿Cómo que no se ha presentado Jesús? -replica el profeta-. Ha estado varias veces. ¿No ha pasado un emigrante, un hombre sin trabajo, una mujer maltratada? Ese era Jesús encarnado en ellos. Si les hubierais acogido a ellos, le hubierais acogido a él”. La parábola está cargada de teología. San Camilo de Lelis veía a Jesús tan identificado con los pobres y enfermos, que cuando les curaba e higienizaba, les hablaba y oraba como si fueran el mismo Jesús en persona. Navidad también es compromiso de lucha por un entorno mejor. En ella ratificamos nuestro compromiso de hacer de nuestra vida personal, familia y comunitaria, un grito profético por un entorno mejor, por el crecimiento del Reino inaugurado por el Niño recostado en un pesebre y muerto en una cruz. El Papa Francisco nos alerta: “No se trata sólo de realizar algunas buenas obras, sino de buscar un cambio social” (Papa Francisco, Alegraos y regocijaos, 99). Urge la lucha por una sociedad que deje de ser una fábrica de pobres, de descartados, de indiferentes y se transforme en una sociedad de hermanos. Martín Luther King lamentaba dolorido: “Somos testigos de los avances prodigiosos de la técnica: Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido a vivir como hermanos”. Todos podemos poner nuestro grano de arena para que nuestro entorno sea más fraterno. Esta es la Causa de Jesús, que vivió y murió para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52).

Claro que ha de haber Navidad a pesar del mal tiempo de las circunstancias adversas en que nos toca festejarlas. Porque la verdadera Navidad no depende de factores externos, sino de la actitud del corazón. Podemos incluso convertirlas en las más fecundas y felices porque son menos bulliciosas y agitadas, pero que las convertimos en más íntimas y profundas. Para ello hay que pasarse tiempo ante el belén con el Nuevo Testamento abierto, sobre todo en el prólogo del evangelio de Juan. Es preciso regalarnos silencio, contemplación. Y diálogo intimo, a corazón abierto. Es preciso regalarnos ternura que dure, no circunstancial. Y gozaremos de la Navidad más fecunda y feliz. Confesaba Nelson Mandela: “Lo peor del sufrimiento no es el sufrimiento en sí, sino tener que afrontarlo solo”. El filósofo cristiano Gabriel Marcel asegura: “En realidad de verdad, no hay sino un dolor: estar solo”. La soledad que, con frecuencia va acompañada de una ruidosa agitación, de jolgorio y un consumismo feroz que, que convierte en otra pandemia, como señala el Papa Francisco es otra pandemia (EG,87).

El virus más globalizado que confina a las personas, las encierra en sí mismas y rompe toda comunicación verdadera de los espíritus, es el egoísmo en todas sus expresiones. El egoísmo es el que convierte la convivencia humana en yuxtaposición de soledades. Frente a este virus, la vacuna del amor y la fraternidad, que son trasfusión de vida, la que el Hijo de Dios ha venido a ofrecernos: “He venido para que tengáis vida, pero una vida abundante” (Jn 10,10). La celebración de la Navidad nos lo recuerda. Nuestra Navidad va ser fecunda y feliz porque, liberados de meros formulismos y deseos vanos, no solo nos deseemos felicidades, sino que nos las brindemos mutuamente. No lo olvidemos jamás; es un dogma psicológico: La felicidad se obtiene cuando se regala a los demás, cuando uno se pregunta: ¿qué puedo hacer para que los demás se realicen y sean felices? Entonces, sólo entonces, no sólo será feliz nuestra Navidad, sino que convertimos la vida entera en una fiesta.

PARA REFLEXIONAR, COMPARTIR Y DECIDIR

Lecturas bíblicas: Juan 1,1-14: “Puso su tienda entre nosotros”
Rm 8,15-21: “Somo hijos en el Hijo”

1º- Creo que hay que subrayar el pensamiento…, la afirmación, el párrafo…
2º- La Palabra de Dios y la reflexión han suscitado en mí sentimientos de…
3º- Quiero compartir con mi familia, mis amigos, mis compañeros de grupo y
comunidad mis experiencias de Adviento…
4º- El Espíritu Santo, con las lecturas bíblicas y la reflexión ha suscitado, a
nivel personal, matrimonial, familial, grupal y comunitario, los compromisos de…