Los cristianos “creemos en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro”. Las preguntas que provoca esta fe no son siempre fáciles de responder: ¿cómo serán los cuerpos resucitados? En la vida resucitada cada uno reconocerá su propio cuerpo y el de los demás. Será un cuerpo glorioso, sin las pesadumbres del cuerpo terreno, pero con todas las características propias de nuestro cuerpo actual. Al menos, si lo entiendo bien, es lo que dice Tomás de Aquino. Y eso hasta el punto de que Tomás afirma que la sexualidad, en su diferenciación femenina y masculina, es parte integrante de los cuerpos resucitados, porque ella contribuye a la perfección de lo humano.
Ya hablando de la vida en el Paraíso, antes del pecado, Tomás de Aquino había afirmado la consistencia del placer sexual al engendrar. Un placer, decía Tomás, más intenso incluso que en nuestra actual situación de pecado. Del mismo modo que una persona sobria experimenta mayor placer bebiendo vino que una persona alcoholizada, así en una situación de no pecado, el placer sexual sería más intenso. Podríamos hacer esta aplicación: cuando el sexo es expresión de amor se disfruta más y mejor que cuando es simplemente un desahogo biológico en el que la relación personal con el otro importa poco.
Al hablar de la escatología vuelve Tomás a plantearse este tipo de cuestiones. Cierto, “en la resurrección de los muertos, ni ellos tomarán mujer, ni ellas marido” (Mc 12,25). El matrimonio y la procreación son asuntos de este mundo, no pertenecen al futuro escatológico del ser humano. Y, sin embargo, afirma Tomás de Aquino, en este futuro escatológico permanecerá la distinción sexual, porque esta distinción va más allá de lo utilitario, de las necesidades del engendrar, ya que forma parte de la perfección de lo humano. Antes que otra cosa, la sexualidad tiene un significado personal, marca nuestra sensibilidad, nuestro modo de ser, y está orientada a la relación, en la que lo sensible y afectivo es un componente esencial. A partir de ahí se ilumina mejor la vocación cristiana a la virginidad, que no anula lo sexual, sino que lo orienta directamente hacia su auténtica finalidad: el amor. La vida consagrada anticipa y simboliza lo que ocurrirá en el reino de los cielos, en donde todo lo sensible estará únicamente al servicio del amor y de la contemplación divina.