Por Gianni Rodari
Los niños son bastantes conservadores en lo que se refiere a los cuentos. Los quieren
escuchar siempre en la misma versión de la primera vez, por el placer
de reconocerlos, de aprendérselos de memoria en su secuencia
tradicional, de volver a sentir las emociones de la primera vez, en el
mismo orden: Sorpresa, miedo, recompensa.
Los niños tienen necesidad
de orden y seguridad: el mundo no debe alejarse demasiado bruscamente
del camino que, con tanta fatiga, van siguiendo.
El cuento es
también para el niño un instrumento ideal para que el adulto permanezca
junto a él. Es raro que el adulto disponga del tiempo que desearía para
poder jugar con el niño y como él querría, con dedicación, participación
y sin distracciones. Pero con un cuento todo es distinto, mientras dura
la mamá está con él, toda para el niño, como una presencia consoladora
que le ofrece protección y seguridad.
A veces el niño se permite el
lujo de no prestar atención , especialmente si ya conoce el cuento (y
tal vez por eso él mismo ha pedido su repetición), y por eso solo
necesita controlar que su narración se desarrolle por vías ya familiares
para poder dedicarse al “estudio” de su madre o del adulto, que
raramente puede realizar cuando quiere. Su voz, sus tonos, sus gestos no
le hablan sólo de Caperucita o Pulgarcito, le hablan de sí mismo.