Esta afirmación del Papa aparece en varias publicaciones. En una conversación con nuestro director dijo: «Hay una palabra muy maltratada: se habla mucho de populismo, de política populista, de programa populista. Pero esto es un error. “Pueblo” no es una categoría lógica ni una categoría mística, si la entendemos en el sentido de que todo lo que hace el pueblo es bueno o en el sentido de que el pueblo es una categoría angelical. ¡No! Es una categoría mítica, si acaso. Repito: “mítica”. Pueblo es una categoría histórica y mítica. El pueblo se hace en un proceso, con el empeño dirigido hacia un objetivo o un proyecto común. La historia es construida por este proceso de generaciones que se suceden dentro de un pueblo. Hace falta un mito para comprender al pueblo. Cuando explicas qué es un pueblo utilizas categorías lógicas, porque lo tienes que explicar: esas categorías son necesarias, por cierto. Pero no explicas así el sentido de la pertenencia al pueblo. La palabra “pueblo” tiene algo más que no puede explicarse de manera lógica. Ser parte del pueblo es formar parte de una identidad común hecha de lazos sociales y culturales. Y esta no es una cosa automática. Más aún: es un proceso lento, difícil… hacia un proyecto común» [3. A. Spadaro, «Le orme di un pastore. Una conversazione con Papa Francesco», en Papa Francesco, Nei tuoi occhi è la mia parola. Omelie e discorsi di Buenos Aires (1999-2013), Milán, Rizzoli, 2016, p. XV-XVI.]
Y, en fecha reciente, en otra entrevista, dijo el Papa: «Para comprender a un pueblo, comprender cuáles son sus valores, es necesario entrar en el espíritu, el corazón, el trabajo, la historia y el mito de su tradición. Este punto está realmente en la base de la teología denominada “del pueblo”. Significa ir con el pueblo, ver cómo se expresa» [4. D. Wolton, Pape François. Rencontres avec Dominique Wolton. Politique et société. Un dialogue inédit, París, Éditions de l’Observatoire, 2017, pp. 47-48.] Por tanto, también para «predicarle al pueblo hay que mirar, saber mirar y saber escuchar, entrar en el proceso que vive, sumergirse» [5. A. Spadaro, «Le orme di un pastore…», op. cit., p. XVI.]
En estas palabras del Papa encontramos algunos elementos que nos invitan a una reflexión: la distinción entre «categoría lógica» y «categoría mítica», distinción que lleva a reflexionar acerca del método; las expresiones que permiten entrar en el corazón del pueblo, que determinan el objeto de la reflexión y la necesidad de «ir con el pueblo», que nos señala el lugar teológico de la reflexión.
Al principio de su estudio sobre Dostoievski afirma Guardini lo mismo que escuchamos decir a Bergoglio: «El pueblo es un ser de existencia mítica» (19). Pero ¿qué significa que pueblo sea una «categoría mítica», que el pueblo tenga «una existencia mítica»?
Los mitos de Platón
Una primera aclaración debemos buscarla en la enseñanza de Platón, uno de los maestros del pensamiento de Occidente, cuya reflexión filosófica partía, precisamente, de las expresiones míticas. Sintetizando, podemos decir que, para Platón, el mito es expresión de ese nivel de la existencia intermedio entre el mundo de las ideas y el mundo material [6. Cfr J. L. Narvaja, «Ciudades visibles e invisibles. Una reflexión a partir de Italo Calvino», en La Civiltà Cattolica Iberoamericana, 2018, II, n. 13, pp. 7-19.]. Es el seno materno, la matriz donde se generan las realidades concretas a partir de una idea eterna.
Platón recurre a los mitos para expresar las realidades complejas, pues el mito está relacionado con la idea, aunque no es la idea y está relacionado con lo concreto, pero no es simplemente lo concreto. Es expresión de la tensión que hay entre lo histórico y lo transhistórico, entre lo trascendente y lo inmanente.
A diferencia de las afirmaciones categoriales lógicas, el mito insinúa la complejidad de la realidad y nos da elementos para conocerla en esa complejidad, pero no tiene la pretensión de agotarla.
El mito es expresión de la búsqueda de lo eterno, ya sea del hombre concreto, individual o colectivo. En este sentido, el mito representa un esfuerzo por encontrar el sentido subyacente al acontecer histórico, y en esto está su trascendencia, su valencia teológica. Pero al mismo tiempo debemos subrayar que el mito no se opone a la vida concreta del hombre concreto y a los hechos irreversibles de la historia. Se trata de un relato humano en el que se manifiesta el sentido eterno (ideal, según la comprensión platónica) que subyace a la realidad concreta de los hechos históricos, que por esto mismo son únicos e irrepetibles. El mito expresa una forma de afrontar la existencia «con sentido» y de hacerse cargo de la historia y de la vida con responsabilidad.
Cuando Guardini y el papa Francisco nos sitúan en un plano mítico de la realidad nos invitan a situarnos en un nivel de la percepción, de la comprensión y de la reflexión con características propias.
El espíritu del pueblo ruso según el análisis de Guardini
Al considerar al pueblo como categoría mítica se pone de relieve que no se trata de la fría abstracción de un concepto, sino de una realidad viva. Pueblo no es sin más la suma de los individuos, es una realidad en tensión por su origen y vocación, por el lugar que ocupa en un mundo material, mundo al que debe darle un espíritu. Guardini lo entiende como «la esfera propia y primigenia de lo humano, y es por su inclusión en ella que los hombres adquieren el carácter de pueblo. Y el pueblo así concebido está cerca de Dios» (19).
Se trata de hombres individuales, con vidas personales, pero que están cobijados bajo este mito común que los reúne en torno al sentimiento de una raíz común, de una vocación compartida y de un sentido que lo trasciende. Principio, fin y sentido de su existencia —expresados en el mito— y que toman formas diversas —personales— en la vida de cada personaje.
Pero la pertenencia a un pueblo concebido de esta manera no es algo automático. Señala Guardini una condición para que el hombre pertenezca a esta categoría de pueblo. Se supone que el hombre «no se desprenda, no se libere del ser tal como se da en su forma simple y elemental; que no reflexione, que no haga uso de sus facultades críticas; en suma, que no se convierta en algo artificial» (37) [7. Dostoievski desprecia a los intelectuales. Nos aclara Troyat que, desilusionado de los intelectuales de su época que buscaban imitar la cultura europea y despreciaban, por tanto, la cultura y al pueblo ruso, Dostoievski se halla «apartado del mundo intelectual. Ya no recibe cartas. Ya no lee libros. El Evangelio es su único alimento moral, y el Evangelio es ya el triunfo del corazón sobe la mente»: H. Troyat, Dostoievski, Buenos Aires, Emecé Editores, 1996, p. 143].. La característica fundamental que rescata Guardini en el pueblo como aparece en Dostoievski es su relación con las «realidades fundamentales del ser» (ibid.): con la naturaleza y con el destino.
Pero esta relación con la naturaleza no significa naturalismo. No aparece como naturaleza pura, sino que en la naturaleza aparece Dios que «está frente a él [al pueblo] como Aquel que todo lo crea, que todo lo gobierna, que todo lo asigna y como Aquel a quien encontramos asimismo en la vida cotidiana» (37).
Esta relación con la naturaleza en la que el pueblo descubre la presencia de Dios tampoco significa panteísmo. Hay una clara distinción entre Dios y la creatura. Sin embargo, tanto el mundo como la vida del hombre están en Dios, están «haciéndose en las manos de Dios» (77).
No es una identidad con la naturaleza ni una identidad con Dios. Hay una íntima relación con ambos sin identificarse y sin acentuar la distancia. Puntualiza Guardini: «Sentimos el misterio del amor de Dios por el mundo, sentimos que el mundo no le es indiferente, sentimos el misterio del corazón de Dios y que el mundo está cerca de él; el misterio de una unión que nada confunde, que pone a salvo todas las diferencias que hay entre Dios y la creación, unión empero que abraza todas las diferencias en una unidad última e inexpresable» (77).
Es esta la expresión de la tensión en que vive el pueblo: entre la naturaleza y Dios, entre la realidad presente y la vocación a un destino futuro; entre la libertad de su elección y el destino que se impone sin contar con su libertad.
La santidad de un pueblo de pecadores
A veces tenemos la sensación de que Dostoievski idealiza al pueblo. Sin embargo, cuando nos encontramos con los personajes de sus novelas no podemos decir que los idealice. Su mirada no está teñida de romanticismo —de manera que pierda de vista la realidad de la existencia del pueblo—. Señala con toda crudeza los rasgos viciosos y destructivos de sus personajes: la codicia, la depravación y la degradación aparecen descritos con un crudo realismo. Y sin embargo, siempre es «el pueblo de Dios» (23).
Todos los personajes experimentan las tensiones de la existencia: el mal, el dolor y el pecado. Todos se encuentran en algún momento ante la disyuntiva y cada uno debe buscar cómo superar las tensiones, oposiciones y contradicciones; «las mujeres piadosas y ambas Sonias (en El adolescente y Crimen y castigo) cumplen esa superación en el inconsciente heroísmo de su olvido de sí mismas»; Makar, el peregrino de El adolescente y el stárets Zósima de Los hermanos Karamázov aparecen anclados en una «unión indestructible con las grandes fuerzas del ser» (66) y superan esas contradicciones en «su capacidad de abrazarlo todo con la fuerza luminosa de sus libres corazones; Alíoscha Karamázov lo hará en virtud de su fuerza angélica» (146-147).
Guardini subraya dos características en los personajes de Dostoievski que son propias del hombre del pueblo como consecuencia de su relación con la naturaleza: la obediencia y la paciencia. Estas virtudes aparecen claramente en las dos Sonias, que aceptan el dolor como destino —esto es, en la cruz que les impone la existencia— y, por tanto, «con una actitud creyente» de obediencia y aceptación conscientes de que en ese dolor se cumple «la redentora transformación de la existencia» (66).
Pero con mayor fuerza se puede apreciar lo que significa una vida estrechamente unida a la naturaleza en una actitud de obediencia a Dios y de paciencia ante el destino si tenemos en cuenta los personajes en los que faltan estas virtudes. La luminosidad del hombre del pueblo resalta mucho más ante la oscura vida de quienes han decidido separarse del pueblo y no cobijarse bajo este mito. El más claro ejemplo de quien rechaza al pueblo es Iván Karamázov. En él se cumple de manera negativa aquella afirmación: «Quien abre su corazón al misterio de ese pueblo humilde y creyente, en el que constantemente se realiza el misterio de la acción creadora y redentora de Dios, se abre al mismo Dios», porque «quien no cree en Dios tampoco cree en el pueblo de Dios» (23).
Iván se encuentra ante la misma disyuntiva de la existencia, pero no renuncia «a su loca pretensión de superhombre […] a su presunta soberanía sobre el bien y el mal» (112). Rechaza lo que Guardini ha señalado como la característica basilar del pueblo: «la realidad como misterio de Dios»; de aquí que niegue «la actitud que acepta esa realidad, esto es, la obediencia y la paciencia» (136). En la tensión y contraposición entre el bien y el mal, Iván no admite «ser salvado por el amor de Dios»; prefiere afirmar «de un modo definitivo, el mal de este mundo» (146) en «un movimiento de titánica protesta contra Dios» (147) al estilo del Fausto, en que lo finito asume el carácter propio del infinito (204-205). No se trata de ateísmo, sino de rebeldía. Iván «cree en Dios, pero no acepta su creación» (170-171).
La consecuencia de esta actitud de rebeldía es neta, pues «lo que en verdad resulta no es sino la desnuda finitud, esa finitud que ya no tiene el valor de un símbolo, que ya no tiene una ubicación y que ya no se sabe abrazada por Dios. Alrededor de él no hay sino la anonadadora nada» (206).
La transformación del mundo
En la naturaleza aparece el obrar redentor de Dios, por medio de Jesucristo que invita al hombre a unirse a él en vistas a una nueva creación. Por eso la tierra, la naturaleza y el pueblo no son naturales sin más, sino realidades redimidas (cfr 20-22).
En este marco, todo el acontecer —el destino— aparece visto como voluntad de Dios con la que hay que conformarse. Dios está presente en el mundo. Es el creador. La creatura debe ponerse de su lado y dejarse transformar. Esta transformación personal interior es el primer paso —necesario— que permite la transformación del mundo en una nueva creación (cfr 82-83). Es una participación en esa acción de Dios que Guardini señala presente en las fuerzas de la naturaleza.
Iván Karamázov ha transformado el mundo sin haberse dejado transformar. Ha quedado «librado a su razón individual» y a «su voluntad subjetiva» y, por eso, solo percibe el mundo como si estuviera «penetrado por el espíritu demoníaco» (170). Este quiebre le exige una decisión: o permanece en la rebeldía, o crea una nueva relación con el mundo y con Dios en un lazo que dé sentido a su vida.
El dolor, el pecado y el crimen pueden superarse cuando el individuo consigue entrar en contacto, de nuevo, con esas fuerzas telúricas (173). En Crimen y castigo, Raskolnikov ha matado para conquistar una libertad ilusoria. Ha luchado contra sí mismo y contra Dios. Sin embargo, al final es perdonado. Cristo lo reencontró porque, sin saberlo, él buscó a Cristo (290). Guardini considera esta posibilidad en el plano de un proyecto personal, un «trabajo» o «misión que en otros terrenos de la existencia hacen nacer una nueva relación con Dios» (170).
Y aquí llegamos a las afirmaciones más profundas de Dostoievski. La pertenencia al pueblo, la relación con la naturaleza y con Dios no significan una automatización del proceso salvador. El hombre se encuentra en medio de estas tensiones que le exigen tomar una decisión y, si no quiere tomar un camino equivocado, esta decisión debe salir del corazón, porque «el corazón es lo que hace que la vida viva; no es la materia, no es el espíritu; solo por el corazón vive el espíritu humanamente y vive humanamente el cuerpo del hombre. Solo por el corazón el espíritu se convierte en alma y la materia en cuerpo y solo por él existe, pues, la vida del hombre como tal con sus dichas y sus dolores, sus trabajos y sus luchas, miserable y grande al mismo tiempo» [8. «Se pretende», escribe Dostoievski, «que el pueblo ruso no conoce el Evangelio, que hasta ignora los mandamientos que son la base de nuestra fe. Sí, así es en efecto, pero conoce a Cristo y lo lleva en su corazón eternamente», citado en H. Troyat, Dostoievski, op. cit., p. 318.]
En el corazón del pueblo está Cristo. En cambio, un personaje como Stavroguin (en Demonios) tiene el corazón muerto, su corazón es un desierto: «La vida en él parece haberse congelado. No puede sentir alegría ni dolor y sí frías formas bastardas del sentimiento: el placer físico y el tormento de contemplar claramente, desesperado, el propio modo de ser. Stavroguin no vive. Estrictamente no vive» (227). Quien ha dejado transformar su corazón, en cambio, «se hace libre en Dios, entra en el paraíso y entonces todo cuanto lo rodea comienza a convertirse en paraíso» (82-83).
La característica fundamental del pueblo —según la señalaba Guardini— es su estrecha relación con la naturaleza por la que percibía la acción redentora de Dios. Esto ha sido solo el principio de un proceso. La relación con el mundo desemboca en una nueva creación, en la que el hombre redimido deja que el mundo participe de esa redención. Esta liberación del pecado que «esparció en el mundo las tinieblas y el error» transforma todas las relaciones. El mundo se hace más transparente y su sentido no queda oculto en la opacidad de una mente obnubilada.
Alíoscha, «el querubín» de Los hermanos Karamázov, hermano de Iván el rebelde, es imagen de esta transformación escatológica: «¿Qué valgo yo para que otro hombre como yo, exactamente igual, imagen y semejanza de Dios, me sirva?» (88) [9. Cfr también H. Troyat, Dostoievski, op. cit., p. 226.] Si bien «no es posible que no haya señor y criado», «yo seré el criado de mis criados lo mismo que ellos harán conmigo» (82).
No puede aceptar que un hombre, imagen y semejanza de Dios, le esté sometido. Y si no le es posible cambiar el destino, si un cambio en las estructuras supera sus propias fuerzas —pues «sin criados no es posible vivir en el mundo»—, sí le es posible, sin embargo, cambiar el corazón y cambiar el mundo que lo rodea. Por eso aconseja: «Haz de forma que tu criado sea más libre en espíritu que si no fuera criado» (89-90).
Esta transformación no se logra por la fuerza [10. «Rusia avanza. La verdadera Rusia. No la de los intelectuales amargados, de los revolucionarios, de los “endemoniados”, sino la Rusia de la tierra, del trabajo, de la fe. La que salvará a la otra» (ibid., p. 285)]. ; la verdadera fuerza transformadora es el amor vivo y humilde que proviene de Dios: «La humildad amorosa es una fuerza tremenda, la más fuerte de todas, semejante a la cual ninguna hay» (90-91) [11. De manera semejante afirma Troyat: «Para Dostoievski […] nada es vil en la tierra, salvo el hombre privado de deseo, el espíritu seco, el intelectual orgulloso. Ningún delito mata el derecho al perdón. El amor lo salva todo. El amor es humildad. Pues el amor humano debe ser humilde» (Ibid., p. 231)].
Así describe Guardini el universo religioso de Dostoievski construido de relaciones con Dios, con la naturaleza y con los otros hombres. El destino de los personajes se juega en la pertenencia al pueblo o en su distanciamiento de él. El mito fundamental que da identidad al pueblo es el Evangelio y la figura que se descubre —solo veladamente— es Cristo. Lo dice Dostoievski en una carta: «Mi profesión de fe es muy simple. Hela aquí: creer que no hay nada más hermoso, más profundo, más simpático, más razonable, más valiente, más perfecto que Cristo. No solo no hay nada, sino que me lo digo con un amor celoso: no puede haber nada. Más aún: si alguien me hubiese probado que Cristo está fuera de la verdad, si estuviese realmente establecido que la verdad está fuera de Cristo, habría preferido estar con Cristo antes que con la verdad» [12. Citado en ibid., p. 144.]
Ir con el pueblo para conocer al pueblo
Pero para descubrir en las expresiones del pueblo su corazón y su espíritu, el papa Francisco nos recordaba la necesidad de «ir con el pueblo». Dostoievski también nos ofrece la posibilidad de iluminar esta afirmación del Papa. Henri Troyat, biógrafo de Dostoievski, señala un hecho importante. En sus primeras obras se percibe la ausencia de un personaje: Dios. No es lo que hemos visto en el mundo de sus personajes. Y sin embargo necesitó «la prueba del cadalso y de Siberia para que Dios surja en el fondo del universo de Dostoievski» [13. Ibid., p. 60.]
Nuestro novelista tuvo una experiencia de salvación cuando, al pie del cadalso, el zar le conmuta la pena de muerte por la cárcel en Siberia. «La cárcel. El exilio. La alegría golpea a Dostoievski como una maza. ¡Salvado! ¡Qué importa todo lo demás! Veinte años más tarde dirá a su mujer: No recuerdo un día tan feliz» [14. Ibid., p. 115..] Y cuando le preguntaron acerca de esta experiencia en la cárcel, responde: «¿Quién le dice que, tal vez, allá arriba el Todopoderoso no haya querido enviarme a la cárcel para que aprendiera qué es lo que más importa y sin lo cual no se puede vivir?» [15. Ibid., p. 106.]
Fiódor Mijáilovich Dostoievski ha logrado, gracias a una experiencia límite de su existencia, cobijarse bajo el mito de su pueblo. Obediente a su destino, soporta pacientemente los cuatro años de la cárcel y el trabajo forzado. Al «día más feliz», en que se sintió salvado, siguen los años de purificación y aprendizaje.
Esta dolorosa experiencia le ha permitido comprender que «una vez más, la luz vendrá de abajo» [16. Ibid., p. 318,] y por eso se considera «discípulo de los forzados». En Siberia «él fue su discípulo, su alumno, y la enseñanza de la cárcel lo marcó para toda su existencia. Esos cuatro años serán la fuente secreta donde se alimentará en adelante su genio. Constituyen el centro de su vida. La dividen en dos partes iguales. Hay un Dostoievski de antes de La casa de los muertos y un Dostoievski de después de La casa de los muertos» [17. Ibid., p. 139..]
Con otras palabras, con otras experiencias, el papa Francisco nos invita a acercarnos al pueblo cuya «reserva religiosa» [18. J. M. Bergoglio, Meditaciones para religiosos, Buenos Aires, Diego de Torres, 1982, pp. 46-47,] sin remilgos, nos purifica de todos nuestros intentos de escapar de la realidad de nuestra existencia. Para Bergoglio, «pueblo, más que una palabra, es una llamada, una con–vocación a salir del encierro individualista, del interés propio y acotado, de la lagunita personal, para volcarse en el ancho cauce de un río que avanza y avanza reuniendo en sí la vida y la historia del amplio territorio que atraviesa y vivifica» [19. J. M. Bergoglio, El verdadero poder es el servicio, Buenos Aires, Claretianas, 2007, p. 88.]
Pero solo «se puede nombrar al pueblo desde el compromiso, desde la participación» [20. Ibid.] Por eso señala a los teólogos que «hay un sentido de las realidades de la fe que pertenece a todo el pueblo de Dios, incluso a los que no tienen particulares medios intelectuales para expresarlo» [21. Papa Francesco, «Discorso del Santo Padre Francesco all’Associazione teologica italiana», 29 de diciembre de 2017, accesible en: https://w2.vatican.va/content/francesco/it/speeches/2017/december/documents/papa-francesco_20171229_associazione-teologica-italiana.html ] y los invita a acercarse a ellos, a escucharlos para poder reflexionar a partir del tesoro de esta experiencia de Dios.
Conocimiento y método
Alcanzamos el punto más abstracto del problema. Lo primero que señala Francisco en la cita que dio pie a nuestro análisis y reflexión es la distinción de dos planos del conocimiento.
Hay —por un lado— un conocimiento «lógico». Si tomamos este camino, nos dará como resultado una «descripción» del pueblo que, sin embargo, no nos permite entrar en el corazón de ese pueblo. Es una descripción desde fuera. El pensador se pone fuera del pueblo —como si no perteneciera a ese pueblo—, toma distancia y piensa al pueblo a partir de una «idea» o «paradigma» propio. El pueblo, en este caso, se convierte en objeto de la percepción, del análisis y de la descripción.
El Papa habla —por otra parte— de otra forma de acercamiento al pueblo que tiene su origen no en la distancia, sino que surge del «ir con el pueblo». A partir de esta cercanía y del encuentro con el pueblo es posible otro conocimiento en el que este no es objeto, sino sujeto. Se reconoce que el pueblo es creador de las manifestaciones de su propia vida, es decir, de la cultura [22. Dice Bergoglio en el «Discurso inaugural» al Congreso Internacional de Teología «Evangelización de la cultura e inculturación del Evangelio», en Stromata 41 (1985), pp. 161-165, que «las culturas son el lugar donde la creación se hace autoconsciente en su grado más alto. Por ello llamamos “cultura” a lo mejor de los pueblos, a lo más bello de su arte, a lo más habilidoso de su técnica, a lo que permite a sus organizaciones políticas alcanzar el bien común, a su filosofía dar razón de su ser, a sus religiones ligarse con lo trascendente por medio del culto. Pero esta sabiduría del hombre que lo lleva a juzgar y ordenar su vida desde la contemplación, no se da ni en abstracto, ni individualmente, sino que es contemplación de lo que se ha trabajado con las manos, contemplación desde el corazón y la memoria de los pueblos, contemplación que se hace a través de la historia y en base a tiempo» (162).] . Y en esa cultura el pueblo expresa —según lo que nos dice el Papa— «su espíritu, su corazón, su trabajo, su historia y el mito de su tradición» [23. Cfr supra, nota 4..]
Guardini señala el problema que surge cuando se intenta conceptualizar, es decir, cuando se pretende expresar con palabras fijas («de carácter irreversible») lo que es propio del devenir de la vida: se corre el riesgo de que el concepto no haga justicia a la movilidad de la vida y a las tensiones del viviente. Por este motivo llama la atención sobre la necesidad de un método «más sutil» (305).
Es necesario tener en cuenta la tensión de los contrastes tanto en la realidad como en el mismo acto de percibir esa realidad. La razón (ratio) puede percibir una situación, un momento determinado y un problema puntual —como una fotografía—, pero no agota la realidad del viviente. Porque la vida del viviente se caracteriza por desplegarse en procesos —ya no como una fotografía, sino como un filme— y, por tanto, requiere que la «conceptualización» exprese la percepción de ese proceso que no siempre significa movimiento, pues las tensiones pueden ser externas e internas, existenciales y accidentales [24. Cfr H.-B. Gerl, «Vita che regge alla tensione. La dottrina di Romano Guardini sull’opposizione polare», epílogo a R. Guardini, L’opposizione polare (La biblioteca di Papa Francesco, 16), Milán, Corriere della Sera, 2014, pp. 235-262, aquí, pp. 246-247..]
Esta situación del viviente llega a crear una situación que obliga a incluir en el plano del conocimiento un «elemento de naturaleza alógica» (306). Pero de ninguna manera se debe considerar que este elemento alógico —que «solo se percibe por la intuición» (307)— sea de carácter inferior. Es, más bien, su polo contrario y debe ser incluido en la conceptualización como constitutivo de la vida. Tampoco significa que se deba considerar la ratio como un peligro para la vida y para la comprensión de la vida.
Según Guardini, se debe tener presente y contar con la tensión de estos dos elementos que conviven en el hombre viviente y en sus relaciones con el mundo, con los otros hombres y con Dios. Por tanto, deben estar presentes en la aprensión y codificación de esta realidad que es el hombre [25. Afirma Guardini que «el pensamiento moderno occidental nunca pudo ganar el auténtico campo de tensiones requerido; siempre se ha entregado con exclusividad a un campo o al otro, de suerte que nunca pudo abarcar los problemas últimos, así del pensamiento como de la conducta» (309). .] El resultado de esto es que una conceptualización que respete esta tensión nunca puede llevar los rasgos de un pensamiento acabado. Aparece, más bien, como una indicación dinámica que necesariamente deja abierta la puerta al movimiento propio de la vida del hombre.
Guardini encuentra que Dostoievski describe la existencia de sus personajes teniendo en cuenta estos dos polos tensionados, «la multiplicidad del ser, lo no definido, lo que escapa a toda fórmula, el fluir constante, el acaecer imprevisible y repentino» (310). Esta riqueza de las obras de Dostoievski constituye el interés primero del estudio de Guardini sobre el universo religioso del escritor ruso. Considera que esta forma de describir el universo de relaciones puede permitir un mayor «conocimiento de lo humano y espiritual de Europa», es decir, un «conocimiento del espíritu y del corazón humanos» (311).