martes, julio 09, 2024

Péguy en el umbral

por Gianni Valente

"Péguy es indivisible, y por eso está dentro y fuera de la Iglesia, es la Iglesia in partibus infidelium, allí, por tanto, donde ella debe estar. Es indivisible gracias a su arraigo en lo profundo, donde mundo e Iglesia, mundo y gracia se encuentran y se penetran hasta hacerse indistinguibles", escribía Von Baltahasar. Apuntes sobre el libro Péguy au porche de l'Eglise recientemente publicado en Francia por Les Éditions du Cerf

"Soy un pecador. No soy un santo. Los santos se reconocen inmediatamente. Soy un buen pecador, un testigo. Un pecador que los domingos va a oír misa a la parroquia, un pecador con los tesoros de la gracia divina". Esto decía de sí mismo Charles Péguy. Sabía muy bien que "en materia de cristiandad, nadie es más competente que el pecador. Nadie, excepto el santo. Es más, en general se trata de la misma persona. El pecador y el santo son dos elementos, digamos, integrantes; esto es, dos partes integrantes del mecanismo de la cristiandad. Juntos, son indispensables el uno al otro".

En cambio, "los fariseos quieren que los demás sean perfectos. Lo exigen y reclaman. Y no hablan más que de esto". Entre ellos está también la retahíla de clérigos, eclesiásticos e intelectuales católicos oficiales, que, por un lado, prefieren taparse los ojos, negar la evidencia, esconderse a sí mismos la verdadera naturaleza y dimensiones de la catástrofe del cristianismo en la modernidad. Pero, por otro lado, preocupados, porque están insatisfechos, de la moralidad ajena, no cesan de lanzar condenas sobre el mundo moderno. "Lo suyo es quejarse y criticar. Refunfuñan, mascullan, rezongan. Están de mal humor y, lo que es peor, albergan rencor".

Péguy sufrió toda la vida por lo que el llamaba "el partido de los devotos". Y como sucede a menudo, los que más cuidado pusieron en hacerle sufrir fueron algunos amigos que  querían "salvar el alma" al poeta de Orléans. Péguy se había casado con una mujer atea, y sus hijos no estaban bautizados. Por tanto no podían recibir los sacramentos.

Donde mundo e Iglesia, mundo y gracia se encuentran

La casa editorial Éditions du Cerf publicó en Francia un libro que reconstruye con documentos inéditos la crónica de la guerra que el poeta tuvo que combatir para zafarse de sus aspirantes "maestros espirituales", que partían de su difícil y dolorosa situación familiar para juzgar su corazón. El hermoso título, Péguy au porche del'Eglise (Péguy en el umbral de la Iglesia), sugiere cual era la verdadera raíz del escándalo que hacía perder los estribos a los intelectuales católicos. No era la presunta (según ellos) incoherencia moral de Péguy, sino más bien el hecho de ser un hombre de frontera, uno que se queda en el umbral de la Iglesia, que es el lugar del nacimiento, el lugar donde el no cristiano se hace cristiano por la gracia. El lugar donde el no cristiano, por la gracia se da cuenta asombrado de que el cristianismo corresponde inesperadamente a su corazón. Tampoco entonces los intelectuales y los militantes católicos podían soportar este vertiginoso permanecer en ese perenne umbral ("por tanto, allí donde la Iglesia debe estar", como escribirá Von Baltahasar). De ellos decía Péguy: "No son cristianos, quiero decir que no lo son hasta la médula. Continuamente pierden de vista la precariedad, que para el cristiano es la condición más profunda del hombre; pierden de vista esa profunda miseria; y no tienen presente que siempre hay que volver a comenzar". Y sigue diciendo: "Es una precariedad eterna. Nada de lo adquirido es adquirido para siempre. Y es la condición misma del hombre. Y es la condición más profunda del cristiano. No hay nada más contrario al pensamiento cristiano que la idea de una adquisición eterna, la idea de una adquisición definitiva que no puede ponerse en tela de juicio".

Escribe Von Baltahasar: "Péguy es indivisible, y por eso está dentro y fuera de la Iglesia, es la Iglesia in partibus infidelium, allí, por tanto, donde ella debe estar. Es indivisible gracias a su arraigo en lo profundo, donde mundo e Iglesia, mundo y gracia se encuentran y se penetran hasta hacerse indistinguibles. Tal vez, después de la larga historia de las variaciones platónicas en la historia cristiana del espíritu, la Iglesia no se ha instalado nunca de modo igualmente concreto en el mundo, donde, sin embargo, la idea de mundo está libre de todo matiz de entusiasmo acrítico, de toda mitología y erotología, como también de toda fe optimista en el progreso. Sencillez bíblica y castidad especulativa le dan a Péguy una incorruptible claridad en su mirada al mundo tal y como es realmente, grandeur et misère".

"Una religión distinta para personas consideradas distinguidas"

A la edad de dieciséis años Péguy no era cristiano. Escribe en este periodo: "Todos mis compañeros se han quitado de encima, como yo, su catolicismo […]. Los trece o catorce siglos de cristianismo implantado entre mis antepasados, los once o doce años de enseñanza y a veces de educación católica sincera y fielmente recibida han pasado por mí sin dejar huella". Son los años en los que su entusiasmo de adolescente sensible mira a los mitos de la fe republicana, revolucionaria, para luego llegar al socialismo místico que coloca a la Iglesia, junto con la monarquía, en el ámbito decrépito del Ancien Régime, un oropel instrumental de opresión de la burguesía capitalista. En este clima humano y social, Péguy, joven universitario, se casa por lo civil con Charlotte Baudouin, de dieciocho años y hermana del fallecido Marcel, su amigo y compañero de fe socialista que Péguy veneraba. La armonía afectiva de la joven pareja se funde al principio con la militancia común al servicio de la fe laica y atea común.

De esta tierra incristiana, que considera el cristianismo como un pasado que no le atañe, procedía Péguy cuando diez años después se hace cristiano. Cuando a partir del presente encuentra el cristianismo. Más tarde, al describir la tragedia moderna, la de un mundo totalmente incristiano ("la renuncia de todo el mundo a todo el cristianismo"), hablará con conocimiento de causa, visto que también él procede de ese mundo, también él fue uno de los "primeros hombres sin Cristo", lejanos y diferentes de los no creyentes y de los pecadores de las épocas cristianas.

Para Péguy la fe cristiana ha sido un nuevo inicio de gracia, una yema que milagrosamente ha florecido en el desierto de su vida, ajetreada en los miles asuntos de su revista, los Cahiers de la quinzaine, fundada en 1900. Pero, justamente por ser un nuevo inicio de gracia, no se percibe nunca como una abjuración de su vida transcurrida in partibus infidelium, como el regreso al redil católico del militante socialista que sublima en la religión sus fracasos políticos: "Es porque nuestro corazón ha querido profundizar en el mismo itinerario y no porque se deba a una evolución ni a una duda, por lo que hemos hallado el camino del cristianismo. No lo hemos encontrado gracias a un regreso. Más bien lo hemos encontrado al final. Y por esto, es necesario que una parte y la otra lo sepan bien, no renegaremos nunca de ningún átomo de nuestro pasado". En su nueva experiencia cristiana Péguy lleva consigo su pasión por una liberación temporal de los hombres. Evita con energía el abrazo de la derecha clerical que intenta "recuperarlo". No tiene nada que ver con los reformadores que proponen como salida al desastre moderno volver a un utópico régimen de cristiandad. En el panfleto Notre jeunesse (1910) reconoce con realismo la situación de la Iglesia en el mundo moderno: "No debemos escondernos", escribe, "que si la Iglesia ha dejado de ser la religión oficial del Estado, no ha dejado de ser la religión oficial de la burguesía del Estado". Y de nuevo: "El cristianismo, por lo contrario, socialmente, no es más que una religión de burgueses, una religión de ricos, una especie de religión superior para clases superiores de la sociedad, de la nación, una especie de religión distinta, digna de misericordia, para personas consideradas distinguidas; por consiguiente, lo más superficial, en cierto sentido lo más oficial, lo menos profundo, lo más inexistente que exista; lo más desolado, lo más miserablemente formal que exista; y por otro lado, sobre todo, lo más contrario a su institución, a la santidad, a la pobreza, incluso en el aspecto más formal de su institución, que exista".

Su mujer y la familia de ella no aceptan la nueva realidad que vive Péguy, y reducen el caso a una mera cuestión de "crisis" religiosa. La señora Péguy sigue intransigentemente apegada a la tradición republicana y de la Comuna de su clan familiar, sigue adorando esos mitos del pasado que su marido parece haber agotado. Para Péguy es aún más doloroso porque los suyos lo tratan como a un renegado, sin serlo: "¿Cómo hacérselo comprender a los seres queridos, en un clima político y social donde decir católico es como decir clerical y quien habla de Jesucristo hace pensar inmediatamente en el Orden Moral de Mac Mahon?" (Jean Bastaire, Péguy, il non cristiano, Milán, Jaca Book, 1991). Péguy sabe, sin preguntarlo, que su mujer rechazaría la propuesta de casarse por la Iglesia y bautizar a los tres hijos nacidos del matrimonio. Esta condición suya funda estructuralmente su estatuto de cristiano perennemente "en el umbral": aunque católico, no puede "entrar en la Iglesia", es decir, no puede acercarse a los sacramentos. Mientras fue un no creyente, no se le podía imputar su situación irregular. Ahora que confiesa su fe, su matrimonio civil se convierte en concubinato prohibido por la Iglesia. Y no bautizar a sus hijos es una falta gravísima en sus deberes de padre cristiano.
En esta situación desgarradora, que le acompañará durante toda su vida, Péguy busca el consuelo de algunos amigos católicos.

El partido de los devotos

Recoge las confidencias de Péguy un joven intelectual con buenas perspectivas, ex colaborador de los Cahiers, convertido a la fe católica desde hacía poco, su nombre es Jacques Maritain, está casado con Raïsa, una joven judía de origen ruso también convertida desde hacía poco. En mayo de 1907 Péguy le refiere su sufrimiento y le invita a que tome contacto, como "embajador espiritual", con un viejo amigo suyo de Orléans, Louis Baillet, que después de hacerse monje benedictino se había refugiado con la comunidad de Solesmes en la isla de Whight para huir de las restricciones de la ley republicana sobre las asociaciones religiosas. De los dos amigos encargados de estudiar su "caso", Péguy espera confusamente no se sabe qué consuelo, y, en cambio, le presentan la cuenta, la lista fría de las obligaciones que tiene que cumplir si quiere de verdad "volver a entrar en la Iglesia". El reciente volumen Péguy au porche de l'Eglise recoge la correspondencia inédita que mantuvieron en los años siguientes Baillet y Maritain sobre el caso Péguy. Proponiendo también fragmentos conocidos del diario de Maritain, el libro es la crónica del sufrimiento al que los dos amigos (y otros con ellos, como el benedictino Clerissac) sometieron al director de los Cahiers para que pusiera orden en su vida.

Una carta de Baillet a Maritain de julio de 1908 refiere, como ejemplo de comparación, el caso de un pastor protestante que para hacerse sacerdote católico tuvo que renunciar a su mujer e hijos, y expone en síntesis cuál es para los dos amigos la única solución del caso "Péguy": "Seguir en la situación presente es imposible: la ley divina es formal: nada puede impedirle a nuestro amigo reconciliarse con la Iglesia […]. Su primer deber no es ir a misa, sino regularizar su unión: tiene que hacerlo lo antes posible, e independientemente de las consecuencias […] debe decirle a su mujer que está decidido a volver a la Iglesia, por consiguiente a casarse por la Iglesia, y hacer que ella se bautice después de recibir la instrucción que pide la Iglesia. Si ella acepta, será una prueba de amor tan clara que le permitiría hacer las paces con ella […]. Si lo rechaza, él quedará libre y entonces será el momento de regularizar los detalles de la situación. […]. Se le pide un sacrificio extremo: que lo haga sin mirar las consecuencias posibles de su acto".

También el matrimonio Maritain presiona con fuerza a su amigo desde el principio. En septiembre de 1907, al volver de su primera entrevista con Baillet, Maritain escribe a Péguy: "Dios ha dado a los hombres, a todos los hombres, sus diez mandamientos. […] Por medio de estos diez mandamientos el buen Dios nos habla a cada uno de nosotros. Nadie está exento de lo que Él ha mandado para todos […]. Cuando el dueño ha puesto reglas para toda la casa, los siervos no van a pedirle órdenes personalizadas. No se puede tener ninguna vocación particular que preceda la vocación universal. Creer que Dios pide, en el interés de su gloria, que se aplace la ejecución de sus mandamientos, incluso un día solo, es seguramente una ilusión […]. Porque volver a la Iglesia significa hacer lo que Dios pide, lo que manda absolutamente y ante todo, obedecer a sus mandamientos […]. Volver a la Iglesia, recibir la vida y el alimento de la gracia como un hijo fiel y no pródigo, no puede ser nunca de ninguna manera una obra que necesita madurar en el tiempo, sino que es un deber, que ya está maduro en el momento en que se ve".

Solamente lo sensible le toca

Desde entonces y en el poco tiempo que le queda por vivir a Péguy (morirá en el frente, el 5 de septiembre de 1914, durante la batalla del Marne), los amigos incansables aumentan sus imposiciones, preparan estrategias y emboscadas, multiplican sus reproches para que se rinda y pague su rescate de "rehén" del cristianismo. Para Maritain, Péguy es "un imbécil", uno que "despilfarra la gracia", que se hace ilusiones de "que la salvación es fácil", "se contenta con cosas no esenciales, como hacer que su familia comiera de vigilia durante la Semana Santa, y que sus hijos canten cancioncillas cristianas". Si Péguy confiesa que quiere ir como peregrino a Chartres para pedir la gracia para un amigo enfermo, Maritain se lo prohíbe explicándole que "es imposible hacer el voto de una peregrinación sin prometer al mismo tiempo que se hará la comunión". Se llega a desear que las aflicciones familiares y profesionales rindan a Péguy, le obliguen a convertirse en "un miembro sano" de la Iglesia, aceptando la ley de que la conversión "comporta cierta pérdida". Sobre todo no soportan los motivos que Péguy contrapone: "Su respuesta es que no quiere abandonar a su mujer, quiere que sea bautizada y entre en la Iglesia, y para esto no debe adoptar métodos violentos". Los amigos consideran también un obstáculo el entorno de los Cahiers, compuesto de "judíos y universitarios" incristianos, un motivo de perdición con el que sería mejor romper. Se ironiza sobre la humilde esperanza abrigada en el corazón de Péguy que su permanencia física en la tierra incristiana de la que procede pueda contagiar la fe también a otros: "Considera su obra literaria tan importante que le hace retrasar aún por un tiempo la ejecución de los mandamientos de la Iglesia". Maritain llega incluso a encararse directamente con la señora Péguy para arrancarle su asentimiento al bautismo de los hijos, lo que hace aumentar su intransigencia.

Cuando fue publicado El misterio de la caridad de Juana de Arco, Maritain escribe en una carta a Péguy que se trata de una obra "llena de irreverencia", que "transforma la fe en lo más mediocre posible", en la que "se osa hablar de la Virgen María de manera baja". y termina diciendo que esta obra "demuestra simplemente que tiene usted que andar mucho camino para ser un cristiano fiel". Y aquí aparece la verdadera raíz de la incomprensión. Las últimas cartas de Maritain a Baillet y a otros sacerdotes acusan a Péguy de no querer someterse al "yugo intelectual" que la conversión al cristianismo implica. "Me doy cuenta de que su desprecio de las "fórmulas intelectuales" puede esconder perfectamente el desprecio de la obediencia intelectual, es decir, el desprecio de la Verdad […]. A Péguy le da horror el yugo intelectual de la fe, sin el que no hay verdadera fe". Y en otra carta a Baillet, de junio de 1910: "Ya le he dicho que la verdad teológica no le interesa […]. Él cree que la fe del carbonero es una fe más grande que la de santo Tomás; cree que la palabra divina no es nada más que palabras: solamente lo sensible le toca".

"Son oraciones de reserva"

Así se descubre, más allá de sus historias familiares, el juicio sobre la experiencia cristiana de Péguy. Para los modernos, el cristianismo es una pertenencia a verdades eternas, quizás descubiertas con el entusiasmo de los neófitos, que se identifica con una lista de consecuencias morales, de deberes que hay que cumplir, incluso a costa de sacrificios heroicos. En el fondo, se trata de adaptar la vida práctica a una teoría verdadera. A Péguy le sucedió de otra manera. Viene de la tierra totalmente incristiana, de la perdición moderna, y sabe muy bien que toda la verdad cristiana no basta para que brote ni siquiera la esperanza más pequeña. Como su Juana de Arco, bien sabe Péguy que veinte siglos de fe, caridad, santidad, teología no sirven para hacer feliz el corazón del hombre aquí y ahora, si no sucede algo nuevo, el encuentro con un signo viviente, carnal, visible y tangible de la misma Presencia. Como hace dos mil años. Una humanidad nueva, para la que el hombre está hecho, donde Cristo responde a su corazón. "Solamente lo sensible le toca", escribe disgustado Maritain. Y Péguy responde: "La acción de la gracia, esto es lo que hay que responder a los imbéciles que piden la racionalidad de la fe". Este nuevo inicio de gracia, esta gracia nueva ("Una gracia total. Una gracia nueva. Y si puedo decirlo, una gracia juvenil. Porque la eternidad misma está en lo temporal. Y hay gracias nuevas y gracias que parecen haber envejecido") por su naturaleza no se puede pretender, se puede sólo esperar. Y pedir. Por tanto, mucho menos se puede imponer a los demás, a la mujer atea, a los amigos y a los lectores incristianos de los Cahiers de la quinzaine. Una pretensión semejante sólo haría aumentar la sospecha que marca toda la modernidad, para la que el cristianismo es solo un "yugo intelectual" que cansa y consuma la vida.

Péguy se abstiene de hacer presiones e imposiciones a los demás. Espera con paciencia dolorosa que, como le ha ocurrido a él, la gracia toque los corazones. Se queda en el umbral y espera que Otro actúe, que lleve también a los suyos, como ha hecho con él, al mismo umbral, al mismo permanente comienzo. Respeta los tiempos y las circunstancias en que el milagro tan deseado pueda acontecer. Y reza como pobre pecador las oraciones cristianas: "Son oraciones de reserva. No hay una en toda la liturgia que el pobre pecador no pueda decir verdaderamente. En el mecanismo de la salvación, el Ave María es el extremo socorro. Con esto no nos podemos perder".

Los intelectuales no comprenden, confunden todo esto con un laxismo, con un escéptico aplazamiento. Péguy denuncia sus costumbres en las páginas de Véronique. Dialogue de l'histoire et de l'âme charnelle: "Lo propio de estas intervenciones es obstaculizar siempre la operación de la gracia; pillarla de sorpresa, con una especie de paciencia formidable. Pisotean los jardines de la gracia con una brutalidad espantosa. Parece que lo único que se proponen es sabotear los jardines eternos. Así los curas trabajan en la demolición de lo poco que queda. Y sobre todo cuando Dios, mediante el ministerio de la gracia, trabaja las almas, no dejan nunca de creer, estos buenos curas, que Dios piensa sólo en ellos, que trabaja sólo para ellos […]".

De la gracia, la audacia

En vísperas de su muerte, estando con otros soldados cerca de los Eremitanos, en Vermans, Péguy pasa toda la noche recogiendo flores alrededor de los pies de una estatua de la Virgen, que se había salvado de la destrucción de los jacobinos y que desde entonces estaba en un establo transformado en capilla. Sería la última ocasión para confiar sus seres queridos a la Virgen. Su súplica, expresada en doloroso silencio durante los últimos años, será oída: después de su muerte, entre 1925 y 1926, la señora Péguy y tres de sus cuatro hijos (el último nació después de la muerte del padre) recibirán el bautismo en la Iglesia católica. El primogénito, en una comunidad protestante.

Se cumplía, pues, la gracia que tanta veces Péguy había pedido a María, entregándole sus hijos en el silencio de su propio corazón, como describe en El Pórtico del misterio de la segunda virtud: "Hay que decir que fue valiente de verdad y que era una acción audaz. Y, sin embargo, todo cristiano lo puede hacer. Es más, uno se pregunta por qué no lo hace. Al igual que tomamos tres niños del suelo y los ponemos allí a los tres. Juntos. Al mismo tiempo. Por diversión. Por juego. En los brazos de su madre y de su nodriza que ríe. Y protesta. Porque son muchos. Y no tiene fuerzas para llevarlos. Él, audaz como un hombre, los había tomado, con la oración los había tomado. Sus tres niños en la enfermedad, en la miseria en que estaban. Y tránquilamente los había puesto. Con la oración los había puesto. Muy tranquilamente en los brazos de aquella que se hizo cargo de todos los dolores del mundo. Cuyos brazos llevan ya muchos pesos. Porque el Hijo ha tomado todos los pecados. Pero su Madre ha tomado todos los dolores".