Hoy, fiesta católica del Sagrado Corazón de Jesús es una buena ocasión para estudiar su psicología. Tuve el honor de trabajar durante muchos años con el Prof. Antonio Vázquez (1926-2020) que fue durante muchos años Catedrático de Psicología religiosa de la Universidad Pontificia de Salamanca.
Juntos preparamos las reflexiones que siguen, publicadas en F. Fernández Ramos, "Diccionario de Jesús", Monte Carmelo, Burgos. Con admiración y cariño le recuerdo. Su visión de la Psicología de Jesús me ayudó siempre a plantear mejor los temas de la vida y presencia de Jesús, como hombre conforme al corazón de Dios.
PERSONALIDAD RELIGIOSA SINGULAR
Lo primero que comunica la lectura de los evangelios, con una irresistible fuerza de evidencia, es, en primer lugar, la personalidad religiosa de Jesús. No es un sabio filósofo, a pesar de la sabiduría que irradian sus palabras, y que anda rodeado de discípulos que le llaman Maestro; ni un político revolucionario, a pesar de la fuerza transformadora de sus doctrinas para la sociedad y las polis, ni un curandero, chaman o brujo con poderes mágicos, a pesar de que enfermos y lisiados acuden confiadamente a él; ni siquiera un exorcista de oficio, aunque es diestro en expulsar demonios, a la vez que cura los cuerpos y proclama perdonados los pecados…No.
Jesús es un testigo de Dios, y se mueve en el ámbito de la verdad de testimonio, con su propio valor y epistemología peculiar, según la cual no depende tanto del método cuanto de la calidad de la persona en ella implicada y que necesita, en fin, alguien que le crea, para que pueda ser transmitida: lo cual conlleva libertad de asentimiento. Incluso más, al leer varios pasajes evangélicos tenemos la impresión de que Jesús, se alegra y se sorprende, a veces, de la fe que muestra un sujeto determinado, pero sufre porque no le creen, como si tuviese la convicción de que tenía derecho a que le creyesen, por lo que hacía y decía y cómo lo decía y hacía.
Jesús muestra poseer una actitud personal religiosa: piensa, siente, habla y actúa religiosamente, con esa naturalidad o espontaneidad segunda que la psicología demuestra ser fruto de un proceso de madurez y el mejor signo de verdadera autenticidad. Pero, como insistiremos en ello, al no tener datos sobre dicho proceso, encontramos en él manifestaciones que desconciertan al psicológo porque parecen desbordar las propias leyes psicológicas, haciendo de su personalidad religiosa un caso único, estrictamente singular.
Se puede afirmar, desde luego, que cumple, en forma eminente, ideal y desbordante el tipo religioso de Spranger, como forma de vida (Spranger, 1961, 239 s). En lenguaje de Maslow sus experiencias-cumbre serían eminentemente religiosas, y, sin embargo, no se le puede llamar propiamente un “místico”, pues aparecería como un místico sin deseo místico (cf. Vergote, A., 1990). Ni es tampoco un “profesional” de la religión, oficialmente reconocido, como el sacerdote y levita, viviendo al servicio del templo, si bien puede aparecer como profeta, pero muy singular y paradójico (cf. Pikaza, X., 1997, 33-35).
UTILIZACIÓN DE LA PARADOJA PARA CARACTERIZAR LA FIGURA DE JESÚS
En realidad, la religiosidad de Jesús tiene un estilo peculiar, único y, en cierto modo, desconcertante, para dar cuenta de la cual sólo esa figura retórica, llamada paradoja, utilizada a múltiples niveles, es capaz de balbucear. Estoy de acuerdo con la afirmación de Carlos Gustavo Jung: “Por modo extraño, la paradoja es uno de los supremos bienes espirituales; el carácter unívoco, empero, es un signo de debilidad. Por eso, una religión se empobrece interiormente cuando pierde o disminuye sus paradojas; el aumento de las cuales, en cambio, la enriquece; pues sólo la paradoja es capaz de abrazar aproximadamente la plenitud de la vida, en tanto que lo unívoco y lo falto de contradicción son cosas unilaterales y, por lo tanto, inadecuadas para expresar lo inasible” (Jung, 1957, 26).
Más actualmente Edgard Morin, en una línea epistemológica semejante, que el llama “pensamiento complejo”, preconiza un cambio de paradigma cognoscitivo en las ciencias que vengan a superar las alternativas clásicas, no solucionadas ni solucionables con un pensamiento cuantitativo linealmente monista, sino haciendo que “los términos alternativos se vuelvan términos antagonistas, contradictorios y, al mismo tiempo, complementarios”. Dicho de una forma mucho más poética: “Efectivamente, de la parte a la vez grávida y pesada, etérea y onírica de la realidad humana –y tal vez de la realidad del mundo- se ha hecho cargo lo irracional, parte maldita y bendita donde la poesía se atiborra y se descarga de sus esencias, las cuales, filtradas y destiladas, podrían y deberían un día llamarse ciencia” (Morin, 1996, 81-83).
Vamos, pues, a utilizar la paradoja para presentar los trazos más gruesos de este esbozado dibujo psicológico de la figura de Jesús. He aquí algunos de esos polos aparentemente contrarios en cuyo entre salta el rayo de luz que nos hace entrever algo así como un destello de su personalidad, a la vez que nos permite, asomarnos a la hondura abismal de sus más sencillas palabras o acciones.
Entre los cristólogos actuales, pensamos que es el Prof. Pikaza quien mejor ha puesto de relieve este carácter paradójico de la figura del propio Jesús histórico poniendo con los diez rasgos de su biografía fundante, ya expuestos, fenomenológicas y psicohistóricas para unas reflexiones psicológicas sobre su personalidad. No es posible hacerlas aquí, siguiendo uno a uno los rasgos de este decálogo; sólo podemos permitirnos hacer algunas alusiones al exponer estas paradojas del estilo personal de Jesús y de su religiosidad.
Increíblemente cercano –misteriosamente lejano.
En el polo de la cercanía humana de Jesús, con niños, enfermos, pecadores, marginados de todo tipo y con sus propios discípulos y discípulas que le acompañaban, sobreabundan los textos. Pero, aquí y allá, afloran otros que nos muestran el polo contrario de una lejanía, entre enigmática y misteriosa, que hace pasar a sus oyentes desde una franca “simpatía” hacia su persona a un estado de “extrañeza” o “perplejidad”, en el mejor de los casos, como si de repente se abriese una abismal distancia entre la imagen perceptiva de Jesús y de sus palabras y la presencia-en-la ausencia de otra enigmática o misteriosa “realidad” de carácter inconmensurable, que atraía-aterrorizaba, produciendo en ciertos sujetos una extraña reacción de defensa, que podía ir desde el asombro, a la huida o incluso al ataque, más o menos agresivo. En este último caso, se trataba siempre de situaciones en que alguien intentaba utilizar a Dios o al propio Jesús, mensajero de su Reino. Recuérdese el episodio en que Jesús increpa a Pedro (cf Mc 8, 33; Mt 16, 22-23).
Paradigmático nos parece el relato de Lucas cuando Jesús, encontrándose entre los suyos de Nazaret, primero “se maravillan de sus palabras llenas de gracia” para pasar luego a intentar “despeñarlo” (Lc 4, 14-30). A pesar de que esta reacción así de violenta, no aparece, es cierto, en los otros dos sinópticos, si bien hay indicios de decepción y conflicto por parte de sus paisanos, y es muy compatible, creemos que Lucas quiera anticipar, con su relato, como una especie de síntesis de lo que va a ser el destino de Jesús en la relación con su pueblo, simbolizado por Nazaret; algo así como la presentación del Jesús-Logos, en la alta teología joánica: “vino a su casa y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11). Pensamos que este es un rasgo propio de la personalidad y estilo religioso de Jesús, que de tal manera lo habría percibido Lucas, en las fuentes que haya utilizado, que nos lo dejó retrospectivamente en forma de oráculo prefigurador del destino de Jesús, en boca del viejo Simeón, como signo de contradicción, ante el cual se pondrían de manifiesto las ocultas intenciones del corazón (Lc 2, 34-35), que sólo Dios conoce. Rasgo todavía presente, en la figura de Jesús, que perdura a través de dos mil años, lo cual no ocurre con Buda, ni con Moisés, ni con otras personalidades religiosas de la humanidad.
¿No se muestra en el propio Padrenuestro, “nacido de la oración de Jesús, norma de toda oración, y que posee una plenitud admirable”, la vivencia de esta cercanía-lejanía, en cuanto “nos invita a saludar a Dios como a nuestro Padre, reconociendo al mismo tiempo su trascendencia: el más próximo y el más lejano”, tal como aparece en la formulación de Lucas? Y es que, hay aquí una significativa paradoja o “exquisita antítesis: “Padre” evoca la proximidad, la confianza, la ternura, el “papá-abba” que Jesús nos ha enseñado, y por otro lado, “del cielo” expresa la trascendencia, el misterio inaccesible: Dios está fuera de nuestro alcance”(George, A., 2000, 50, 52), no pertenece a la cadena causal-fenoménica del mundo.
Posiblemente esta paradoja exprese mejor que ninguna este secreto, enigma…misterio de la personalidad de Jesús. En el polo de cercanía, aparece, en efecto, enormemente atrayente para quienes le “escuchan” y “se abren” a su mensaje “creyéndole” como a un auténtico testigo de Dios que tiene, por sí mismo, “derecho a ser creído” (cf. Zahrnt, H., 1971, 88s) y amado. Esto último nos extrañó encontrarlo ya en el testimonio extra-evangélico de Flavio Josefo: “los que le habían dado su afecto al principio no dejaron de amarlo” (Cf. Peláez, J., 1999, 63). Y Pablo dice lo que nunca hemos leído en ningún lugar de la literatura religiosa de todos los tiempos, refiriéndose a Jesús: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20).
Posiblemente esta paradoja exprese mejor que ninguna este secreto, enigma…misterio de la personalidad de Jesús. En el polo de cercanía, aparece, en efecto, enormemente atrayente para quienes le “escuchan” y “se abren” a su mensaje “creyéndole” como a un auténtico testigo de Dios que tiene, por sí mismo, “derecho a ser creído” (cf. Zahrnt, H., 1971, 88s) y amado. Esto último nos extrañó encontrarlo ya en el testimonio extra-evangélico de Flavio Josefo: “los que le habían dado su afecto al principio no dejaron de amarlo” (Cf. Peláez, J., 1999, 63). Y Pablo dice lo que nunca hemos leído en ningún lugar de la literatura religiosa de todos los tiempos, refiriéndose a Jesús: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20).
¿En dónde podríamos psicológicamente situar el lugar de esa que llamo lejanía de Jesús, incluso para los que creemos en él como enviado e hijo de Dios? En un conjunto de manifestaciones, expresadas en su conducta, tal como su noticia ha llegado a nosotros, que sencillamente ¡no se encuentran en ningún otro hombre!, y que seguramente ya asoman en ciertas expresiones de la gente que lo veía y escuchaba: hace cosas que nadie otro ha hecho, dice cosas que nadie ha dicho… sintetizado, en esta expresión: ¿Qué es esto? ¿Una doctrina nueva, expuesta con autoridad!” (Mc 1, 27).
Quienes se quedan en la doctrina “separada” de Jesús, que se identifica con ella, se enredan en el imposible intento de “someterla” al reduccionismo de unos esquemas mentales incapaces de soportarla, en lugar de darle a él un pleno voto de confianza. Es decir, en lugar de vaciarse de su autosuficiencia racional y acoger la lejanía-misterio de Jesús, convirtiéndola en una paradójica lejanía cercana, son lanzados a una especie de agujero negro del espíritu que irremediablemente los ciega y engulle. A esto parece referirse Juan, cuando, en medio de esa teológica composición del discurso eucarístico en Cafarnaún sobre el pan de vida, introduce el “escándalo de los propios discípulos” ante aquellas palabras de “comer su carne y beber su sangre”, hasta llegar a abandonarlo muchos (cf. Jn 6, 60-66). Y es que ese discurso “presenta, como en una especie de resumen, todas las piedras de tropiezo en la persona de Jesús” (Jaubert, A., 2000, 50).
Todo ello hace exclamar a un conocido psicólogo de la religión que, en el caso de Jesús, se encuentra uno con un enigma que la psicología es incapaz de resolver: “Habiéndonos acercado a Jesús de Nazaret con ayuda de la psicología religiosa –dice-, hemos debido trazar, por honestidad, una diferencia esencial entre él y el hombre religioso. No se trata solamente de una diferencia de grado, sino de una ruptura con el orden humano” (Vergote, A. 1930, 30). Estando básicamente de acuerdo, más que hablar de ruptura nosotros preferimos ver esta impresión de lejanía, por exceso o desbordamiento de lo “ordinariamente” humano, en el contexto de bipolaridad tensional, expresada por la paradoja, explícitamente reconocida, juntamente con el otro polo de estrecha cercanía. De esta forma, se respeta más la identidad-en- la-distinción.
Tradicional-innovador.
Jesús de Nazaret aparece perfectamente identificado con su pueblo de Israel, sus antepasados y sus tradiciones; pero a la vez se manifiesta como un radical innovador en sus acciones y en sus palabras, que le hacen entrar en conflicto con quienes confundían la fidelidad religiosa a Dios con la observancia y defensa de tradiciones humanas más bien vacías de significado actual. “Jesús habría sido dependiente del Bautista. Pero después se ha independizado, iniciando un camino profético distinto que definirá su vida y obra dentro del contexto israelita. A partir de aquí han de entenderse los signos proféticos de Jesús, aquellos que definen su figura y lo distinguen de los restantes personajes religiosos y sociales de su tiempo: como mesías y/o Hijo de Dios ha seguido siendo un profeta especial y paradójico” (Pikaza, X., 1997, 34).
Los estudios sobre Jesús llevados a cabo por investigadores judíos como el bien conocido Geza Vermes, muestran que “es correcto afirmar que Jesús nació, vivió y murió como judío” (Garzón, B., 1999, 147). Pero también se podría afirmar, probablemente sin mentir, todo lo contrario: fue un judío tan original y creativo que las autoridades religiosas, representantes del judaísmo ortodoxo lo consideraron como un heterodoxo innovador.
En las propias enseñanzas de Jesús, se admiten como principales temas representativos, que indican psicológicamente una gran originalidad y creatividad: el ofrecimiento divino de una salvación universal que abre las fronteras del pueblo de Israel a todos los que estén dispuestos a creer y aceptar las exigencias del Reino de Dios; una nueva imagen de Dios como Padre, que articula perfectamente la misteriosa lejanía de su trascendencia con la providente y paternal/maternal cercanía de su inmanencia en todos los detalles de la vida y existencia humana; y dos temas más íntimamente entrelazados y que traspasan a los anteriores: la propia implicación de Jesús, al menos implícitamente, como agente del Padre en la nueva forma de salvación divina; y la insistencia en la vinculación del amor al prójimo con el amor a Dios, de hecho, se originó con Jesús un nuevo tipo de amor-agape, que tomó en las comunidades cristianas como referente el modo de amar de Jesús (cf. Fitzmyer, J.A., 1997, 46-49).
Pacífico – revolucionario.
Nada más alejado del pensamiento, palabra y acción de Jesús que la violencia, el echar mano de la fuerza o el dominio; irradia, por el contrario, paz, ternura, misericordia, perdón, respeto y amor a los más pobres y necesitados; y, sin embargo, su doctrina y muchas de sus acciones van cargadas de una fuerza explosiva capaz de revolucionar, en forma más o menos “retardada”, no sólo la sociedad de su tiempo, sino también a actuar dinámicamente en cualquier lugar y momento de la historia de la humanidad, poniendo en crisis los deseos y proyectos del hombre tanto a nivel personal como colectivo y sociocultural, cuando este hombre o mujer, pequeño grupo o comunidad de naciones está dispuesto a darle un voto de confianza y ponerse seriamente a escuchar su mensaje.
“Ciertamente fue innovador, pero siguiendo la tradición judía: los judíos reunían discípulos, los celotas soldados de liberación, los profetas seguidores escatológicos… todos ellos perseguidos por los procuradores de Roma o sus reyes vasallos a causa del riesgo social que suponían esos grupos… Pero Jesús tuvo algo personal e intransferible, y por eso lo mataron a él sólo (como a Juan), en vez de perseguir y aniquilar a todo el grupo y movimiento. Es como si los demás dependieran de él, por eso le mataron como a líder de grupo, creador, al menos potencial, de un movimiento subversivo” (Pikaza, X., 44-45).
El que una de las bienaventuranzas se refiera a “los que trabajan por la paz”(Mt 5, 9) puede ser un indicador de una básica actitud de la personalidad de Jesús. Marcos no nos ofrece las bienaventuranzas, pero en cambio, es el único que en el contexto de que los seguidores de Jesús han de ser sal de la tierra, nos transmite este dicho: “Tened sal en vosotros y tened paz unos con otros” (Mc 9, 50). Ahora bien, para los exégetas actuales estos artífices de la paz, en Mateo, hay que entenderlos como aquellos hombres y mujeres que ejercen una gran obra de misericordia, la cual según los doctores judíos sería “el mejor servicio que se puede prestar al prójimo: ayudar a reconciliarse con los demás, buscar la paz con todos”.
Más todavía: “intentar situar estas dos bienaventuranzas –ser misericordioso y reconciliador-, tomadas juntamente en el evangelio de Mateo, equivale a estudiar el amor al prójimo en este evangelio”(Dupont, J., 1990, 50). Es el mismo Mateo, en efecto, quien pone en boca de Jesús una sentencia, según la cual reconciliarse con el hermano es condición imprescindible para que una ofrenda a Dios sea aceptable (Mt 5, 23-24). Por otra parte, en la extensa narración de la parábola del hijo pródigo, se muestra lo que cuesta, a veces en la comunidad cristiana, reconciliarse el hermano que se cree “bueno” con el hermano “pecador” ya arrepentido, en contraste con la gratuidad del amor misericordioso del padre, que goza perdonando, acogiendo y regalando al hijo que derrochó su herencia (cf Lc 15, 11-32).
Esta paz que irradia la personalidad de Jesús quiere que sea también más que un simple saludo, en sus discípulos-apóstoles cuando se hospeden en una casa, algo así como la sustancia de su vida compartida en comunión de espíritu, así, al menos lo interpretó uno de los evangelistas (cf Mt 10, 12-13). Pero justamente otro evangelista parece desconcertarnos poniendo en labios de Jesús estas palabras: “¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división” (Lc 12, 51); y Mateo, en lugar de división pone espada, siguiendo también la cita de Miqueas: “Sí he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre; a la nuera con su suegra…” (Mt 10, 14-15). Desde una exégesis bíblica puede decirse que esta paz mesiánica de Jesús lleva como contrapunto una especie de guerra escatológica, puesto que el texto evangélico aparece tomado de Miq 7,6. Pero desde una perspectiva psicológica, opinamos que al rasgo del Jesús de las exigencias del Reino que él proclama y personaliza: no se trata de “represiones defensivas”, sino de renuncias personales libres por amor al Reino.
Quizás lo más exigente de estas renuncias personales sea la auto-renuncia, que parece implicar una muerte simbólica seguida un renacimiento, proceso capaz de transformar tan profundamente la personalidad que ya los bienes temporales pierden su valor alienante –se vende todo lo que se tiene, se lo da a los pobres y entonces aparece el único “tesoro” (cf Mc 10,21)-; y es en este total despojo de los deseos pulsionales, cuando el sujeto está psicológicamente preparado para poder comprender y vivir, a nivel de la fe; la paradoja evangélica, que tiene todas las garantías de pertenecer al propio discurso de Jesús, puesto que aparece en los cuatro evangelistas: quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará (Mc 8,35;cf Mt 10,39;16,25;Lc 14,27;17,33; Jn 12,25).
Máxima sencillez – máxima autoridad.
Ha quedado en la tradición multisecular, el calificativo de sencillez evangélica como prototipo del mensaje de Jesús; no se conocía que él mismo hubiese estudiado con algún famoso rabino, sino que más bien lo que expresaba, en sus predicaciones itinerantes, parecía que brotaba de un enigmático fondo interior que le confería una grandiosa autoridad a lo que decía y hacía; de lo cual se maravillaban los que le escuchaban, y así lo reflejan claramente los textos evangélicos. ¡Y es que Jesús se situaba, a veces, incluso sobre Moisés: a vosotros se os dijo…pero yo os digo! Y la profunda sabiduría de la maravillosa sencillez de sus parábolas, queda convertida, en realidad en paradoja viva, que se abre simbólicamente a la universidad de lo arquetípicamente humano, más allá del tiempo y el espacio, desde la aparente concreción literal de lo anecdótico. Si como han dicho ciertos exégetas, Jesús aparece como un sabio “diestro en paradojas y experiencias contraculturales”, y a semejanza de Sócrates o Buda, puede aparecer, en efecto, “como representante de la sabiduría universal, más allá de las normas que imponía el judaísmo. Pero en la raíz de su mensaje está latiendo el aliento poderoso de la profecía de Israel y la búsqueda mesiánica del reino” (Pikaza, X. 1997, 37).
Esta sencillez como rasgo característico de la personalidad de Jesús estaría, tal vez, muy relacionada con lo que hemos llamado la “cercanía”, y expresada en una serie de gestos, conductas, lenguaje y, en general, en todo su estilo de ser y de relacionarse con la gente y con los discípulos. No aparece como un sujeto “complicado”, oscuro o interiormente atormentado de dudas filosófico-científicas o incluso religiosas. Por lo contrario, nos aparece de una transparente nitidez de espíritu, perfectamente coherente consigo mismo, Jesús aparece ofreciendo su mensaje, su amor, sus servicios y hace sus invitaciones a seguirle, pero sin pedir nada en cambio y sin obligar, sino que se dirige al corazón de las personas, respetando su libertad de adopción para la escucha y la respuesta personal. Lo hace, pues, con la máxima sencillez, no empañada por trastienda alguna de intereses egoístas, no confesados. Se dirige, en primer lugar a las gentes sencillas del pueblo y se rodea de discípulos que forman parte de ese pueblo llano.
De ahí que puede dirigir al Padre este impresionante himno de júbilo, que Lucas dice explícitamente que lo hizo “lleno de gozo en el Espíritu Santo”: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños (Mt 11, 25; Lc 10, 21). Dice, con acierto Simón Legasse, que con los sabios y prudentes, Jesús designa un grupo que sería el opuesto al de los sencillos: “los sencillos, mejor que los “pequeños”; esta última versión no vale en este lugar, ya que la noción opuesta no es la del adulto, sino la del sabio. La palabra griega (nepios) significa en primer lugar “niño”, pero acepta también el sentido figurado de hombre poco inteligente, y experimentado. Así es como la entienden los Setenta cuando traducen por nepios la palabra hebrea peti, “simple”, “sencillo” (Poittevin – Charpentier, 1999, 42). Mientras el contexto de Lucas es la alegría de los setenta y dos discípulos, que había enviado Jesús, por el éxito de su misión; en Mateo aparece más claro el contraste entre la incredulidad de los que se creen sabios y la fe de los sencillos que se abren a la sabiduría del Reino que proclama Jesús, como si este himno-oración fuera un desahogo a causa de su tristeza por la falta de conversión de los más evangelizados. ¿No se hace Pablo eco de esto, en cierto modo, cuando recuerde los corintios que no hay muchos sabios según la carne en la comunidad de los creyentes (cf 1 Cor 1, 17-31).
Madurez y cercanía a los niños
Finalmente, el propio comportamiento de Jesús con los niños formaría parte también de este aspecto que calificamos de sencillez, corrigiendo incluso a los discípulos que intentaban impedir a las madres que se los traían para que los bendijese y acariciase; poniéndolos él, al mismo tiempo, como modelos de disposición interior para recibir el Reino (Mc 10, 13-16; 19, 13-15; Lc 18, 15-17). Este ser como niño nos parece un rasgo típico de la personalidad de Jesús, en el polo de sencillez, que es lo más alejado de un infantilismo psicológicamente, y, por el contrario el fruto y mejor signo de una auténtica madurez personal, cuando alguien se ha encontrado con el arquetipo del Espíritu en su “proceso de individuación” o de encuentro consigo mismo integrador (Jung), y establece su existencia a nivel de los valores espirituales, en gratuidad, que algunos autores han calificado de infancia espiritual (cf. Vázquez, A. 1981, 299-308).
¿No se veía una dimensión básica de la personalidad de Jesús reflejada en los niños; tal vez esa su inocencia transparente que contrastaba tanto con el turbio mundo de intrigas de poder, legalismos externistas e hipócritas –representados, en ocasiones, por los letrados, escribas y fariseos-, que ocultaban injusticias y marginaciones a los pobres y desheredados, enfermos y posesos que venían a él en busca de consuelo?
Ahora bien, esto supuesto debemos ir en busca del otro polo de la sencillez. ¿No les dijo el propio Jesús a los doce que además de ser sencillos como palomas, fuesen también prudentes como serpientes (Cf Mt 10)? Nosotros hemos elegido como polo contrapuesto, tomado sólo en su significación psicológica, la autoridad con que hablaba y actuaba Jesús. Según dos tipos de personas que reciben dicha impresión de autoridad, se dan dos reacciones de signo contrario, a pesar de que en ambos grupos, se expresa una admiración y desconcierto, que provoca interrogantes; pero mientras entre los sencillos, estos sentimientos tienen un carácter positivo que refuerzan la fe en él y el asentimiento a su mensaje; en los autosuficientes, se convierten en un obstáculo; interrogando agresivamente a Jesús con qué autoridad hace lo que hace y dice lo que dice (cf. Mc 11, 27-33; Mt 9, 32-34; 12, 22-24; 21, 23-27; Lc 20, 1-8).
Entre impuros y pecadores – poder sobre el pecado.
Psicológicamente esta autoridad que muestra Jesús cuando expulsa a los mercaderes del templo o cuando habla del Reino de Dios, en primera persona es también, como lo fue para los que vivieron en su tiempo, un gran enigma sin posible solución desde la limitada competencia de la psicología como ciencia positiva: Jesús actúa y habla con autoridad divina y, sin embargo, se comporta con la sencillez de un hombre de lo más equilibrado, pleno de ternura y con una gran capacidad de acogida a enfermos, afligidos y marginados, sin mostrar en su conducta patología alguna de tipo paranoico, ni siquiera obsesivo, histérico o infantil.
Muchos hombres religiosos, incluso fundadores de religiones han pasado por una época de “pecado” pasando luego por una conversión generalmente seguida de una fase penitencial, alejada del trato con los pecadores, “huyendo” de la tentación. Jesús, en cambio, aparece con frecuencia rodeado de “impuros” y, dejándose invitar de publicanos y pecadores, sin importarle siquiera las críticas a que esto daba lugar; pero, por otro lado, no aparecen jamás atisbos de que haya tenido nunca la más mínima experiencia de sentimiento ni de conciencia de culpa que le llevase a pedir perdón a Dios. He aquí un caso único diferencial entre los grandes hombres religiosos de la humanidad, lo cual parece demostrar que Jesús no era un hombre simplemente religioso, sino que su estilo de ser religioso tenía un carácter “nuevo” e inédito lo mismo que su mensaje. “Que Jesús se presente como un hombre que no experimenta la conciencia de pecado constituye un misterio psicológico”(Vergote, A., 1900, 20).
No faltaron quienes intentaron hacer de Jesús un poseso de las fuerzas del Mal, Jesús no sólo se defendió de lo absurdo que sería expulsar los demonios en nombre de Belzebú (Mt 12, 25s; Mc 3, 23s; Lc 11, 17s), sino que además dirige a sus calumniadores un reto definitivo: ¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador? (Jn 8, 46). Podemos afirmar que la difícil paradoja que Juan pone en boca de Jesús en la cena de despedida antes de su pasión, dirigida a sus amigos: Estáis en el mundo, pero no sois del mundo, expresaría la actitud existencial de Jesús en su trato con los impuros y pecadores y, en general, con los poderes de dominio o violencia mundanos. En una perspectiva de tradición apocalíptica, como quiere Kee, “la actividad pública de Jesús se inaugura –al cabo de cuarenta días de combate con Satán (Mc 1, 12-13)- con el anuncio de la inminencia del reinado de Dios. Que ello implica la derrota de los poderes del mal queda claro con la pregunta retórica que formulan los demonios con ocasión del primer milagro de Jesús (Mc 1, 23-26): “¿quién te mete a ti en esto, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos?” Eso precisamente viene a realizar” en su función de exorcista” con el dedo de Dios” (Lc 11, 20; Mt 12, 28)” (Kee, H. C., 1992, 110-111).
Como psicólogo de la religión, una vez más estamos de acuerdo con Vergote cuando afirma que “frente al mal, la actitud de Jesús es la más opuesta a la paranoica”, luchando justamente contra la hipocresía religiosa, esa sí “análoga a la estructura paranoica”, -en cuanto transfiere proyectivamente a los otros; el mal propio no reconocido, diríamos nosotros-. Por el contrario, “lo más asombroso, desde el punto de vista psicológico, es que, sin que él mismo se reconozca pecador, Jesús adopta a la perfección, la misma actitud que él exige del hombre: no disculpa, reconoce el mal, pero lo excusa, lo perdona y pide a su Padre que lo perdone”. Y ¿cuál es la motivación que origina dinámicamente esta actitud personal de Jesús, sino la perfecta identificación con el Padre, el cual si, por un lado, revela su pecado al hombre, por otro le invita al perdón? En resumen, concluye Vergote: “De ningún modo he dilucidado el misterio de la personalidad de Jesús. Puedo afirmar solamente que manifiesta actitudes que se contradicen según las leyes de la psicología humana. El sentido moral y religioso más cabal coexiste, en él, con la ausencia de la conciencia de pecado. Y la ausencia de culpabilidad no se convierte en acusación. Adopta naturalmente la disposición de Dios sin ninguna idea de grandeza y sin jamás dejar una huella de autodivinización” (Vergote, 1990, 21-22).
Entre pecadores, sin pecado
Junto a la autoridad dicha que Jesús muestra, en todo lo que se refiere a su mensaje, esta característica única, en la historia de las religiones, de un hombre de exquisita sensibilidad religiosa, pero sin sombra de conciencia de pecado, debe convertirse necesariamente en un factor dinámico en la personalidad de Jesús, capaz de reflejarse, de algún modo, en sus vivencias, actitudes y conducta. El estar psicológicamente libre Jesús de toda proyección inconsciente del mal, tuvo que facilitarle el conocimiento objetivo de este mal en los otros sin dejarse engañar por las apariencias externas. Multitud de textos evangélicos muestran este especial conocimiento de Jesús como una característica suya, y casi siempre se trata en relación con el pecado: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? (Mt 9, 4). Y es que Jesús conocía los pensamientos de sus enemigos (Cf. Mt 12, 25; Lc 5, 22; 11, 17) o como dice Marcos: conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior (Mc 2) podía poner al descubierto la maldad de su corazón, invitándolos así a una sincera conversión, que implicaba la misericordia y el perdón respecto a los demás, como aparece muy claro en el episodio de la mujer adúltera: aquel de vosotros que esté sin pecado que le arroje la primera piedra (Jn 8, 7), dijo Jesús, provocando a los acusadores, con una estrategia como la utilizada hoy por ciertos psicoterapeutas, sin preocuparnos ahora si se trata o no de un hecho rigurosamente histórico, pero que guarda indudablemente una verdad psicológica en referencia a la personalidad de Jesús y su estilo de actuar en situaciones semejantes.
En perfecta coherencia con esto, estarían otros episodios evangélicos. Es el caso de la mujer pecadora que viene a ungirle los pies a Jesús, invitado por un fariseo, según nos narra Lucas (Lc 7, 36-50). El anfitrión pensaba para sí que Jesús no podía ser un verdadero profeta, de lo contrario, sabría que aquella mujer era una pecadora pública y no le hubiera permitido que le ungiese con el perfume y le enjugase luego los pies con sus cabellos. Pero justamente Jesús no sólo sabía eso sino que conocía también lo que estaba pensando el fariseo, y se lo manifestó mediante una bella parábola que él mismo aplicó a la mujer, después de recabar hábilmente el asentimiento de aquél al principio desprendido de la parábola: a quien más se le ha perdonado debe amar más; la mujer, por tanto, ya no es una pecadora, sino una perdonada o convertida: su gesto no puede ser sino la expresión de un humilde gran amor, fruto de un gran perdón divino, del que Jesús da fe, con su acostumbrada fórmula, plena de sencilla autoridad: tus pecados quedan perdonados (cf. George, A., 2000, 59-61).
Tanto en la narración del caso de la adúltera, como en el de la pecadora, asoma otra característica de la personalidad de Jesús la defensa de la mujer, con una actitud de exquisito respeto a su persona. Para un profundo y fino análisis de otras dos narraciones evangélicas sobre la unción de Jesús, protagonizadas por mujeres, criticadas por hombres del entorno de Jesús y defendidas por éste (Mc 14, 3-9; Jn 12, 1-8), remitimos al lector a la reciente obra Ungido para la vida (Navarro, M., 1999).
Tentaciones y fidelidad
Finalmente, en este apartado no podemos olvidar las narraciones evangélicas sobre el tema de las tentaciones de Jesús (Mc 1, 12-13; Mt 4, 1-10; Lc 4, 1-12), cuyo significado de prueba aparece también en Heb 2, 18; 4, 15). Los estudios críticos parecen dar como sentado que se trata más bien de relatos parabólicos, originados en el mismo Jesús, como dramatización de las resistencias que ha encontrado en sus contemporáneos al rechazar su mensaje. (Fitzmyer, J. A., 1997, 46). Psicológicamente la simple posibilidad de ser tentado nos ofrece, según nuestra opinión, un componente esencial de la capacidad más típicamente humana: su libertad. Jesús tuvo, como nosotros, que tomar, en ocasiones de capital importancia, una libre opción, que él siempre lo hacía con lo que veía como voluntad del Padre. En este sentido, podríamos, quizás, afirmar que sus mayores tentaciones-pruebas hay que situarlas, la primera en la oración del huerto, ante el horror de las torturas y muerte que le esperan, pero que la venció decididamente: ¿Abbá!, Padre… no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú (Mc 14, 36; cf. Mt 26, 39; Lc 22, 42); la segunda, ante las burlas de sus enemigos y el silencio del Padre, por la experiencia de desamparo en la cruz, a la que reaccionó, echándose confiadamente en sus brazos, en un último “grito” que Lucas explicitó, acudiendo al Salmo 31, repitiendo después esta técnica narrativa al dar cuenta de la muerte de Esteban, el primer discípulo mártir: Padre, en tus manos pongo mi espíritu (Lc 23, 46; cf, Hech 7, 59).
Podíamos preguntarnos, ¿pasó Jesús un proceso de maduración de los juicios éticos en el sentido de Piaget y Kolberg?. Realmente no poseemos datos como tampoco de otros aspectos psicológicos, durante su infancia y adolescencia. Lo que sí podemos afirmar es que los datos fiables que nos han llegado de su conducta ético-religiosa de adulto muestra un grado máximo de madurez: actúa por principios universales, regidos por el amor, el humilde servicio, con preferencia a los más necesitados,en el respeto al otro por un verdadero encuentro interpersonal, y la donación hasta la entrega de la propia vida. Este tipo de “encuentro” pasaría a la tradición cristiana con el nombre de comunión-el-Espíritu de Jesús, una íntima unión no fusional , sino unidad-en-la-diferenciación, vida inter-personal libremente compartida por amor a Jesús, que se cree presente en medio de los reunidos en su nombre y en cada uno de ellos.
Plenitud de la Ley – gratuidad del Amor.
Jesús afirma que no ha venido a abolir la Ley y los profetas, sino a darle cumplimiento (Mt 5, 17), pero, a la vez, su afinamiento de los viejos preceptos –se os dijo…pero yo os digo-va sustituyendo la ley del deber por la ley del amor, hasta terminar su vida dando a los suyos un solo mandato: amaos como yo os he amado (Jn 15, 12).
Psicológicamente constituye esto una gran novedad en la historia de las religiones: obligó a los cristianos a inventar una palabra, en su utilización semántica, agape, para expresar este nuevo tipo de amor “que tiende a la ofrenda de sí mismo al servicio del amado y no a la captación y al goce, presidiendo las relaciones cristianas con Dios y las de los cristianos entre sí, según el mandamiento de “Cristo”; empleada también, como signo de comunión fraterna, “para las comidas en comunidad”, según aparece ya en 2 Ped 2, 13; Jud 12. (Gerard, A.M., 1995, 47). Jesús habría ofrecido el amor misericordioso de Dios en toda gratuidad incluso a los impuros y pecadores según la ley, tal como los judíos la entendían. “Esta es la paradoja, la novedad mesiánica de Jesús que la iglesia posterior ha logrado mantener a duras penas… Esta es la novedad cristiana, aquella que sitúa la gracia de Dios (la nueva humanidad) por encima de una ley de pacto y juicio, propia del buen judaísmo “misericordioso” de aquel tiempo Cf. Mt 7, 1-2 (Pikaza, X., 1997, 53).
Con Poittevin y Charpentier, que citan a su vez a otros autores, podríamos, en una perspectiva más psicológica, afirmar que el discurso de Jesús no sólo interioriza la ley, haciéndola pasar de un cumplimiento más bien externista que no configura propiamente el deseo pulsional, ni transforma interiormente al hombre en las raíces profundas y motivacionales de su pensar y de su obrar, al centro mismo del sujeto, simbolizado por el corazón, como fuente viva de la intencionalidad religiosa, de amor y de lo absoluto (Leon-Dufour); sino que, además la personaliza, al “invitarnos a vivir bajo la mirada del Padre porque él mismo es el Hijo. De esta forma, ser discípulo es entrar en esa relación que Jesús conoce con Dios”. (Poittevin – Charpentier, 1999, 34). Ya hemos visto que este libre sometimiento del deseo de Jesús, como Hijo obediente a la voluntad del Padre, tuvo un momento extremadamente doloroso de aprendizaje –a pesar de ser hijo aprendió, sufriendo, a obedecer, (Cf Heb 4, 8-9)-, en la agonía de Getsemaní antes de su pasión.
Lo que más impresiona de esta personalidad religiosa de Jesús es, sin duda, esa íntima y serena relación personal de plena confianza filial establecida con Dios, a quien llama Abba. De ella parece proceder su relación asimismo singular con los demás. ¿No les enseña a decir también, cuando oren: Padre nuestro…? Todo ello le hace exclamar al psicólogo de la religión, Antoine Vergote: “Si uno retorna al Jesús histórico, tal que lo presentan los miles de trabajos sobre los textos evangélicos, después de decenios, uno concluye que hay un misterio en su personalidad. Para el racionalismo era un enigma que pensaban poder esclarecer racionalmente. Cuando yo concluyo que existe un misterio en la personalidad de Jesús es porque, siendo radicalmente humano, él no es, con evidencia, simplemente humano, como tampoco es simplemente humano lo que él anuncia” (Vergote, 1999, 179).
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