CIUDAD DEL VATICANO (EFE. Exclusivo para Clarín. Por cable).
Hace unos días el cardenal Caggiano denunciaba con tensas palabras la llegada a Latinoamérica de la imagen “Cristo guerrillero". Una estampa – decía - que “intenta ser una imagen de Cristo Jesús. Su expresión es de rencor y tras su espalda asoma un fusil, sostenido por correas. Pero el halo celestial no deja lugar a dudas de identificación. Es un Cristo guerrillero para uso de los extremistas latinoamericanos. El intento -concluía el cardenal- es horrendo e inadmisible para un cristiano medianamente instruido y entraña una profanación sacrílega”.
Las palabras del cardenal me parecen justas y necesarias. Yo conocía hace meses tal estampa y había sentido el horror de imaginarme a Cristo metralleta al hombro. La idea rebotaba en mi cerebro sin lograr entrar en él. Puedo imaginarme a Cristo mudo ante Herodes, pero no a Cristo descargando sobre él su metralleta. Con un cierto esfuerzo llego a aceptar al Cristo que derriba las mesas de cambistas y las cajas de palomas, pero nunca lograré imaginármelo presidiendo el pelotón de fusilamiento de Pilatos, Stalin, Hitler o Nerón. Imaginarme disparando a quien murió por todos los disparos de la historia es, para mí, tan absurdo como un círculo cuadrado.
Pero, dicho todo esto, tengo que seguir siendo sincero: y añadir que limitarnos a denuncias la imagen del Cristo guerrillero me parece la mitad de la mitad de la verdad. Pienso que dicho eso hay que seguir adelante y preguntarnos por qué a algunos jóvenes del mundo entero les gusta hoy esa imagen que a nosotros nos horroriza.
Y creo que la respuesta no es demasiado difícil, están tan cansados del Cristo pastelero que durante años y años les hemos inyectado que aceptarían cualquier imagen que recogiera los afanes de justicia que llenan sus almas.
Porque en honor a la verdad ¿es que el Cristo guerrillero es una herejía mayor que ese otro Cristo azucarado, feminoide, sentimentalista, aguanta-injusticias, cambalachero, amigo del mal menor y de coexistencia con los aplastadores, que tantas veces hemos predicado en los púlpitos y lanzado en las películas?
Los jóvenes han ido a las iglesias y han oído preciosas oraciones llenas de “Oh, dulce, Jesús mío”, de “amantísimo y piadosísimo corazón de Jesús”, del “Señor lleno de toda bondad y dulzura”, de “delirios místicos y efluvios amorosos”, de “palomitas que vuelan hacia el altar como las almas que suspiran”. ¿Y pensamos que este Cristo podía interesarles?
A mí que -¡ay!- ya no soy tan joven me resulta repulsivo un rostro de Cristo como encarnación de la violencia, pero no más que esos Cristos afeminados que tantas veces nos sirvieron en el cine. Y me parece insoportable un Cristo de ojos hostiles de animal de presa, pero más o menos igual de intolerables me resultan tantas estatuas y cuadros en los que se nos presenta a Cristo -con perdón- con rostro de vaca enamorada.
Pero aún hay algo más grave: y es que el Cristo pastelero bendecía cánones. Ahora nos llega de Checoslovaquia la imagen de Cristo con metralleta al hombro, pero mucho antes yo había visto las fotografías de obispos levantando el hisopo sobre ejércitos de tanques. Y estas imágenes eran ya una especie de anticipación de este Cristo violento.
Alguien va a hacer ahora la distinción de las guerras justas y las guerras injustas, ya lo sé. Pero ¿cómo se probaría que solo se bendijeron guerras hipotéticamente justas? ¿Y cómo convencer al guerrillero de que solo su causa es injusta?
Esta es -me parece- la clave del problema. Los jóvenes no creen hoy nuestra crítica a la violencia revolucionaria porque han visto que antes, con sutiles distinciones, hemos aceptado y bendecido las otras violencias. Puede que al llamarnos hipócritas no tengan toda la razón, pero no seré yo quien diga que no tienen ninguna.
En Berkeley vi hace unos meses una iglesia hippie en unos cuyos “altares” se pintaban dos imágenes: la de un famoso cardenal norteamericano vestido con su traje de capellán de las fuerzas armadas bendiciendo la guerra de Vietnam y la de un bello Cristo que destrozaba un fusil sobre su rodilla. Debajo, un letrero gritaba: “¿qué Cristo de los dos prefiere?”
Sé que es difícil ofrecer a los jóvenes de hoy el Cristo verdadero. Creo incluso que la tarea de todos los cristianos de todos los siglos es ir añadiendo pedacitos de Cristo hasta que al final de los tiempos entre todos hayamos logrado reconstruir al completo y verdadero. Pero ya que no podemos ofrecer a los hombres de hoy ese Cristo infinito y total ¿no podríamos, al menos, ofrecerles un Cristo que llene sus esperanzas de un mundo mejor? No un Cristo violento desde luego, pero sí el Cristo que denunció la hipocresía; sí el Cristo que dijo que compartió la vida de los pobres y trabajó él mismo con sus manos; sí el Cristo que supo salirse de la rutina de los moldes sociológicos; sí Cristo que llamó raza de víboras a los hipócritas aun cuando éstos fueran sacerdotes; sí al Cristo que tomó el látigo contra los mercaderes.
Si nos limitáramos a darle un Cristo suavecito y tranquilo, adormecedor y dulzarrón, mucho me temo que, entre monstruo y monstruo, van a quedarse con esa loca imagen del Cristo guerrillero.
José Luis Martín Descalzo