domingo, mayo 23, 2010

UN SALVAJE LLAMADO BRAVO MURILLO

Se ha hecho célebre la frase del ministro Bravo Murillo cuando le pidieron que legalizase la escuela fundada por Cervera para enseñar a los obreros a leer y escribir: “Aquí no necesitamos hombres que piensen sino bueyes que trabajen”

miércoles, mayo 19, 2010

El gruñón ignorante

Cuando llegué a aquel pueblo tropecé con un anciano que iba mascullando su mala suerte y me le quedé mirando.

-Ese, el Perico, siempre se está quejando. Es un gruñón y un ignorante – me dijo un oriundo.

Siempre me ha gustado, cuando llego a algún sitio, antes de ir a ver los grandes monumentos y construcciones, buscar el lugar de reunión popular. Y así descubrí “El Cobertizo”, que era el barucho donde se juntaban los más burros de la vecindad.

Mientras hablaba y bebía con los trabajadores del campo, apareció nuevamente “el Perico”, gruñendo y maldiciendo su mala suerte.

-Buenos días, Perico – le dijeron desde la barra.

-Buen ánima a todos – contestó él.

No tardaron en arrimarse a mi oído y susurrarme:

-¿Ves qué ignorante, que no sabe decir “buen ánimo” siquiera?

-¿Hoy tampoco te quedas un rato? – le preguntaron.

-¡Qué más quisiera! Yo es que tengo muy mala suerte. Todo me ocurre a mí. Vengo para tomarme un trago y descansar un minuto que, si no, no llego.

Se tomó una copa de orujo de un trago, soltó un suspiró y puso pies en polvorosa.

Como me habían hablado tanto de él, me picó la curiosidad y decidí seguirle. Pronto se percató de mi presencia y preguntó:

-Ay hijo, ¿qué es, que me estás siguiendo?

-Sí, bueno... esto... yo...

-Nada, nada, si no es ná malo lo que estás haciendo. Que me viene bien que me acompañes, a ver si me echas una mano, tú que eres joven.

-Si me dice primero de qué se trata...

-Si no tienes buen ánima no vengas, ¿eh?, que los vagos no me sirven.

-Está bien, no se ponga así, yo le ayudo.

-¡Pero con buen ánima!

-Con buen ánimo, querrá decir.

-Ay, hijo, yo no sé lo que es eso. Yo sé que es el ánima, pero no sé lo que es el ánimo.

-¿Y qué piensa usted que es el ánima?

-Pues esa cosa que te mete Dios pa’l cuerpo, que como es cosa divina, si está bien todo está bien, y ya más ná necesitas. Pero como esté mal, todos los dolores te duelen.

-Pues me dicen que usted se pasa el día gruñendo.

-Ay, si es que me pasa todo a mí. Que no puedo ni descansar un rato.

-Pues cuénteme, ¿qué es lo que le pasa?

-Vale, pero andando, que no llegamos... Mira, te pondré un ejemplo de lo que me ha ocurrido esta mañana. Iba yo a tomar un trago a “El Cobertizo”, pa’ jugar a las cartas con la gente, y esas cosas... Que a tol mundo le gusta. ¿O no? A ti también, ¡pájaro! Pues ¿no voy y me encuentro con el abrevadero partío por la mitad? Que esta es una región ganadera. Mira, ¿ve allí en aquel monte? Vacas ¿Y allí? Más vacas. Pero esas son pa’ la leche. Y ¿dónde beben todas? En el abrevadero de este pueblo. ¿Y no voy yo y tengo la mala suerte de verlo roto?

-Pero hombre, eso no es problema suyo...

-¡Ay que no! Si no lo hubiera visto, no lo hubiera sido. Que cuando muerto, me hubiera preguntado el Señor: ¿Perico, por qué no arreglaste el abrevadero? Y yo le hubiera contestado: No lo vi, Señor, es que no lo ví... Pero es que sí lo vi. Sí que lo vi. Y cuando muera, ¿qué le digo yo al Señor? Porque él lo sabe todo. Y sabe que yo vi que el abrevadero estaba roto y alguien tenía que arreglarlo, y yo no quise... ¿Qué le dirías tú? Na`, pues claro. Así que me fui a la carpintería, a por materiales pa’ arreglarlo. Y allí estaba la Martuca, la pequeña de Camposanto, y me dice que todavía no se sabe los colores. ¡Fíjate qué mala suerte la mía! Aunque también habría que preguntarle a los profesores, que esa niña no es muy lista, pero ya tendrían que haberle enseñado los colores. Pues nada, toda la mañana me la pasé para enseñarle el rojo, el amarillo y el azul. Y mañana me toca más, porque se le habrán olvidado... y tendré que enseñarle alguno otro, como usted comprenderá, porque con tres colores no se pué vivir... Así que a mediodía no pude irme a casa, porque todavía me faltaba el abrevadero. Que tuve que rehacerlo casi entero, porque el agua se colaba por los lados, y allí las vacas no podían beber.

-Pero comió por la tarde...

-Ay, hijo... ¿Que no voy para casa y oigo un lamento? Que estaba la plaza con otras personas y yo pregunté: “Pero ¿es que no oís el lamento?” Pero se ve que en ese momento estaban todos con el ánima mala, y nadie quiso ir a ver de dónde venía. Así que tuve que ir yo. Y es que resulta que la viuda del Andrés se había puesto mala. Y como a mí me ha tocado atender ya a más de una viuda enferma, pues sé lo que hay que hacer en estos casos. Pero, fíjate mi mala suerte, que va la mujer y se muere. Que yo le dije a Dios: ¿pero Señor, no podías haberte esperao un poquito, que tiene mi esposa la comida ya fría en la mesa? Pues nada. Que yo no sé lo que hago mal, que el Señor me está poniendo tol día a prueba. Y otra vez que me tocó preparar el entierro. Ya he llamado al cura y a los de la funeraria...

Cuanto más hablaba el hombre más escamado estaba yo. Pensaba que este exageraba, que, por como lo trataban, tenía que estar mintiéndome. Pero entonces llegamos a una casa y en una habitación reposaba el cadáver de una anciana, vestida de negro. Perico puso los brazos en jarras, aunque no duró mucho así.

-Necesita un Rosario, pa’ ponerle entre las manos. Seguro que tiene alguno en algún lugar. Tú busca por el comedor, que yo miro en esta habitación... ¡Pero con buen ánima, eh!

Al cabo de un rato de búsqueda infructuosa, me preguntó si tenía yo alguno. Mi respuesta fue negativa.

-¡Pero será posible! Ni un poquito de buena suerte... – dijo mientras se marchaba.

-¿Adónde va?

-¿Pues a dónde va ser? A por el Rosario de mi mujer, que ya le compraré otro.

Esperé junto al cadáver. A su regreso, Perico trajo consigo a la esposa, la cual puso un Rosario entre las manos de la muerta. También le acompañaba el sacerdote y no tardaron los de la funeraria. Dimos sepultura a la anciana aquella misma tarde. Perico fue el que corrió con los gastos.

Había caído la noche cuando acabamos.

-Muchacho, muchas gracias. Pero ahora te tengo que dejar. ¡Que me cago en mi suerte! ¿No voy y me encuentro que la casa del cojo Juan tiene goteras por un agujero en el tejado? Y tenía que ser el cojo, que no puede subirse allí arriba...

Algo se removió en mi interior. Sentía vergüenza y alegría a un tiempo, por haber conocido al viejo Perico.

Cuando regresé a “El Cobertizo” y les solté:

-¡Aquí hay mucho gruñón y mucho ignorante, pero nada de eso es Perico! – empezaron a caerme palos por todos los lados, hasta el punto de que en dos minutos me habían sacado del pueblo a patadas. Todavía les quedó tiempo para espetarme:

-Mira que dejarte convencer por este zoquete... Eres el viajero más tonto que hemos conocido.

No me volvieron a dejar entrar, pero yo, cada vez que mi camino pasa cerca, me quedo un rato mirando con la esperanza de ver, siquiera a lo lejos, al santo gruñón.