viernes, julio 12, 2024

Dejad que los niños se aburran

Carmen Posadas

Este artículo va dedicado con mucho cariño a los super padres y madres de hoy en día. Me refiero a los que creen que, ahora que hay vacaciones escolares, ser buen padre o madre consiste en convertirse en una mezcla de Merlín el encantador con taxista de altas horas de la madrugada y billetera siempre dispuesta para que el niño no se aburra ni un minuto: hoy te llevo al parque de atracciones con diez o doce coleguis del colegio, mañana te apunto a clases de piragüismo en el pico de un monte, (madrugón de las siete de la mañana para llegar a tiempo) el jueves vamos al zoo, el viernes karaoke, el sábado piscina desde las 10 de la mañana hasta las diez de al noche y así hasta la extenuación del padre/ madre (y de su billetera, huelga decir) Y es que vivimos tiempos en que estar sin hacer nada resulta inverosímil. Nos hemos acostumbrado a una hiperactividad casi epiléptica por la que no podemos estar ni un segundo sin recibir impulsos cerebrales. Comemos con la tele puesta, nos duchamos con al radio a todo gas, amamos, conducimos, trabajamos, hacemos gimnasia o nos peleamos con la vecina, siempre con algún parloteo o música de fondo. Por eso no resulta extraño que el aburrimiento sea el más temido monstruo de nuestros días. El aburrimiento no en su significado real sino tal como lo entendemos hoy en día, es decir, “no estar ocupado en algo” y para no aburrirnos estamos siempre ocupadísimos. Más aún: normalmente hacemos dos o tres cosas a la vez como hablar por teléfono ver la tele y comer, qué bien lo pasamos, qué ocupados estamos. Sin embargo estar sin hacer nada no implica necesariamente aburrirse, parece inverosímil, inaudito, increíble pero es verdad: existe vida más allá de la Play station, la tele y demás juguetitos a los que estamos conectados los adultos y no digamos los niños. Por eso me parece equivocada esa actitud de intentar convertir la infancia de nuestros hijos, en especial durante el verano, en un especie de perpetuo Disneylandia. 

Hemos pasado de una época en la que los niños eran un cero a la izquierda en las familias ( ya saben el modelo “cuando seas padre comerás huevos” etcétera ) a una en la que estamos apunto de convertir a nuestros hijos en insaciables monstruitos a los que hay que alimentar continuamente de diversiones, actividades múltiples y caprichos sin fin. Obviamente no estoy intentando abogar porque volvamos al viejo modelo, creo que, en líneas generales los padres actuales son los más comprensivos, generosos y responsables que ha dado toda la historia de la humanidad, pero entre la paternidad generosa y paternidad papanatas hay tan sólo una tenue línea divisoria. 

Conviene recordar que si los niños de antaño ahora convertidos en padres actúan así es, en mi opinión, por tres motivaciones muy evidentes. La primera es el deseo de darle a sus –a nuestros– hijos lo que nosotros hubiéramos deseado tener en la infancia. El progreso económico ha hecho posible que hoy en día se tenga acceso a un deslumbrante repertorio de juguetes y aparatos electrónicos que nosotros, niños del tardo franquismo o de primeros años de la democracia, no habríamos podido ni siquiera imaginar en sueños. Esta primera motivación me parece laudatoria y comprensible, las otras dos en cambio son más resbalosas. La vida de confort antes descrita que permite a las familias adquirir todos los gadgets imaginables, tiene un precio, naturalmente. El precio es convertirse en un padre/madre ausente. Trabajar largas horas, viajar, poner por delante de la vida familiar la profesional, trepar, triunfar, ser un ganador… Creo que las mujeres somos mucho más propensas a la culpa que se deriva de estar largas horas fuera de casa, pero posiblemente la necesidad de compensar a los hijos por el supuesto abandono a base de regalos carísimos es una actitud masculina. En cualquier caso nosotras tampoco nos libramos del síndrome del progenitor culpable y lo compensamos siendo madres complacientes, demasiado, diría yo. Existe además un tercer factor, uno que los americanos llaman “Keep up with the Jones” o lo que es lo mismo, intentar estar a la altura de los vecinos (y a ser posible ser más , mucho más que ellos): si el niño de l vecino tiene tal hay que comprarle al nuestro lo mismo. O uno más grande, o dos o tres…

Ahora que mis hijas son mayores y ya me salí de esa rueda mortífera de querer ser una super madre por todos los motivos buenos y malos antes descritos, permítanme un consejo: Este verano no se sientan en al obligación de estarles dirigiendo la vida a sus hijos a cada minuto con mil actividades y dos mil caprichos. No sólo se ahorrarán mucho estrés veraniego y no poco dinero, sino que posiblemente descubran que ellos no se aburren en absoluto porque descubrirán sin duda esos pequeños placeres: escaparse de la siesta, jugar al parchís, mirar la naturaleza… con la que de nosotro, niños menos consentidos, éramos entonces tan felices.


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