KARL RAHNER
Los escribas y los fariseos -que los hay no sólo en la Iglesia, sino en todas partes y bajo todos los disfraces- seguirán siempre arrastrando a “la mujer” ante el Señor acusándola, con la secreta arrogancia de que “la mujer”, ¡a Dios gracias!, tampoco es mejor que ellos: “Señor, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. ¿Qué dices tú?” Y la mujer no podrá negarlo.
Definitivamente es un escándalo, y no hay que andarse con eufemismos. Ella piensa en sus pecados, porque de hecho los ha cometido, y al hacerlo olvida (¿qué otra cosa podría hacer la humilde sierva?) la secreta y manifiesta magnificencia de su santidad. Por eso no quiere negarlo. Ella es la pobre Iglesia de los pecadores. Su humildad, sin la cual no sería santa, sólo sabe de su culpa. Y se encuentra frente a aquel a quien ha sido confiada, ante aquel que la ha amado y se ha entregado por ella para santificarla, ante aquel que conoce su pecado mejor que los que la acusan.
Pero él calla mientras escribe su pecado en la arena de la historia del mundo, que pronto habrá de concluir, y con ella desaparecerá su culpa. Él se calla durante unos instantes que se nos antojan siglos. Y el único juicio que emite sobre esta mujer es el silencio de su amor, que perdona y absuelve.
En cada siglo se alzan frente a “esta mujer” nuevos acusadores que acaban siempre escabulléndose uno tras otro, empezando por los más ancianos, porque ninguno de ellos ha estado jamás libre de pecado.
Y al final, con arrepentimiento y humildad inefables, responderá: “Nadie, Señor”. Y quedará asombrada y perpleja porque nadie lo haya hecho. Pero el Señor se acercará a ella y le dirá: “Pues tampoco yo te condeno”. Entonces le besará en la frente y le dirá: ¡Esposa mía, Iglesia santa!
Definitivamente es un escándalo, y no hay que andarse con eufemismos. Ella piensa en sus pecados, porque de hecho los ha cometido, y al hacerlo olvida (¿qué otra cosa podría hacer la humilde sierva?) la secreta y manifiesta magnificencia de su santidad. Por eso no quiere negarlo. Ella es la pobre Iglesia de los pecadores. Su humildad, sin la cual no sería santa, sólo sabe de su culpa. Y se encuentra frente a aquel a quien ha sido confiada, ante aquel que la ha amado y se ha entregado por ella para santificarla, ante aquel que conoce su pecado mejor que los que la acusan.
Pero él calla mientras escribe su pecado en la arena de la historia del mundo, que pronto habrá de concluir, y con ella desaparecerá su culpa. Él se calla durante unos instantes que se nos antojan siglos. Y el único juicio que emite sobre esta mujer es el silencio de su amor, que perdona y absuelve.
En cada siglo se alzan frente a “esta mujer” nuevos acusadores que acaban siempre escabulléndose uno tras otro, empezando por los más ancianos, porque ninguno de ellos ha estado jamás libre de pecado.
Y al final, con arrepentimiento y humildad inefables, responderá: “Nadie, Señor”. Y quedará asombrada y perpleja porque nadie lo haya hecho. Pero el Señor se acercará a ella y le dirá: “Pues tampoco yo te condeno”. Entonces le besará en la frente y le dirá: ¡Esposa mía, Iglesia santa!