La frase forma parte de una canción de Amaral titulada “Perdóname”. (En realidad, la frase no es así, textualmente dice “discúlpame por quererte igual que antes”, pero me voy a permitir el atrevimiento de sustituir ese “discúlpame” por un más contundente “perdóname” sin traicionar el espíritu de la canción).
La canción expresa el arrepentimiento de una persona por los errores cometidos en una relación que se deteriora. Algunas pueden sonar reconocibles: “perdóname por todos mis errores, por mis mil contradicciones”. La mayoría de las personas podemos reconocer errores que hemos cometido en nuestras relaciones. Esto no es especialmente novedoso, aunque es muy saludable.
Lo que resulta verdaderamente original es expresar arrepentimiento porque el amor sea igual que al principio. Esto encierra una carga de profundidad que vamos a intentar desentrañar.
Está muy asumido socialmente que el amor se vive en una trayectoria parabólica: crece un poco al principio y luego va decayendo. Como si el amor se viese afectado por la ley de la gravedad. Según esta creencia, lo normal es que, conforme pasa el tiempo, la complicidad, la pasión o la entrega que había al principio vayan dando paso a una flácida costumbre.
Se entiende que es la dinámica normal no solo en las parejas, sino en la vida profesional, en los curas, en el cultivo de las aficiones… Así, se piensa que lo normal es que al principio de la vida el entusiasmo sea creciente y llegue un momento en el cual empiece a decaer.
Hay quien opone a esto la creencia de que se puede conservar el amor, como si el amor fuera tomate frito, sardinas o pimientos del piquillo. Cuando yo era adolescente nos escribíamos frases como “no cambies nunca” en las carpetas del instituto, como una especie de piropo. (También escribíamos poesía del nivel de "al pasar por tu ventana me tiraste una flor, la próxima vez, sin maceta, por favor", en fin, no nos juzguen muy severamente)
Ese “no cambies nunca” se supone que era una frase positiva, de validación. Eres tan guay que no quiero que cambies. Como si fuera posible no cambiar (especialmente en la adolescencia, momento en el que te define, entre otras cosas, la rara cualidad de cambiar físicamente casi por días y anímicamente casi por minutos).
Insisto, la idea de fondo es la misma: las personas cambiamos a peor, las relaciones se van deteriorando, lo único que se puede hacer es intentar conservar el amor del principio (lo cual, dicho sea de paso, se convierte en algo casi tan milagroso como conseguir que la trayectoria que dibuja un proyectil no termine en caída).
Y no tiene por qué ser así.
El geólogo escocés James Hutton en su Teoría de la Tierra en 1795
afirmaba “desde la cima de las montañas hasta el fondo del mar, cada cosa está en constante cambio en la tierra”. Si el cambio es una cualidad intrínseca a la vida ¿no será mejor comprender el amor en el matrimonio como algo llamado a cambiar creciendo? Creciendo en confianza, en intimidad, en complicidad, en pasión, en entrega, en cuidado, en escucha, en comprensión, en servicio, en alegría, en presencia de los demás en nuestra vida, en cariño, en apertura del corazón, en ternura, en amabilidad, en paciencia... Crecer, ser cada día mejor, más pleno.
Esto es imposible en dos casos: uno, si consideramos que nuestra relación ya es perfecta. Si es perfecta, no puede ser mejor y, por lo tanto, no crece. Dos, si consideramos que lo normal es que la cosa vaya a menos y nos acomodamos a ello.
Pero el amor está llamado a crecer, de forma que, al pasar los años cuando miremos al otro, podamos afirmar que le conocemos más, que nos divertimos más con él, que le deseamos más, que le abrimos más nuestro corazón, que estamos dispuestos a hacer más por él, que sabemos quererle en medio de sus defectos, que le tratamos con más amabilidad, con más ternura, que estamos más dispuestos a escucharle, que en nuestra mirada y nuestra acción sobre el mundo va habiendo más comunión. Que al mirar atrás en nuestra historia podamos constatar con alegría que le quiero más y mejor que antes.