No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Han sido muchos los intentos de atribución de
este soneto a uno u otro autor, sin que la crítica se haya sentido
suficientemente comprometida a corroborar una autoría, falta de argumentos
probatorios suficientes. San Juan de la Cruz, santa Teresa, el P. Torres,
capuchino, y el P. Antonio Panes, franciscano perteneciente a la Provincia de
Valencia, figuran entre otros de probabilidad más dudosa. La atribución a los
dos carmelitas responde al tema del amor desinteresado, que anticipa la mística
franciscana, de donde bebe santa Teresa, al menos. El estilo que muestra el
soneto, rico en juegos formales, no nos recuerda la riqueza imaginativa que
singulariza al de Fontiveros, ni el más simple y llano de la santa abulense.
Consta, además, en cartas que conserva la Orden, que antes de las fechas en que
vive el P. Torres, los misioneros franciscanos enseñaban este soneto y el
Bendita sea tu pureza, del P. Panes, a sus indios americanos, como
oraciones cotidianas de la propia devoción seráfica.
El soneto, por su perfecta factura, figura como
modélico en todas las antologías que se precien, desde que lo incluyó en la suya
de las Cien Mejores Poesías de la lengua castellana don Marcelino
Menéndez Pelayo.
Nunca el amor a Cristo crucificado había
alcanzado tal grado de pureza e intensidad en la sensibilidad de la expresión
poética. En fechas en que la superficialidad cifraba en el temor al destino
dudoso del hombre en el más allá, la moción de la piedad popular, este poeta
acierta a olvidar premios y castigos para suscitar un amor que, por verdadero,
no necesita del acicate del correctivo interesado, sino que nace limpio y hondo
de la dolorosa contemplación del martirio con que Cristo rescata al hombre. Esa
es la única razón eficaz que puede mover a apartarse de la ingratitud del
ultraje a quien llega a amarte de manera tan extrema.