lunes, febrero 17, 2025

JUDAS - Rafa Pascual

Perdóname por quererte igual que antes - Diego Velicia y Amaral

“Perdóname, por quererte igual que antes”
Diego Velicia, psicólogo en el COF Diocesano de Valladolid
La frase forma parte de una canción de Amaral titulada “Perdóname”. (En realidad, la frase no es así, textualmente dice “discúlpame por quererte igual que antes”, pero me voy a permitir el atrevimiento de sustituir ese “discúlpame” por un más contundente “perdóname” sin traicionar el espíritu de la canción).
La canción expresa el arrepentimiento de una persona por los errores cometidos en una relación que se deteriora. Algunas pueden sonar reconocibles: “perdóname por todos mis errores, por mis mil contradicciones”. La mayoría de las personas podemos reconocer errores que hemos cometido en nuestras relaciones. Esto no es especialmente novedoso, aunque es muy saludable.
Lo que resulta verdaderamente original es expresar arrepentimiento porque el amor sea igual que al principio. Esto encierra una carga de profundidad que vamos a intentar desentrañar.
Está muy asumido socialmente que el amor se vive en una trayectoria parabólica: crece un poco al principio y luego va decayendo. Como si el amor se viese afectado por la ley de la gravedad. Según esta creencia, lo normal es que, conforme pasa el tiempo, la complicidad, la pasión o la entrega que había al principio vayan dando paso a una flácida costumbre.
Se entiende que es la dinámica normal no solo en las parejas, sino en la vida profesional, en los curas, en el cultivo de las aficiones… Así, se piensa que lo normal es que al principio de la vida el entusiasmo sea creciente y llegue un momento en el cual empiece a decaer.
Hay quien opone a esto la creencia de que se puede conservar el amor, como si el amor fuera tomate frito, sardinas o pimientos del piquillo. Cuando yo era adolescente nos escribíamos frases como “no cambies nunca” en las carpetas del instituto, como una especie de piropo. (También escribíamos poesía del nivel de "al pasar por tu ventana me tiraste una flor, la próxima vez, sin maceta, por favor", en fin, no nos juzguen muy severamente)
Ese “no cambies nunca” se supone que era una frase positiva, de validación. Eres tan guay que no quiero que cambies. Como si fuera posible no cambiar (especialmente en la adolescencia, momento en el que te define, entre otras cosas, la rara cualidad de cambiar físicamente casi por días y anímicamente casi por minutos).
Insisto, la idea de fondo es la misma: las personas cambiamos a peor, las relaciones se van deteriorando, lo único que se puede hacer es intentar conservar el amor del principio (lo cual, dicho sea de paso, se convierte en algo casi tan milagroso como conseguir que la trayectoria que dibuja un proyectil no termine en caída).
Y no tiene por qué ser así.
El geólogo escocés James Hutton en su Teoría de la Tierra en 1795 afirmaba “desde la cima de las montañas hasta el fondo del mar, cada cosa está en constante cambio en la tierra”. Si el cambio es una cualidad intrínseca a la vida ¿no será mejor comprender el amor en el matrimonio como algo llamado a cambiar creciendo? Creciendo en confianza, en intimidad, en complicidad, en pasión, en entrega, en cuidado, en escucha, en comprensión, en servicio, en alegría, en presencia de los demás en nuestra vida, en cariño, en apertura del corazón, en ternura, en amabilidad, en paciencia... Crecer, ser cada día mejor, más pleno.
Esto es imposible en dos casos: uno, si consideramos que nuestra relación ya es perfecta. Si es perfecta, no puede ser mejor y, por lo tanto, no crece. Dos, si consideramos que lo normal es que la cosa vaya a menos y nos acomodamos a ello.
Pero el amor está llamado a crecer, de forma que, al pasar los años cuando miremos al otro, podamos afirmar que le conocemos más, que nos divertimos más con él, que le deseamos más, que le abrimos más nuestro corazón, que estamos dispuestos a hacer más por él, que sabemos quererle en medio de sus defectos, que le tratamos con más amabilidad, con más ternura, que estamos más dispuestos a escucharle, que en nuestra mirada y nuestra acción sobre el mundo va habiendo más comunión. Que al mirar atrás en nuestra historia podamos constatar con alegría que le quiero más y mejor que antes.


lunes, febrero 10, 2025

CUANDO YO ME VAYA - De Carlos Alberto Boaglio

Del Cristo Pastelero al Cristo Guerrillero - J. L. Martín Descalzo (19 abril 1971)

El autor se refiere a esta imagen
o alguna similar

 
CIUDAD DEL VATICANO (EFE. Exclusivo para Clarín. Por cable).     

Hace unos días el cardenal Caggiano denunciaba con tensas palabras la llegada a Latinoamérica de la imagen “Cristo guerrillero". Una estampa – decía - que “intenta ser una imagen de Cristo Jesús. Su expresión es de rencor y tras su espalda asoma un fusil, sostenido por correas. Pero el halo celestial no deja lugar a dudas de identificación. Es un Cristo guerrillero para uso de los extremistas latinoamericanos. El intento -concluía el cardenal- es horrendo e inadmisible para un cristiano medianamente instruido y entraña una profanación sacrílega”. 

Las palabras del cardenal me parecen justas y necesarias. Yo conocía hace meses tal estampa y había sentido el horror de imaginarme a Cristo metralleta al hombro. La idea rebotaba en mi cerebro sin lograr entrar en él. Puedo imaginarme a Cristo mudo ante Herodes, pero no a Cristo descargando sobre él su metralleta. Con un cierto esfuerzo llego a aceptar al Cristo que derriba las mesas de cambistas y las cajas de palomas, pero nunca lograré imaginármelo presidiendo el pelotón de fusilamiento de Pilatos, Stalin, Hitler o Nerón. Imaginarme disparando a quien murió por todos los disparos de la historia es, para mí, tan absurdo como un círculo cuadrado. 

Pero, dicho todo esto, tengo que seguir siendo sincero: y añadir que limitarnos a denuncias la imagen del Cristo guerrillero me parece la mitad de la mitad de la verdad. Pienso que dicho eso hay que seguir adelante y preguntarnos por qué a algunos jóvenes del mundo entero les gusta hoy esa imagen que a nosotros nos horroriza. 

Y creo que la respuesta no es demasiado difícil, están tan cansados del Cristo pastelero que durante años y años les hemos inyectado que aceptarían cualquier imagen que recogiera los afanes de justicia que llenan sus almas. 

Porque en honor a la verdad ¿es que el Cristo guerrillero es una herejía mayor que ese otro Cristo azucarado, feminoide, sentimentalista, aguanta-injusticias, cambalachero, amigo del mal menor y de coexistencia con los aplastadores, que tantas veces hemos predicado en los púlpitos y lanzado en las películas? 

Los jóvenes han ido a las iglesias y han oído preciosas oraciones llenas de “Oh, dulce, Jesús mío”, de “amantísimo y piadosísimo corazón de Jesús”, del “Señor lleno de toda bondad y dulzura”, de “delirios místicos y efluvios amorosos”, de “palomitas que vuelan hacia el altar como las almas que suspiran”. ¿Y pensamos que este Cristo podía interesarles?

A mí que -¡ay!- ya no soy tan joven me resulta repulsivo un rostro de Cristo como encarnación de la violencia, pero no más que esos Cristos afeminados que tantas veces nos sirvieron en el cine. Y me parece insoportable un Cristo de ojos hostiles de animal de presa, pero más o menos igual de intolerables me resultan tantas estatuas y cuadros en los que se nos presenta a Cristo -con perdón- con rostro de vaca enamorada. 

Pero aún hay algo más grave: y es que el Cristo pastelero bendecía cánones. Ahora nos llega de Checoslovaquia la imagen de Cristo con metralleta al hombro, pero mucho antes yo había visto las fotografías de obispos levantando el hisopo sobre ejércitos de tanques. Y estas imágenes eran ya una especie de anticipación de este Cristo violento. 

Alguien va a hacer ahora la distinción de las guerras justas y las guerras injustas, ya lo sé. Pero ¿cómo se probaría que solo se bendijeron guerras hipotéticamente justas? ¿Y cómo convencer al guerrillero de que solo su causa es injusta?

Esta es -me parece- la clave del problema. Los jóvenes no creen hoy nuestra crítica a la violencia revolucionaria porque han visto que antes, con sutiles distinciones, hemos aceptado y bendecido las otras violencias. Puede que al llamarnos hipócritas no tengan toda la razón, pero no seré yo quien diga que no tienen ninguna. 

En Berkeley vi hace unos meses una iglesia hippie en unos cuyos “altares” se pintaban dos imágenes: la de un famoso cardenal norteamericano vestido con su traje de capellán de las fuerzas armadas bendiciendo la guerra de Vietnam y la de un bello Cristo que destrozaba un fusil sobre su rodilla. Debajo, un letrero gritaba: “¿qué Cristo de los dos prefiere?”

Sé que es difícil ofrecer a los jóvenes de hoy el Cristo verdadero. Creo incluso que la tarea de todos los cristianos de todos los siglos es ir añadiendo pedacitos de Cristo hasta que al final de los tiempos entre todos hayamos logrado reconstruir al completo y verdadero. Pero ya que no podemos ofrecer a los hombres de hoy ese Cristo infinito y total ¿no podríamos, al menos, ofrecerles un Cristo que llene sus esperanzas de un mundo mejor? No un Cristo violento desde luego, pero sí el Cristo que denunció la hipocresía; sí el Cristo que dijo que compartió la vida de los pobres y trabajó él mismo con sus manos; sí el Cristo que supo salirse de la rutina de los moldes sociológicos; sí Cristo que llamó raza de víboras a los hipócritas aun cuando éstos fueran sacerdotes; sí al Cristo que tomó el látigo contra los mercaderes. 

Si nos limitáramos a darle un Cristo suavecito y tranquilo, adormecedor y dulzarrón, mucho me temo que, entre monstruo y monstruo, van a quedarse con esa loca imagen del Cristo guerrillero. 

José Luis Martín Descalzo

sábado, febrero 08, 2025

POEMA PARA MI HIJA - POEMA PARA MI HIJO

Me gusta la gente simple - Facundo Cabral

Cómo vive el pueblo la Eucaristía

La vida de cada día no deja de depararnos sorpresas, no deja de abrirnos a la realidad, no deja de hacernos preguntas, no deja de dejarnos perplejos, no deja de llamarnos a crecer.


Me gusta conversar con personas que se desviven por sus hijos, que llevan una vida normal de barrio, los veo en el barrio, en actividades vecinales pero tenemos una ocasión más serena de diálogo en una "catequesis" que no les atrae mucho. Lo que les atrae es la felicidad de sus hijos y por eso les apuntan a la "primera comunión" y eso está muy bien. No son mucho de ir al templo, lo ven como cosa de otra etapa de la vida, sí que tienen referencias religiosas, especialmente santa Clara. A veces tienen sus diálogos con Dios pero con la Iglesia tienen una relación desigual. 


No parece que les vayan mucho algunos asuntos más densos, quizá un poco teóricos, quizá les falte tiempo ¿crecemos como personas? ¿Qué debemos hacer en política? ¿por qué hay emigración? ¿por qué algunos niños pasan hambre? ¿por qué hay droga por aquí? ¿por qué los hijos de papá hacen carrera?


Me gusta hablar con ellos porque veo que cuidan de sus padres con cariño, tienen hijos, tienen vida de pareja, se preocupan por los otros, a veces cuidan de esa tía que no tiene hijos pero no la quieren dejar tirada. Me gusta hablar con ellos porque estiran el tiempo, porque hablan de la realidad, porque salen adelante entre mil dificultades.

 

En la última reunión me dieron una nueva sorpresa. Yo creía que iba a ofrecerles una lectura muy interesante de la Eucaristía partiendo de un magnífico cuadro del siglo XX, una obra poco conocida y que me parece sugerente. Leímos el comentario de un sacerdote paul (de san Vicente de Paul) que había sido catedrático de estética en la Universidad de Salamanca. Hablaba de algo que a mí y a otros produce honda emoción. Cristo, según el pintor Nolde, en la Última Cena sentía angustia por lo que iba a ocurrir y por como estaba la realidad. 


A mí me parecía que podían sentir cercano a ese Jesús unas personas que viven en un barrio a veces complicado, que llevan una vida laboral dura, que intentan atender a sus padres y a sus hijos, y en general una vida no exenta dificultades. 


Sin embargo se quedaron perplejos porque la Eucaristía para ellos era otra cosa. La Eucaristía para ellos es “la primera comunión”. Decían que  “todavía si hubiera sido en semana Santa pero para hablar de primera comunión este sufrimiento no pega”. También me dijeron que “casi habría preferido permanecer en la ignorancia y seguir con mi visión tranquila de la Misa”. En definitiva, que para ellos la Eucaristía es otra cosa.


Los curas con frecuencia vivimos bastante al margen hasta de los sentimientos religiosos de las personas de la calle. Puede resultar sorprendente pero es así. Cuando escucho me sorprenden.


¿Y qué podemos hacer? Quizá convenga una mayor cercanía de nuestras eucaristías a la vida real de la gente. Sobra un ritualismo exagerado tan desafortunado como el capricho y la falta de respeto a la profunda verdad que contiene la liturgia auténtica. O sea, respetar que la celebración es de la Iglesia y no nuestra, pero también nosotros somos un pedacito de Iglesia que necesita vivir realmente la Eucaristía conectada con "las angustias y tristezas, las alegrías y esperanzas" de todos. Nosotros también formamos parte de ese "todos" 


Hay muchas prácticas pastorales que vienen a complicar esta distancia de la gente. Por ejemplo, el gusto actual por una comprensión súper emocional de la adoración y por una vivencia de la Eucaristía poco encarnada, el gusto por los lujos, la apariencia, la sobrecarga de telas  y cierta parafernalia creo que perjudican a una adecuada pastoral de la Eucaristía. El pueblo necesita una verdadera vivencia de la Eucaristía por parte de quienes la celebramos habitualmente.


Como la experiencia me dice que la gente actual es más abierta que las de otras épocas no temí seguir el diálogo intentando aclarar que la eucaristía tiene una dimensión festiva y que desde luego la tendría la “primera comunión”, del mismo modo que un funeral es un momento más contenido y reflexivo, más íntimo.

 

Proseguimos el dialogo con estas personas proponiendo para ellos, más que para los niños, un acercamiento a la Eucaristía, que conecte con la justicia, con la solidaridad, la fraternidad, los problemas del mundo, y con sus propias vivencias que llevan toda la carga de adultez y responsabilidad que a nadie sensato se le ocurre exigir a los niños. Para nosotros los adultos puede que la Eucaristía responda a la necesidad de un alimento, un consuelo, y fuerza para un combate de amor. Para la vida de uno, para perdonar, para no devolver mal por mal, para tantas cosas que sabemos por la vida.


Quizá el diálogo fuera una primera aproximación porque percibí que había apertura a la verdad a preguntarse cual fue la vivencia de Jesús y cual puede ser la nuestra.


Este es texto aludido:
El arte religioso de Emil Nolde llega a la cumbre con la Última Cena de 1909. Cuadro sobrecogedor, riquísimo de materia y de matices de color, con dominio de rojos, a los que notas verdes hacen contrapunto. 
Cristo está en el centro, sentado a la mesa, rodeado estrechamente por los Apóstoles, que apenas caben, que ahogan el espacio. El Maestro aprieta la Copa con sus manos. Aprieta como si tratara de exprimir un racimo o, acaso, su propio corazón. 
El rostro se contrae de dolor, los ojos se cierran, la boca se entreabre con un gemido de angina agudísima. Y al estallar el corazón, la Sangre inunda todo. La cabellera de Jesús chorrea sangre. Apenas queda el blanco de la túnica bajo el vestido impregnado de sangre. Sangre en las ropas y en los rostros. Hay sombras negras y miradas atónitas.

Enrique R. Panyagua



Los niños prepararon un mural sobre las bondades del plátano y el error de que se tiren a la basura.

También se hicieron un pequeño trabajo manual de madera

¿Que es mar adentro?

jueves, febrero 06, 2025

Testamento del pájaro solitario. Audios. José Luis Martín Descalzo (LIBRO ENTERO EN 18 AUDIOS)

Quizá sea el más hermoso de los libros del genial José Luis Martín Descalzo. Inspirado en san Juan de la Cruz, el sacerdote vallisoletano reconoce que ha huido una y otra vez de Jesús. Y que realmente Cristo con él ha sido un auténtico halcón
   


SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE MUERTE

lunes, febrero 03, 2025

ROBERTO BENIGNI DA GRACIAS A SUS PADRES POR LA POBREZA

Los ojos de Miguel Hernández

Roy Galán/facebook

Cuentan que a Miguel Hernández no le pudieron cerrar los ojos al morir.

Como si su mirada no se hubiera querido marchar con su cuerpo.

Aferrada al precipicio del borde de la existencia.

Hay ojos, como los de Miguel, que son cordones umbilicales.

Miguel Hernández fue detenido, condenado y encarcelado una vez finalizó la guerra civil española.

Uno de los tantos y tantos represaliados por la dictadura franquista en los años posteriores a la contienda.

Un poeta sin mundo es un poeta muerto.

Y así sucedió.

Miguel enfermó y se fue.

Tenía 31 años y le encantaba escribir.

Hay escritores como Miguel que forman parte de la muchedumbre.

Cuyas manos son paridas en lo común.

Que sienten el compromiso con el origen.

Con los demás.

Escritores que lo que hacen es arrancarles el verbo a los de arriba.

Y así plantar significados para el pueblo.

Miguel no escribía, no, labraba la realidad con su lengua.

Recogía toda esa dignidad del sur.

Lo que otros llaman miseria.

Y devolvía a la gente el poder conmovido de la belleza.

Las palabras de Miguel son palabras tubérculo, palabras manchadas de la verdad del suelo, que huele a tierra, palabras alimento.

En la humildad, el futuro, siempre es ahora.

Dijo Miguel: Dejadme la esperanza.

Y eso fue precisamente lo que él nos dejó.

La esperanza.

Ese aleteo hacia el mañana.

Ese resistir la embestida del odio con versos.

Ese revolverse ante lo ingrato de la vida.

"Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas."


Aquí estamos, Miguel.
Cantando a pesar de todo.
Esperando la muerte como todos.
Siendo esos ruiseñores.
Que siguen volando.
Delante de esos ojos que jamás pudieron.
Ni podrán.
Cerrar.

domingo, febrero 02, 2025

“Perdóname, por quererte igual que antes”

Diego Velicia, psicólogo en el COF Diocesano de Valladolid

La frase forma parte de una canción de Amaral titulada “Perdóname”. (En realidad, la frase no es así, textualmente dice “discúlpame por quererte igual que antes”, pero me voy a permitir el atrevimiento de sustituir ese “discúlpame” por un más contundente “perdóname” sin traicionar el espíritu de la canción).

La canción expresa el arrepentimiento de una persona por los errores cometidos en una relación que se deteriora. Algunas pueden sonar reconocibles: “perdóname por todos mis errores, por mis mil contradicciones”. La mayoría de las personas podemos reconocer errores que hemos cometido en nuestras relaciones. Esto no es especialmente novedoso, aunque es muy saludable.

Lo que resulta verdaderamente original es expresar arrepentimiento porque el amor sea igual que al principio. Esto encierra una carga de profundidad que vamos a intentar desentrañar.

Está muy asumido socialmente que el amor se vive en una trayectoria parabólica: crece un poco al principio y luego va decayendo. Como si el amor se viese afectado por la ley de la gravedad. Según esta creencia, lo normal es que, conforme pasa el tiempo, la complicidad, la pasión o la entrega que había al principio vayan dando paso a una flácida costumbre.

Se entiende que es la dinámica normal no solo en las parejas, sino en la vida profesional, en los curas, en el cultivo de las aficiones… Así, se piensa que lo normal es que al principio de la vida el entusiasmo sea creciente y llegue un momento en el cual empiece a decaer.

Hay quien opone a esto la creencia de que se puede conservar el amor, como si el amor fuera tomate frito, sardinas o pimientos del piquillo. Cuando yo era adolescente nos escribíamos frases como “no cambies nunca” en las carpetas del instituto, como una especie de piropo. (También escribíamos poesía del nivel de "al pasar por tu ventana me tiraste una flor, la próxima vez, sin maceta, por favor", en fin, no nos juzguen muy severamente)

Ese “no cambies nunca” se supone que era una frase positiva, de validación. Eres tan guay que no quiero que cambies. Como si fuera posible no cambiar (especialmente en la adolescencia, momento en el que te define, entre otras cosas, la rara cualidad de cambiar físicamente casi por días y anímicamente casi por minutos).

Insisto, la idea de fondo es la misma: las personas cambiamos a peor, las relaciones se van deteriorando, lo único que se puede hacer es intentar conservar el amor del principio (lo cual, dicho sea de paso, se convierte en algo casi tan milagroso como conseguir que la trayectoria que dibuja un proyectil no termine en caída).

Y no tiene por qué ser así.

El geólogo escocés James Hutton en su Teoría de la Tierra en 1795 
afirmaba “desde la cima de las montañas hasta el fondo del mar, cada cosa está en constante cambio en la tierra”. Si el cambio es una cualidad intrínseca a la vida ¿no será mejor comprender el amor en el matrimonio como algo llamado a cambiar creciendo? Creciendo en confianza, en intimidad, en complicidad, en pasión, en entrega, en cuidado, en escucha, en comprensión, en servicio, en alegría, en presencia de los demás en nuestra vida, en cariño, en apertura del corazón, en ternura, en amabilidad, en paciencia... Crecer, ser cada día mejor, más pleno.

Esto es imposible en dos casos: uno, si consideramos que nuestra relación ya es perfecta. Si es perfecta, no puede ser mejor y, por lo tanto, no crece. Dos, si consideramos que lo normal es que la cosa vaya a menos y nos acomodamos a ello.

Pero el amor está llamado a crecer, de forma que, al pasar los años cuando miremos al otro, podamos afirmar que le conocemos más, que nos divertimos más con él, que le deseamos más, que le abrimos más nuestro corazón, que estamos dispuestos a hacer más por él, que sabemos quererle en medio de sus defectos, que le tratamos con más amabilidad, con más ternura, que estamos más dispuestos a escucharle, que en nuestra mirada y nuestra acción sobre el mundo va habiendo más comunión. Que al mirar atrás en nuestra historia podamos constatar con alegría que le quiero más y mejor que antes.