Acaba de fallecer. Ha sido uno de los grandes pensadores cristianos del siglo XX. Teólogo protestante alemán, nacido de una familia religiosamente secularizada. Participó al final de la guerra mundial (1939-1945) y estuvo dos años prisionero en Inglaterra (1945-1947), donde entró en contacto con el cristianismo.
De vuelta a Alemania estudió teología y se doctoró en la Universidad de Göttingen (1952), ordenándose ministro de la Iglesia Reformada. Fue por unos años Pastor en Bremen-Wasserhorst. Pero después se dedicó al cultivo del pensamiento cristiano y fue profesor en Wuppertal y en la facultad de teología de la Universidad de Bonn (1963), para pasar finalmente a Tübingen (1967), donde ha enseñado hasta su jubilación (1994).Escribiré otro día sobre su teología, con alguna foto que tengo. Hoy recojo la página que le dediqué en mi diccionario. Ha sido y sigue siendo para mi y para muchos una puerta de esperanza.
Moltmann, J. (1926-2024 ).
Pikaza, Diccionario pensadores 534-636
Teología de la esperanza, una teología completa. Moltmann es uno de los maestros de la teología dogmática contemporánea; ha contribuido a la renovación del pensamiento protestante y ha ejercido una gran influencia sobre la teología católica, en especial en Latinoamérica, por su compromiso al servicio de una reflexión y de una praxis abierta a la esperanza trascendente, pero comprometida con el cambio social e histórico de los hombres, en línea de evangelio.
Así ha querido superar la “subjetividad trascendental” de → Bultmann (centrado en el sujeto humano) y la “objetividad trascendental” de → Barth (centrado en el Dios que se revela), para desarrollar un tipo de teología mesiánica centrada en la promesa de Dios (siempre futuro) y en la creatividad de los hombres, llamados a responder de un modo social (comunitario), para crear de esa manera el Reino. Éste es el planteamiento básico de la más famosa de sus obras: Teología de la Esperanza (Salamanca 1968, original alemán del ).
Moltmann es el teólogo de la esperanza, entendida de forma receptiva y activa, como expresión de una Palabra de Dios (que es promesa de futuro) y como principio impulsor de una palabra humana, que ha de expresarse como protesta contra lo que existe y como impulso de perdón y reconciliación futura.
De esa manera ha vinculado el mejor protestantismo (teología de la gracia) con el impulso de la modernidad, que se ha expresado en los movimientos de liberación de los siglos XIX y XX. No ha sido nunca marxista en el sentido dogmático de la palabra, pero ha recibido el influjo de E. Bloch, con su versión de un marxismo humanista, de raíces judías, abierto a la trascendencia de la esperanza. Por eso, él no entiende la verdad como adecuación entre el pensamiento y la realidad que ahora existe (conforme a una visión esencialista de la realidad), sino como descubrimiento de la profunda inadecuación entre lo que hay y lo que debe haber (lo que debemos hacer). En ese sentido, la verdad es la expresión de un desequilibrio y de una tarea creadora, impulsada por la promesa de Dios (el Dios Promesa), a quien debemos entender como “el que viene”, en línea mesiánica.
Partiendo de esa visión, Moltmann ha elaborado una gran obra teológica, que quiere ser fiel a todos los rasgos y momentos del cristianismo y de la realidad social, desde un mundo cuya violencia él ha experimentado de manera intensa en los años de la Gran Guerra, que han marcado su vida y el comienzo de su teología. Esa experiencia ha definido su pensamiento, abierto a las raíces del misterio de Dios desde la ruptura y dolor de un tiempo presente, marcado por la inadecuación entre lo que hay y lo que debe haber. Así ha distinguido y vinculado los dos rasgos principales del misterio cristiano.
La promesa de comunión final con Dios, que será todo en todos, fundando la reconciliación entre los hombres.
2. La experiencia del dolor de la historia, vinculada a la Cruz de Cristo, como lugar de la revelación trinitaria. En un mundo marcado por el gran dolor y la lucha de unos hombres contra otros, sólo la Cruz puede ser punto de partida y centro de nuestro lenguaje de Dios. En esa línea, asumiendo algunos rasgos de la tradición protestantes, releídos desde Hegel (más allá de Marx), Moltmann ha puesto de relieve el carácter dramático de la Trinidad, que resulta inseparable de la Cruz de Jesús y del sufrimiento de los hombres.
La Cruz como acontecimiento trinitario. Moltmann ha vinculado la esperanza humana, como principio de transformación social, con el misterio de la Cruz, entendida en forma trinitaria, como expresión del dolor supremo de Dios. De esa manera, él ha tenido la osadía de penetrar en el misterio de Dios, de una forma que puede vincularse a la cábala judía, pero que responde a la experiencia cristiana de la Trinidad, manifestada en la Cruz de Cristo.
«Nosotros interpretamos así la muerte de Cristo no como un acontecimiento entre Dios y el hombre, sino principalmente con un acontecer intra-trinitario entre Jesús y su Padre, del cual procede el Espíritu. Con esta postura, (1) ya no es posible una comprensión no teísta de la historia de Cristo: (2) es superada la antigua dicotomía entre la naturaleza común de Dios y su Trinidad intrínseca, y (3) resulta superflua la distinción entre Trinidad inmanente y económica. Así, se hace preciso un lenguaje trinitario para llegar a la plena comprensión de la cruz de Cristo y se sitúa en su verdadera dimensión la doctrina tradicional sobre la Trinidad. La Trinidad ya no es entonces una especulación sobre los misterios de un Dios “sobre nosotros”, al que es preferible adorar en silencio a investigar vitalmente, sino que en definitiva constituye la expresión más concisa de la historia de la pasión de Cristo. Este lenguaje trinitario preserva a la fe tanto del monoteísmo como del ateísmo, manteniéndola adherida al Crucificado y mostrando la cruz como inserta en el ser mismo de Dios y el ser de Dios en la cruz.
El principio material de la doctrina trinitaria es la cruz. El principio formal de la teología de la cruz es la doctrina de la Trinidad. La unidad de la historia del Padre, del Hijo y del Espíritu puede luego, en un segundo término, ser denominada “Dios”. Con la palabra “Dios” se quiere expresar entonces este acontecer entre Jesús y el Padre y el Espíritu, es decir, esta historia determinada. Ella es la historia de Dios a partir de la cual sobre todo se revela quién y qué es Dios. Aquel que quiera hablar cristianamente de Dios deberá “contar” y predicar la historia de Cristo como historia de Dios, es decir, como la historia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, a partir de la cual se establece quién es Dios, y ello no solamente para el hombre, sino también en el seno de su propia existencia. Esto significa, por otra parte, que el ser de Dios es histórico y existe en esta historia concreta. La historia de Dios es así la historia de la historia del hombre» (cf. Concilium76 [1972] 335-347).
De esta manera, vinculada a la Cruz de Jesús, dentro de un camino de dolor y de esperanza, desde el centro de una humanidad caída que busca su redención, Dios viene a manifestarse como historia de amor salvador. Por eso, el teólogo cristiano no especula en abstracto sobre Dio, sino que descubre y cuenta el sentido de su presencia en Cristo, para inaugurar e impulsar de esa manera un camino de reconciliación. Desde sí misma, sin necesidad de una aplicación posterior, la teología cristiana es esencialmente práctica
Teoría política de la cruz. Sobre esa base, como continuación de la Teología de la Esperanza, el libro quizá más denso de Moltmann ha sido El Dios Crucificado (Salamanca 1977, original alemán), un texto clave para entender la teología de la segunda mitad del siglo XX, en su línea vertical (de experiencia de Dios) y en su línea horizontal (de compromiso de liberación humana). Así lo quiero poder de relieve, citando y comentando su capítulo octavo, que se titula “caminos para la liberación política del hombre”, que contiene unas páginas muy hondas sobre el sentido de la experiencia política del evangelio.
«La primitiva cristiandad fue perseguida como impía y enemiga del estado tanto por el poder estatal romano como por los filósofos gentiles. Por ello fue mayor el empeño que los apologetas cristianos pusieron en quitar fuerza a tales acusaciones, proponiendo a la religión cristiana como el verdadero sostén del Estado. Se llegó a la elaboración de una teología política cristiano-imperialista ya antes de Constantino, y luego expresamente en la teología imperial de → Eusebio de Cesarea. Con ella se debían asegurar la autoridad del césar cristiano y la unidad espiritual del imperio. Constaba de dos ideas fundamentales, una jerárquica y otra histórico-filosófico-quiliástica.
La autoridad del césar se aseguró mediante la idea de la unidad: un Dios, un logos, un nomos, un césar, una iglesia, un imperio. Su imperio cristiano se celebró quiliásticamente como el reino de paz prometido por Cristo. La pax Christi y la pax romana debían estar unidas por la providentia Dei.Con ello se convirtió el cristianismo en religión única del único estado romano. El recuerdo del destino del Crucificado y sus seguidores se ocultó… Pero, como → E. Peterson y H. Berkhof han mostrado, cómo este primer intento de una teología política cristiana fracasó, dada la fuerza de la fe cristiana, por razón de dos puntos teológicos y uno práctico.
El monoteísmo político-religioso fue superado con la elaboración de la doctrina trinitaria en el concepto de Dios. El misterio de la trinidad sólo se cumple en Dios, sin imagen alguna en la creatura (sin que el emperador pueda ser su imagen). La doctrina trinitaria describe la unidad esencial de Dios Padre con el Hijo humanado y crucificado en el Espíritu Santo. Por eso este concepto de Dios no puede utilizarse como trasfondo religioso de un césar divino (de un hombre no crucificado).
La identificación de la pax romana con la pax Christi fracasó por razón de la escatología. Sólo Cristo (ningún césar del mundo) puede conceder esa paz de Dios, que es superior a toda razón. De ello se dedujo políticamente la lucha a favor de la libertad y de la independencia de la Iglesia frente al césar cristiano… El cristianismo no comenzó como religión nacional o de clase. Como religión dominante de los dominadores, el cristianismo tendría que negar su origen en el Crucificado y perder su identidad. El Dios crucificado es, de hecho, un Dios sin estado ni clase. Pero no por ello es un Dios apolítico, sino que es de los pobres, oprimidos y humillados.
El señorío del Cristo crucificado por política, sólo se puede extender liberando a los hombres de unas formas de dominio que les hacen menores de edad y les vuelven apáticos, sacándoles de las religiones políticas que les esclavizan. La culminación de su reino de libertad debe traer, según Pablo, la destrucción de todo señorío, autoridad y poder... Los cristianos intentarán anticipar el futuro de Cristo, según las posibilidades existentes, mediante el desmontaje del dominio y la construcción de la vivencia política de cada uno».
De esa manera ha interpretado Moltmann su teología de la esperanza, situándola en el centro de la experiencia de la cruz, no para negar la esperanza, ni para impedir el desarrollo político y social, sino para fundar y expresa la esperanza de un modo político, pero no en línea de poder (imperio), sino de transformación humana, en gratuidad y comunión activa. Estos planteamientos de Moltmann, expresados de un modo ejemplar en el conjunto de sus libros, constituyen una de las aportaciones más significativas del pensamiento cristiano del siglo XX. Moltmann ha seguido y sigue siendo protestante, pero su teología desborda los límites confesionales, de manera que ha podido influir casi por igual en protestantes y católicos (y casi más en los católicos). Una parte considerable de la teología del último tercio del siglo XX habría sido impensable sin su influjo y su palabra, sin su presencia y testimonio creyente.
Entre sus obras, traducidas al castellano, además de las citadas, cf.
Planificación y esperanza de futuro (Salamanca 1971);
Trinidad y Reino de Dios (Salamanca 1986); Dios en la creación (Salamanca 1987); La iglesia, fuerza del Espíritu (Salamanca 1989);El camino de Jesucristo (Salamanca
1993); Cristo para nosotros hoy (Madrid 1997);
El Espíritu de la vida. Una Pneumatología integral (Salamanca 1998); El Espíritu Santo y la teología de la vida (Salamanca 2000); La venida de Dios. Escatología cristiana (Salamanca 2004).
J. Moltmann (1926-2024): Dios crucificado, Vida de la vida humana.
Presenté ayer (RD y FB) una visión de conjunto de la teología de J. Moltmann. Completo hoy el tema presentando su visión sobre la Pascua cristiana.
Hace 52 años (junio 1972) defendí en la Universidad de Santo Tomás de Roma mi tesis doctoral en Filosofía sobre Bultmann y Cullmann. La tesis recibió nota, fu publicada el mismo año en Madrid (imagen 1), con dos ediciones posteriores en Clie/Terrasa.
En la “sobremesa”, el Prof. Abelardo Lobato, Decano de la Facultad, me pidió (de un modo personal, no institucional) que siguiera comparando a Bultmann con J. Moltmann, que era a su juicio la nueva cabeza pensante de la filosofía religiosa de Alemania. Tenía ya preparado el trabajo, lo rehíce y se lo mandé como apéndice de la tesis y lo incluyó entre los “documentos oficiales” para el doctorado (imagen 1 y 3: Portada e índice).
Ese texto de comparación quedó así (puede consultarse en Estudios 8 (1972)159-227), pues no he tenido ocasión de recrearlo. He preparado, sin embargo, una visión de conjunto de su pensamiento, que quizá ofreceré de manera más razonada en un trabajo de conjunto. Así lo presento aquí, como recuerdo de elaboración de 1972 y de la presencia constante de Moltmann en mi pensamiento.
06.06.2024 | Xabier Pikaza
el dios crucificado - jurgen moltmann
Jesús no subió a Jerusalén para derribar físicamente el templo (ése habría sido un tema superficial, pues derribado un templo se construye otro), sino para declararlo perverso y caduco, porque era cueva de bandidos, y no casa de oración universal: cf. Mc 11, 15‒17) y porque él quería “construir” un nuevo templo, casa de oración para todos los pueblos. Éste es, a mi juicio, el pensamiento central de la teología de J. Moltmann a partir de su libro El Dios crucificado (1972), que Moltmann estaba ultimando cuando yo presente cuando yo presenté ese mismo año una visión de conjunto de de su teología anterior, quizá la primera que se presentó en lengua castellana.
Condenado por el templo. Sin sepultura en el pueblo
Por imperativo de ley, como espacio sagrado (hieron),el templo era banco donde se cambiaba y pagaba dinero por las ofrendas o tributos religiosos, mercado‒matadero donde se vendían y compraban animales para sacrificios, y plaza donde llegaba y se juntaba todo tipo de gente con cosas de ofrendas (animales y leña, encendedores de fuego, cántaros con agua, limpiadores, policías paramilitares, sacerdotes engalonados… y fuera, sin poder entrar, los cojos y mancos, los ciego, enfermos y locos etc.). Era una empresa económica (la mayor de Jerusalén, como recuerda Jn 2, 16 cuando afirma que los sacerdotes lo habían convertido en “casa de emporio o negocios”: oikon emporiou). En ese fondo se entiende el gesto citado de Jesús, como profecía de destrucción y promesa universal de vida:
– Profecía de destrucción, contra el templo y lo que él significa (Mc 11, 15‒17 par). Jesús no purifica el templo para condenar sus excesos y dejarlo de nuevo limpio (como querían los esenios de Qumrán y muchos judíos reformistas, contrarios al orden dominante, en la línea de Dan 7‒12 y de 1‒2 Mac). Tampoco quiere (profetiza) su destrucción, para construir uno mejor, en la línea antigua (judía o cristiana), sino que quiere que el arquetipo‒templo acabe, es decir, que su función termine, de manera que nunca pueda comer nadie de sus frutos (cf. Mc 11, 14), pues, a su juicio, las instituciones sagradas de Israel, representadas y condensadas en el templo, han invertido su función y deben terminar. El mismo templo ha sido contrario a la más honda voluntad de Dios, como dice Esteban en Hech 7, con un mensaje cercano al de Jesús, para quien el verdadera templo es el cuerpo/comunidad de los creyentes (cf. Jn 2, 21).
–Promesa universal. En lugar de este templo, cueva de bandidos, debe surgir la Casa de Oración para todas las naciones (Mc 11, 17; cf. Is 56, 7; Jer 7, 11). Jesús no ha condenado el templo para negar la promesa de Israel sino, al contrario, para ratificarla y expandirla de manera universal. El templo verdadero ha de ser el mundo entero "casa de vida y encuentro", donde pueden vincularse todos, como indican las multiplicaciones de Jesús, con su oración de alabanza (cf. Mc 6, 41; 8, 6) y la promesa de la peregrinación final de las naciones (Mt 7, 11-12). En su propia equivocación, el templo era un signo del “cuerpo mesiánico” de aquellos que resucitan en y por Jesús, formando así la nueva humanidad resucitada[1].
Vino a Jerusalén acompañado por los Doce, representantes del nuevo Israel, pero uno de ellos le traicionó y los restantes se sintieron desconcertados o tuvieron miedo y huyeron. Por eso, murió solo, con dos “bandidos”, acompañado de lejos por unas mujeres (cf. Mc 15). Todo nos permite suponer quelos soldados romanos (o los representantes de los sacerdotes judíos), a fin de que la presencia de los tres cadáveres, colgados a las puertas de Jerusalén, no impidiera celebrar la pascua, pues eran impuros para los judíos (cf. Jn 19, 31), sepultarona los tres, en una fosa común, sin que parientes ni amigos pudieran despedirles con los ritos sagrados que sirven para honrar y recordar en paz a los difuntos, de manera que la historia de violencia pudiera repetirse.
No tuvo un entierro honroso de manera que su fracaso fue completo: ¡No le ungieron, ni lloraron su cadáver, ni le dieron buena sepultura! (ése parece el sentido de Mc 12, . Sólo las «discípulas-amigas» que contemplaron de lejos su cruz quisieron venir ir tras el sábado de fiesta hasta su sepultura para urgir su cuerpo, pero no lo hicieron, porque no pudieron encontrar el cuerpo, o porque la tumba había sido “profanada” y abierta. Pues bien, en ese momento, ellas descubrieron que el lugar de la presencia de Jesús no era una tumba, sino su mensaje y la vida y transformación de sus seguidores (es decir, su resurrección).
No podemos precisar mejor lo que pasó; pero años después, para expresar simbólicamente la experiencia pascual (y quizá para impedir que los creyentes alzaran un monumento en el sepulcro de Jesús, a pesar de su mensaje: cf. Mt 23, 29-32), ciertos cristianos crearon un bello relato diciendo que unos poderosos amigos ocultos, con influjo ante el Sanedrín y el Procurador romano, habrían enterrado a Jesús en una cueva sepulcral muy limpia, con muchos perfumes, una oquedad de piedra que después quedó vacío (cf. Mc 15, 42-47 par), pues Jesús habría resucitado corporalmente.
No crearon ese relato para sacralizar su tumba (como la de San Pedro de Roma), sino, al contrario, para afirmar que está vacía y que su cuerpo (su mensaje y vida) se ha encarnado (ha resucitado) en sus discípulos, desde «Galilea», para retomar así su movimiento (cf. Mc 16, 1-8). Éste es el fondo y sentido de la historia, que San Pablo ha recogido y narrado pocos años después, en 1 Cor 15, 3-4 cuando dice que Jesús: «murió y fue sepultado». No pudieron honrar su cadáver, pero algunas mujeres como Magdalena que habían intentado hacerlo supieron que se hallaba vivo, pues vivía en ellas y en los demás discípulos, y así lo anunciaron a los, retomando y recreando su movimiento mesiánico. Esa experiencia de la vida de Jesús en sus discípulos fue el principio de la iglesia.
Habían matado a Jesús, murió fracasado, pero su misma muerte creó un recuerdo y presencia más alta y vino a expresarse como mutación suprema de la vida humana, entendida en forma de resurrección. En esa línea, su entierro frustrado fue comienzo de una nueva experiencia religiosa.Jesús fue enterrado, pero su tumba no pudo convertirse en signo y principio de una nueva revelación religiosa, en la línea de las anteriores, sino que “quedó vacía”, pero no vacía de cadáver material, sino de sentido religioso.
Sus discípulos no pudieron ir a la tumba para allí recordarle, pero “descubrieron” algo que él estaba vivo en su mensaje y su proyecto de Reino, es decir, que él había resucitado. No dejó una iglesia instituida para siempre (como Atenea, armada y adulta, saliendo del cuerpo de su padre). No fundó una organización sacral, ni dotó con fondos una empresa, ni fijó una jerarquía estructurada, pero creó (suscitó) una herencia superior de humanidad, grupo de amigos resucitados:
‒ La primera creación (simbolizada por Eva‒Adán) surgió por mutación biológico‒mental, en el contexto de la gran evolución de la vida En ese campo de evolución y mutación cósmica, dentro de las generaciones de los hombres se encarnó (=vivió) Jesús, retomando y recreando con su mensaje y su muerte el camino de la humanidad, anunciando y preparando la llegada de la nueva humanidad, como Reino de Dios (no del César ni de un tipo de sacerdotes).
‒ Con Jesús se inicia, según los cristianos, la segunda creación, y ella acontece por mutación personal, como inmersión en la conciencia crística, pascual, de Dios, como ha destacado la tradición cristiana, formulada por Pablo en 1 Cor 15 y Rom 5. Esta nueva y más alta mutación sigue vinculada a la generación antigua, pero no se define por el primer nacimiento, sino por el re‒renacimiento o resurrección, allí donde unos hombres y mujeres regalan su vida hasta la muerte, para que otros vivan (viviendo así en ellos).
La generación biológica se expresa en el nacimiento de cada ser humano como persona, responsable de sí, capaz de abrirse a los demás en amor, pero también de asesinar a los demás, en una historia que, según los arquetipos de la Biblia, comenzó en Caín y Abel (Gen 4) y ha desembocado en la muerte de Jesús, que lógicamente debería haber conducido a la ruptura de su grupo, con el abandono de toda esperanza mesiánica.
Pues bien, allí donde los discípulos de Jesús deberían haber afirmado el fin de todo, proclamando la muerte final (como en el valle de los huesos de Ez 37, donde fue arrojado el Mesías de Dios), comenzó la nueva creación mesiánica, y los discípulos de Jesús proclamaron la llegada de la nueva creación, diciendo que Dios había invertido la maldición de la muerte, pues Jesús no había sido un muerto más, sino el principio de la resurrección, iniciando un camino de comunión (=comunicación) transpersonal, como siembra de vida, semilla de humanidad divina (si el grano de trigo no muere: Jn 12, 24; 1 Cor 15, 35‒49). Al dar su vida por el Reino, Jesús ha resucitado en la vida de aquellos que acogen su mensaje, iniciando un nuevo estado de humanidad, en la línea de resurrección. Éste es el tema clave de Moltmann, el Dios Crucificado.
Mutación. Nuevo comienzo
A partir de aquí se entiende la mutación de Jesús, como perdón y re‒nacimiento, comunicación y comunión universal, y así ha de recrearse en un momento como el actual (año 2021) en que muchos afirman que las iglesias cristianas deberían quedar mudas, pues la humanidad en su conjunto parece condenada a muerte, ratificando así que la primera hominización (el primer nacimiento humano) había sido un ensayo fracasado, que terminará en su destrucción. Pues bien, en ese contexto podemos retomar las dos grandes imágenes de Ezequiel:
‒ Dios tiene que abandonar su templo antiguo, con su sistema de sacralidad hecha de sacrificios, de poder y de dinero (Ez 1-3. 10), para habitar con los desterrados, es decir, con los fracasados y excluidos, los que habitan al descampado de la historia, como vio y proclamó Jesús en su gesto de “purificación” (destrucción) del templo de Jerusalén (Mc 11). Ésta es hoy nuestra experiencia más fuerte: Los templos de la sacralidad antigua se están vaciando, es como si Dios abandonara sus iglesias, afirmando así que la humanidad actual, en sí misma, es inviable, está condenada a la muerte personal y social, ecológica y religiosa, a no ser que cambiemos de raíz.
‒ Resurrección en el valle de los huesos calcinados (Ex 37). Ha muerto (está muriendo) a pasos agigantados un sistema de vida representado por los imperios e iglesias centradas en su poder socio‒religioso. Está llegando el momento en que los auténticos creyentes han de retomar y reiniciar la travesía de la muerte y resurrección de Jesús, desde los marginados de la historia actual, que son sus“amigos”, no para que ellos tomen el poder (y menos en su nombre), sino para descubrir juntos a Dios Padre, que revela su gloria en el amor de aquellos que mueren dando vida a los demás.
Tras haber recorrido como vencedores triunfales la travesía constantiniana (con esquemas platónicos y sistemas imperiales y/o feudales), para ser fieles al evangelio y retomar el principio de Jesús, los cristianos deben volver a su tumba Jesús, subiendo como Ezequiel al Carro de Dios que les lleva al exilio (fuera de los campos de poder, al valle de los huesos muertos), para ser testigos del Dios de la gracia, presente en los pobres y exilados (cf. Mc 16, 1-8; Mt 28, 16-20).
Resulta conveniente (inevitable) que caiga o se abandone un templo de violencia sagrada (imposición legal), no para elevar en su lugar otro (que todo cambie para seguir siendo lo mismo), sino para transformar la vida, en comunicación transpersonal, humanidad resucitada. Las dificultades actuales no se solucionan con unos pequeños cambios de estructura, sino que los cristianos abandonar (transcender) la estructura sacral del templo, para descubrir a Dios como vida de su propia vida.
La historia antigua ha culminado en la muerte de Jesús, que sus discípulos han interpretado como “desbordamiento de vida”, conforme al Arquetipo que había comenzado a expresarse en el Antiguo Testamento y que culmina en el Nuevo, en forma de revelación de Dios, plenitud y sentido (pervivencia) de la vida humana, en comunicación personal, pues el mismo Jesús muerto vive en aquellos que le acogen. Ésta es la gran transmutación, que podría estar simbolizada con algunas variantes en un tipo de “alquimia” superior que no se realiza ya en metales, sino en el mismo movimiento de la vida humana (cf. Hch 15, 28), en línea de elevación, pues sólo aquello (aquel) que muere puede re‒vivir (ser en los otros), mientras que aquel que quiera cerrarse en sí mismo acabará perdiendo aquello que es y tiene, pues “quien quiera salvar su vida la perderá”; sólo quien la pierda por los otros la encontrará en ellos (cf. Mt 10, 39; 16, 25 par.). En esa línea, el Ser‒en‒Sí‒Mismo de Dios (su En Sof) se expresa como Ser‒dándose, esto es, muriendo, para que sean los otros[2].
La muerte de Jesús no fue un castigo (sacrificio) impuesto por Dios, sino el don o regalo más hondo de su vida, la expansión de su conciencia, que consiste en morir para vivir en plenitud (resucitar) en los demás, en nueva creación (mutación), esto es, en comunicación personal abierta al futuro de la plenitud de Dios que será todo en todos (1 Cor 15, 28). Así releyeron y recrearon los cristianos el AT desde la experiencia pascual de Jesús. No condenaron y rechazaron la Biblia de Israel por violenta y contraria al amor universal (como hicieron muchos gnósticos), sino que la entendieron en clave de resurrección. No buscaron la coherencia entre el AT y NT en detalles secundarios, no ocultaron la intensísima violencia de muchos pasajes del AT, pero descubrieron en la trama a veces sinuosa y quebrada del pueblo de Israel un camino que desemboca en la vida y don del Dios que entrega su vida por los hombres.
Los cristianos entendieron esa muerte como “resurrección”, experiencia de vida trans‒personal, pero no en abstracto, ni como algo que viene después, tras la desaparición de su cadáver, sino en el mismo gesto de entrega total que es resurrección. Morir como Jesús es dar la vida, sin volverse atrás, como siembra del trigo de Dios (Jn 12, 20‒33), que fructifica en la experiencia pascual de los discípulos, cuando descubren que él (Jesús) vive en ellos, abriéndoles los ojos, de manera que puedan compartir y compartan en amor lo que son, regalándose la vida los unos a los otros. La historia de un hombre como Jesús no acaba en su tumba física, sino que se expresa de un modo radical tras/por ella, en su recuerdo, en su influjo y presencia en aquellos que le han conocido, y que siguen quizá recreando su figura y actualizando su obra. En ese sentido, la resurrección no es negación de la muerte, sino ratificación del sentido (semilla) de esa muerte, como dadora de vida.
Apariciones Comunión transpersonal
Según el NT, el testimonio clave de la resurrección de Jesús han sido sus apariciones, como expresión de una forma intensa de presencia trans‒personal (en línea de transcendimiento y culminación, no de negación de la persona), en clave de fe (de acogida y comunicación creadora), no de imposición física. Jesús ha entregado su vida por los demás, y lo ha hecho de tal forma que ha podido mostrarse ante ellos (en ellos) vivo tras la muerte, como presencia y poder de vida, iniciando en (por) ellos un tipo más alto de existencia humana (es decir, una mutación mesiánica). Las apariciones son signos de presencia de Jesús resucitado, una experiencia nueva de vida, en línea de comunicación transpersonal.
Esas apariciones no son imaginaciones de algo que externamente no se ve, sino sentimiento y certeza radical de la presencia de aquel que ha vivido y muerto regalando su vida, como vida de Dios, como principio de renacimiento, un modo superior de entender (experimentar) el pasado y de comprometerse en el presente, desde el don de Dios en Jesús, en forma de mutación antropológica. Desde ese fondo pascual, la vida cristiana es una experiencia de renacimiento, la certeza vital de unos hombres y mujeres que se sienten/saben ya resucitados, tras haber pasado de la muerte a la vida, es decir, de una vida que es muerte (pues desemboca en ella) a la muerte que es vida en el Reino de Dios.
En un sentido, las apariciones, que Pablo ha recogido de forma oficial en 1 Cor 15, 3-7, podrían entenderse como simples visiones (manifestaciones) sobrenaturales de unos entes superiores, favorables o desfavorables (dioses, difuntos, demonios…), un tema que encontramos en muchas religiones. Pero, desde la perspectiva marcada por el Antiguo Testamento, esas apariciones han de entenderse como expresión de un modelo más alto de vida, en línea de mutación humana y comunicación transpersonal. No se trata de “ver” en forma milagrosa, sino de vivir de un modo nuevo (de renacer desde Cristo), superando/cumpliendo el arquetipo anterior, iniciando una forma superior de comunicación que comienza precisamente ahora, con la resurrección de Jesús[3].
‒ “Ver” a Jesús resucitado, descubrir su presencia. Sus seguidores saben y afirman que ellos mismos son él, es decir, que él vive en ellos y que ellos forman parte de su vida, pues son el mismo Jesús renacido, presente, mesiánico. En ese sentido, la visión‒presencia de alguien que han muerto tras haber dado la vida a (por) aquellos que les siguen forma el arquetipo o símbolo central de una humanidad, que nace y vive en (de) aquellos que mueren, en un mundo donde nada ni nadie acaba totalmente, sino que todo deja huella y sigue siendo (existiendo) al transformarse, no en línea de eterno retorno de lo que ya era (nada se crea, nada se destruye, sino que se transforma), sino de creación de lo que ha de ser.
Otras realidades se transforman de manera que son intercambiables. Lo hombres, en cambio, no son intercambiable, pues cada uno es único en sí, por aquello que ha recibido y realizado. Cada uno de los seres humanos es único, pero todos pueden habitar y habitan unos en los otros, destruyéndose o dándose la vida. En esa línea ha vivido y ha muerto Jesús por los demás, pero de tal forma que sus discípulos descubren y proclaman que él vive en ellos, haciéndoles ser lo que son, unos resucitados.
Desde ese fondo ha de entenderse la novedad de Jesús, su mutación pascual, centrada en el hecho de que algunos de sus seguidores han descubierto y confiesa que él vive (ha resucitado en ellos), de manera que pueden afirmar que ellos mismos son Jesús, Palabra de Dios, que habita en ellos (cf. Gal 2,20‒21). Las religiones “son”, en general, una experiencia de identificación con la vida y destino de la divinidad como tal. Pues bien, el cristianismo constituye una experiencia de identificación vital con Jesús, enviado‒mesías de Dios, que habita en aquellos que le acogen.
‒ El cristianismo es la aparición (presencia) de Jesús en aquellos que le ven (acogen), reviviendo su experiencia y destino de muerte y resurrección. Los cristianos afirman, en esa línea, que el mismo Jesús, Hijo de Dios, que ha vivido y muerto por el Reino, revive (resucita) como Vida de Dios en sus propias vidas. El cristianismo es, según eso, la experiencia de la vida de Dios que “es” al darse en los demás (resucitando en ellos) y haciendo así que ellos resuciten, habitando en un nivel de vida superior, compartida en amor.
El problema de ciertos cristianos está en el hecho de haber “cosificado” esa experiencia, destacando el “triunfo de Jesús” en sí (como si fuera emperador o sacerdote por encima de los otros), tendiendo a separarle y colocarle sobre una peana o altar, en vez de descubrirle en ellos mismos, sabiendo que el altar son ellos mismos, los resucitados, los creyentes, con los pobres y excluidos de la tierra por los que él vivió y murió. Ciertamente, en un sentido, Jesús ha resucitado en sí; pero en otro sentido debemos confesar que él lo ha hecho en los creyentes, de forma que ellos (nosotros somos) son su resurrección.
Jesús no se muestra (no existe) con el cuerpo anterior (no lleva a los suyos al pasado), pero tampoco actúa como espíritu incorpóreo en los creyentes (en línea gnóstica), sino que está presente (vive) como realidad e impulso de vida universal, resucitada, de forma que su “cuerpo” real son aquellos que aceptan y agradecen su presencia, pues en ellos vive y resucita, no para negarles a ellos, sino para resucitarles a la vida verdadera, pues por (en) él todos y cada uno de los hombres son (somos) resurrección, Dios como promesa y principio de nueva humanidad. Por eso, el “cuerpo” de Jesús no es sólo el suyo, de individuo separado, sino el de aquellos que confían y viven en él, como ha puesto de relieve san Pablo en su experiencia y teología de la identidad cristiana, que no es de tipo imaginario, sino mesiánico, corporalidad como presencia de unos en otros, y de todos en Jesús, que es “cuerpo” siendo palabra de Dios encarnada en la historia (cf. Jn 1, 14).
Esta manifestación de Jesús no es objeto de una experiencia “visionaria”, como en muchas apariciones de difuntos, de tipo onírico, psíquico o mental, en sueño o vigilia, en un nivel de vida en el mundo, sino una experiencia radical de recreación, sabiendo así que él mismo (el Selbst divino de la vida humana) habita en los hombres, y los hombres en él, de un modo trans‒personal (no im‒personal) unos en otros. En esa línea, para centrar el tema, es bueno recordar el tema del Dios que habla a Moisés desde la zarza y diciendo ¡Soy el que Soy! (Ex 3, 14).
Desde la experiencia de la zarza ardiente y la revelación del nombre de Yahvé, la Biblia había sido reacia a las apariciones, pensando que ellas tienden a confundir al Dios invisible con una imagen visible de dioses paganos. Muchos relatos antiguos hablaban de visiones: Adán veía y conversaba con Dios en el paraíso (Gen 2-3), también Abraham le veía (Gen 12, 7; 17, 1), con Jacob (Gen 36, 1.9) y Moisés (cf. Ex 3, 2. 16; 24, 10…). Pero esas visiones terminaron al llegar la Ley (a partir de Ex 19‒20 y Ex 24. 34).
En esa línea, el judaísmo no ha sido religión de videntes mágicos, ni de evocadores espiritistas, sino de oyentes (=cumplidores) de la Palabra, y desde ese fondo ha de entenderse la novedad de los cristianos que, sin dejar de ser buenos judíos, de un modo sorprendente, aparecen como personas que ven a Jesús (le sienten, le proclaman) tras (y por) la muerte como vivo. Esta visión/revelación de Jesús no ha de entenderse como aparición de un muerto en una tumba venerable, como la del Rey David, sepultado con honor y gloria en Jerusalén (cf. Hech 2, 29), ni como apariencia de un espíritu-fantasma, que actúa a través de personajes especiales, que son así capaces de realizar prodigios (cf. Mc 6, 14-16). Al contrario, la vida de Jesús resucitado se expresa en la transformación de los creyentes, es decir, de aquellos que acogen su presencia[4].
De un modo consecuente, los relatos de las “apariciones” no insisten en el aspecto visionario de Jesús (que puede variar y varía en cada caso), sino en surealidad personal, como mesías resucitado, presencia humana de Dios, que vive en ellos. La pascua cristiana constituye, según eso, el despliegue de un nivel distinto de realidad, no la imaginaria de un muerto, o de un posible espíritu (en contra de Dt 18, 11), ni la revelación de la Ley eterna (cf. Ex 3. 19-34), sino la presencia personal del crucificado en la vida de aquellos que le acogen, de forma que él vive en ellos.
Lógicamente, esos relatos de apariciones (cf. Mt 28,1-10. 16‒20; Jn 20,11-18; 1 Cor 15,3-8 etc.) no deben entenderse de un modo material, externo, como si quisieran transmitir el protocolo de unas experiencias concretas, sino como mutación de la vida humana en Cristo, en línea de muerte y resurrección, tal como ha sido percibida (acogida, recreada) en sus discípulos y creyentes. En esa línea, los primeros cristianos ofrecían el testimonio de una nueva forma de presencia de Dios (y de los hombres) en Jesús, algo que nunca se había vivido de esa forma, pues no existe (que sepamos) ningún fundador o personaje histórico (¡y menos un condenado a muerte en cruz!) que haya sido “experimentado” no sólo como vivo tras su muerte, sino como presencia humana del Dios trascendente y principio de resurrección para los hombresñ
Así comienza el cristianismo: En un momento dado, algunos discípulos de Jesús creyeron (sintieron, supieron) que él vivía/actuaba en ellos, capacitándoles para superar un tipo de muerte, es decir, del pecado, de forma que, en sentido estricto, ya no eran ellos los que vivían, sino Jesús quien “les vivía” (les hacía vivir), haciéndoles presencia (Palabra) de Dios (Gal 2, 20). De esa manera, los discípulos de Jesús se descubrieron animados por su mismo Espíritu, sabiéndose portadores de su experiencia, iniciando un proceso desencadenante de vida pascual que es hasta hoy (año 2021) el principio fundante de la iglesia cristiana, como experiencia de vida transpersonal que supera la muerte[5].