Diego Velicia
Se critica al matrimonio ser una especie de cárcel del amor. Una carga que impide al amor desarrollarse libremente, que le resta naturalidad.
Observando la realidad nos preguntamos…
Las alas de un pájaro, ¿son una carga?
Los escaladores que para ascender una montaña se atan unos a otros en una cordada, ¿pierden libertad?
Los aficionados al baloncesto que forman un club para entrenar a niños y participar en competiciones en vez de jugarlo a su aire, ¿restan belleza al baloncesto?
Las respuestas aparecen claras.
Las alas pesan, sin duda, pero lo característico de ellas no es su peso, sino que ayudan al pájaro a volar.
La cordada limita los movimientos de los alpinistas, es evidente, pero resulta imprescindible para ascender a lugares a los que no se puede llegar solo.
El club de baloncesto supone unas normas, frente a la espontaneidad de jugar en la calle, pero extiende la belleza de ese deporte a más personas.
El matrimonio no encierra el amor en una cárcel. Es una cordada que ayuda a las personas que se aman a llegar más lejos afrontando los vaivenes de la vida unidos por algo más que su sola voluntad. Aunque evidentemente sin su voluntad no sirve de nada.
El desprecio del matrimonio como institución es el desprecio a uno de los elementos esenciales del ser humano. El ser humano es un ser político. Las personas tenemos conciencia de las normas que rigen nuestras relaciones y tenemos conciencia de nuestra historia. Podemos reflexionar sobre nuestras normas, conocer su evolución y realizar cambios intencionales sobre ellas.
Este ser político del ser humano genera instituciones. Las instituciones son cauces jurídicos de vida colectiva que evolucionan en el tiempo. Son historia y derecho. Forman parte esencial del ser humano, no son ajenas a él. Nuestra vida está marcada por las instituciones. De algunas formamos parte voluntariamente, de otras, involuntariamente, pero todas nos conforman. Rehuir de las instituciones es rehuir de nuestro ser humano. Ser responsables con nuestra vida institucional ensancha nuestras posibilidades como personas y como sociedad.
Para ello es imprescindible entender que cada institución es constituida con una función, con un objetivo. Si la institución no sirve al objetivo para el que se construyó, lo normal es que la institución se devalúe.
El matrimonio, como institución que es, tiene una función: dar consistencia al amor. ¿Cómo hace esto? Afirmándolo en un compromiso público.
La mayoría de nosotros tenemos la experiencia vital de no sentirnos igual de responsables cuando nos hacemos una promesa a nosotros mismos que cuando se la hacemos a otros. En ese compromiso público del amor que es el matrimonio, uno se hace responsable ante el otro y ante los otros.
¿Qué pasa si hay matrimonio y no hay amor? Lógicamente el amor es imprescindible. Si no hay amor, la institución no lo genera. Si las personas que constituyen el matrimonio no hacen crecer el amor, la institución no lo conserva.
La institución matrimonial no proporciona el amor a las personas, sino que está al servicio de un amor previo y que está llamado a crecer en ese marco. Lo que hace la institución matrimonial es dotar a ese amor de historia y derecho. Y al hacer esto, no lo encarcela, sino que lo hace más humano.
Todo esto no sucede si no hay amor. Pero si lo hay, el matrimonio es un gran lugar para vivirlo, desarrollarlo y llevarlo a su plenitud. Una plenitud que no puede ser sólo “interna”, es decir que no puede afectar sólo a los miembros que lo componen, sino que los implica en la realización de un bien relevante para el mundo en el que viven. Un bien que abarque no sólo a las personas concretas de nuestro alrededor sino a las instituciones de las que formamos parte y que conforman nuestra vida.