Me parece que para el video que van a ver a continuación ya hay algo escrito titulado: “el sacramento de la sonrisa” frente
a lo que no tengo nada más que añadir. Por eso se los comparto. El
autor es un sacerdote español que hace un tiempo estoy leyendo y que les
recomiendo mucho, se llama José Martín Descalzo.
“Si yo tuviera que pedirle a Dios un
don, un solo don, un regalo celeste, le pediría, creo que sin dudarlo,
que me concediera el supremo arte de la sonrisa. Es lo que más envidio
en algunas personas. Es, me parece, la cima de las expresiones humanas.
Hay, ya lo sé, sonrisas mentirosas, irónicas,
despectivas y ésas que en el teatro romántico llamaban «risas
sardónicas». Son ésas de las que Shakespeare decía en una de sus
comedias que «se puede matar con una sonrisa». Pero no es de ellas de
las que estoy hablando. Es triste que hasta la sonrisa pueda podrirse.
Pero no vale la pena detenerse a hablar de la podredumbre. Hablo más
bien de las que surgen de un alma iluminada, ésas que son como la crestería de un relámpago en la noche,
como lo que sentimos al ver correr a un corzo, como lo que produce en
los oídos el correr del agua de una fuente en un bosque solitario, ésas
que milagrosamente vemos surgir en el rostro de un niño de ocho meses y
que algunos humanos — ¡poquísimos!— consiguen conservar a lo largo de
toda su vida. Me parece que esa sonrisa es una de las pocas
cosas que Adán y Eva lograron sacar del paraíso cuando les expulsaron y
por eso cuando vemos un rostro que sabe sonreír tenemos la impresión de
haber retornado por unos segundos al paraíso.
…. Pero la gran pregunta es, me parece, cómo se consigue una sonrisa. ¿Es un puro don del cielo? ¿O se construye como una casa? Yo supongo que es una mezcla de las dos cosas, pero con un predominio de la segunda. Una persona hermosa, un rostro limpio y puro tiene ya andado un buen camino para lograr una sonrisa fulgidora. Pero todos conocemos viejitos y viejitas con unas sonrisas fuera de serie. Tal vez las sonrisas mejores que yo haya conocido jamás las encontré precisamente en rostros de monjas ancianas: la madre Teresa de Calcuta y otras muchas menos conocidas. Por eso yo diría que una buena sonrisa es más un arte que una herencia. Que es algo que hay que construir, pacientemente, laboriosamente.
¿Con qué? Con equilibrio interior, con paz en el alma, con un amor sin fronteras. La gente que ama mucho sonríe fácilmente. Porque la sonrisa es, ante todo, una gran fidelidad interior a sí mismos. Un amargado jamás sabrá sonreír. Memos un orgulloso.
Un arte que hay que practicar terca y
constantemente. No haciendo muecas ante un espejo, porque el fruto de
ese tipo de ensayos es la máscara y no la sonrisa. Aprender en la vida, dejando que la alegría interior vaya iluminando todo cuanto a diario nos ocurre
e imponiendo a cada una de nuestras palabras la obligación de no llegar
a la boca sin haberse chapuzado antes en la sonrisa, lo mismo que
obligamos a los niños a ducharse antes de salir de casa por la mañana.
Esto lo aprendí yo de un viejo profesor mío de oratoria. Un día nos dio
la mejor de sus lecciones: fue cuando explicó que si teníamos que decir
en un sermón o una conferencia algo desagradable para los oyentes, que
no dejáramos de hacerlo, pero que nos obligáramos a nosotros mismos a
decir todo lo desagradable sonriendo.
Aquel día aprendí yo algo que me ha sido infinitamente útil: todo puede decirse. No hay verdades prohibidas. Lo que debe estar prohibido es decir la verdad con amargura,
con afanes de herir. Cuando una sola de nuestras frases molesta a los
oyentes (o lectores) no es porque ellos sean egoístas y no les guste oír
la verdad, sino porque nosotros no hemos sabido decirla, porque no
hemos tenido el amor suficiente a nuestro público como para pensar siete
veces en la manera en la que les diríamos esa agria verdad, tal y como
pensamos la manera de decir a un amigo que ha muerto su madre. La receta
de poner a todos nuestros cócteles de palabras unas gotitas de humor
sonriente suele ser infalible.
Y es que en toda sonrisa hay
algo de transparencia de Dios, de la gran paz. Por eso me he atrevido a
titular este comentario hablando de la sonrisa como de un sacramento.
Porque es el signo visible de que nuestra alma está abierta de par en
par” (José Martín Descalzo).