Revista Cresol
Valencia
En el pasado número 163 (enero-marzo 2022) de la revista CRESOL, Rafael-Vicente Ortiz Angulo reflexionaba sobre el contenido del Congreso Diocesano de Laicos, celebrado el pasado mes de noviembre. Creo adivinar que parte del citado artículo de Rafael-Vicente Ortiz, aunque no la mencione expresamente, se refiere a la ponencia de D. José Minguet, de la Universidad Cardenal-Herrera-CEU, que versó sobre “Presencia y testimonio público del cristiano” a la que asistí, así como al posterior coloquio.
Dejando al margen las diversas consideraciones que dicho artículo contiene, quisiera centrarme -no en la ponencia del Sr. Minguet propiamente dicha- sino en la materia abordada en ella, porque el asunto resulta de gran importancia y de tremenda actualidad. Ténganse en cuenta sin ir más lejos, los recientes II Congreso “Iglesia y sociedad democrática” organizado por la Fundación Pablo VI y el 23 Congreso “Católicos y vida pública”, a cargo del CEU San Pablo, de tan distinto planteamiento; o la aparición de NEOS, igualmente de muy diferente concepción al más veterano grupo de cristianos socialistas. De manera mucho más modesta y local, el Centro Arrupe de Valencia acoge la iniciativa “Tomás Moro”, llevada a cabo por un grupo de creyentes de diversa procedencia, y que pretende reflexionar también sobre la cuestión desde la perspectiva de superar la crispación y la intransigencia actualmente presentes, tanto en la sociedad, como -lo que es más triste- en no pocas ocasiones, al seno de la propia Iglesia.
Desde el Renacimiento, y especialmente a partir de la Revolución Francesa, la Iglesia Católica vive un “cisma soterrado”, en la acertada expresión de Prieto Prini. No es éste el lugar para profundizar en ello, pero baste señalar que desde entonces hasta hoy la Jerarquía católica tiene dificultad para re-situarse en una sociedad -me refiero a la occidental- que ya se re-situó -con bastante facilidad por cierto- en un marco secularizador y secularizado. Por tanto, la cosa viene de lejos. No obstante, apuntaré algunos elementos nuevos:
En primer lugar, el protagonismo de los laicos en la Iglesia. Cierto es que el Concilio Vaticano II aportó la gran novedad de la autonomía del laicado; pero ya antes, con el impulso de la Acción Católica a principios del pasado siglo, pretendía la Jerarquía implicar a los seglares, aunque en línea de obediencia al clero. Por otro lado, el descenso de las vocaciones religiosas dota de mayor actualidad a la cuestión. También ayuda a tenerla presente el énfasis del actual Papa en su constante denuncia del clericalismo; denuncia que no va dirigida solamente, como él mismo se encarga de precisar, al clero, sino también al laicado. Por cierto, ¿El incremento de la ordenación de diáconos permanentes responde generalmente al espíritu de que lo revisitó el Concilio Vaticano II o a una perversión de la genuina vocación laical? ¿Responden muchos de los llamados nuevos movimientos a las previsiones conciliares sobre la presencia laical?
En segundo lugar, hay que hablar de cómo la Iglesia jerárquica pretende influir en la política. Tampoco es un tema nuevo: desde el Syllabus de Pío IX, que en un error estratégico incompresible, excluía de hecho a los católicos de la participación en la vida pública, se pasó a la animación de los partidos confesionales. Ya sabemos cómo la Democracia Cristiana fue diluyéndose a partir del Concilio Vaticano II (con la excepción, quizá, de Alemania, en donde por otro lado resulta muy interesante la convergencia entre católicos y reformados). Ahora el reto radica en buscar apoyos “para lo nuestro” o en converger para crear una sociedad más parecida al programa del Sermón de la Montaña.
En tercer lugar, tampoco es nuevo el interés jerárquico por hacer presente a la Iglesia en la sociedad a través de iniciativas en diferentes ámbitos. En este campo, creo que empezamos a movernos en un terreno resbaladizo, pues no sabemos muy bien si el esfuerzo responde al deseo de recuperación del terreno perdido en términos puramente mundanos o a la construcción del Reino de Dios en términos evangélicos. La limitación de la condición humana y lo vidrioso del asunto en sí, nos hace pensar que hubo, hay y habrá de todo un poco. Por lo que es necesario el discernimiento.
Hay otro fenómeno, aparentemente novedoso, como es la reacción de los laicos católicos a las orientaciones de la Jerarquía en orden a la participación en la política. Lo señalo porque, como resulta evidente, conforme transcurre el pontificado de Francisco surgen en nuestro contexto occidental movimientos cada vez más organizados de “contraprogramación”. Este fenómeno no se entiende solamente en clave eclesial, sino que discurre en un texto de globalización de la confrontación, de cuestionamiento o incluso desprecio del humanismo democrático, de xenofobia... y de invocación de supuestos valores religiosos como fundamento de todo ello. Tampoco es la primera vez que ocurre: recordemos, en nuestra patria, la oposición de los carlistas y los integristas al juego democrático en el s. XIX; o la reacción del franquismo y de la propia Jerarquía española al decreto sobre libertad religiosa del Concilio Vaticano II.
Volviendo a la idea principal que trato de exponer, creo que es del diablo aspirar a la reconquista del poder. Me parece que parte de la Iglesia, laicos y clérigos pueden estar incurriendo en el mismo desliz del Syllabus: negar la evidencia y encastillarse en una supuesta seguridad de neocristiandad.
Pero la Cristiandad ya no volverá. Las consecuencias en el orden moral de la Segunda Guerra Mundial aún no se han asimilado. Las de la caída del Muro de Berlín, tampoco. El ateísmo ya no es sola ni principalmente un asunto metafísico. Se trata de un fenómeno práctico, vital, fruto del economicismo capitalista que siega la humanidad de la persona, y por tanto su dimensión trascendente.
En este contexto, hace años que la Iglesia, la religión en general va perdiendo significado y relevancia social. Pero no se ha perdido la necesidad de trascendencia. Confío en que de los restos del derribo de la Cristiandad van a ir surgiendo, cada vez con más fuerza, comunidades en diáspora y en colaboración con otras Iglesias no católicas y otras religiones; y también con las personas de buena voluntad no creyentes para, entre todos, seguir tejiendo el Reino de Dios.
Como señaló Mons. Carlos Escribano en la inauguración del Congreso (no es cita literal): Somos la sal de la tierra; cuando tomamos un plato, no decimos: ¡Qué buena está la sal! sino ¡Qué buena está la comida!”
Pues eso, a poner nuestro granito de arena (de sal) para que el plato sepa mejor, aunque nadie note la sal.
En el pasado número 163 (enero-marzo 2022) de la revista CRESOL, Rafael-Vicente Ortiz Angulo reflexionaba sobre el contenido del Congreso Diocesano de Laicos, celebrado el pasado mes de noviembre. Creo adivinar que parte del citado artículo de Rafael-Vicente Ortiz, aunque no la mencione expresamente, se refiere a la ponencia de D. José Minguet, de la Universidad Cardenal-Herrera-CEU, que versó sobre “Presencia y testimonio público del cristiano” a la que asistí, así como al posterior coloquio.
Dejando al margen las diversas consideraciones que dicho artículo contiene, quisiera centrarme -no en la ponencia del Sr. Minguet propiamente dicha- sino en la materia abordada en ella, porque el asunto resulta de gran importancia y de tremenda actualidad. Ténganse en cuenta sin ir más lejos, los recientes II Congreso “Iglesia y sociedad democrática” organizado por la Fundación Pablo VI y el 23 Congreso “Católicos y vida pública”, a cargo del CEU San Pablo, de tan distinto planteamiento; o la aparición de NEOS, igualmente de muy diferente concepción al más veterano grupo de cristianos socialistas. De manera mucho más modesta y local, el Centro Arrupe de Valencia acoge la iniciativa “Tomás Moro”, llevada a cabo por un grupo de creyentes de diversa procedencia, y que pretende reflexionar también sobre la cuestión desde la perspectiva de superar la crispación y la intransigencia actualmente presentes, tanto en la sociedad, como -lo que es más triste- en no pocas ocasiones, al seno de la propia Iglesia.
Desde el Renacimiento, y especialmente a partir de la Revolución Francesa, la Iglesia Católica vive un “cisma soterrado”, en la acertada expresión de Prieto Prini. No es éste el lugar para profundizar en ello, pero baste señalar que desde entonces hasta hoy la Jerarquía católica tiene dificultad para re-situarse en una sociedad -me refiero a la occidental- que ya se re-situó -con bastante facilidad por cierto- en un marco secularizador y secularizado. Por tanto, la cosa viene de lejos. No obstante, apuntaré algunos elementos nuevos:
En primer lugar, el protagonismo de los laicos en la Iglesia. Cierto es que el Concilio Vaticano II aportó la gran novedad de la autonomía del laicado; pero ya antes, con el impulso de la Acción Católica a principios del pasado siglo, pretendía la Jerarquía implicar a los seglares, aunque en línea de obediencia al clero. Por otro lado, el descenso de las vocaciones religiosas dota de mayor actualidad a la cuestión. También ayuda a tenerla presente el énfasis del actual Papa en su constante denuncia del clericalismo; denuncia que no va dirigida solamente, como él mismo se encarga de precisar, al clero, sino también al laicado. Por cierto, ¿El incremento de la ordenación de diáconos permanentes responde generalmente al espíritu de que lo revisitó el Concilio Vaticano II o a una perversión de la genuina vocación laical? ¿Responden muchos de los llamados nuevos movimientos a las previsiones conciliares sobre la presencia laical?
En segundo lugar, hay que hablar de cómo la Iglesia jerárquica pretende influir en la política. Tampoco es un tema nuevo: desde el Syllabus de Pío IX, que en un error estratégico incompresible, excluía de hecho a los católicos de la participación en la vida pública, se pasó a la animación de los partidos confesionales. Ya sabemos cómo la Democracia Cristiana fue diluyéndose a partir del Concilio Vaticano II (con la excepción, quizá, de Alemania, en donde por otro lado resulta muy interesante la convergencia entre católicos y reformados). Ahora el reto radica en buscar apoyos “para lo nuestro” o en converger para crear una sociedad más parecida al programa del Sermón de la Montaña.
En tercer lugar, tampoco es nuevo el interés jerárquico por hacer presente a la Iglesia en la sociedad a través de iniciativas en diferentes ámbitos. En este campo, creo que empezamos a movernos en un terreno resbaladizo, pues no sabemos muy bien si el esfuerzo responde al deseo de recuperación del terreno perdido en términos puramente mundanos o a la construcción del Reino de Dios en términos evangélicos. La limitación de la condición humana y lo vidrioso del asunto en sí, nos hace pensar que hubo, hay y habrá de todo un poco. Por lo que es necesario el discernimiento.
Hay otro fenómeno, aparentemente novedoso, como es la reacción de los laicos católicos a las orientaciones de la Jerarquía en orden a la participación en la política. Lo señalo porque, como resulta evidente, conforme transcurre el pontificado de Francisco surgen en nuestro contexto occidental movimientos cada vez más organizados de “contraprogramación”. Este fenómeno no se entiende solamente en clave eclesial, sino que discurre en un texto de globalización de la confrontación, de cuestionamiento o incluso desprecio del humanismo democrático, de xenofobia... y de invocación de supuestos valores religiosos como fundamento de todo ello. Tampoco es la primera vez que ocurre: recordemos, en nuestra patria, la oposición de los carlistas y los integristas al juego democrático en el s. XIX; o la reacción del franquismo y de la propia Jerarquía española al decreto sobre libertad religiosa del Concilio Vaticano II.
Volviendo a la idea principal que trato de exponer, creo que es del diablo aspirar a la reconquista del poder. Me parece que parte de la Iglesia, laicos y clérigos pueden estar incurriendo en el mismo desliz del Syllabus: negar la evidencia y encastillarse en una supuesta seguridad de neocristiandad.
Pero la Cristiandad ya no volverá. Las consecuencias en el orden moral de la Segunda Guerra Mundial aún no se han asimilado. Las de la caída del Muro de Berlín, tampoco. El ateísmo ya no es sola ni principalmente un asunto metafísico. Se trata de un fenómeno práctico, vital, fruto del economicismo capitalista que siega la humanidad de la persona, y por tanto su dimensión trascendente.
En este contexto, hace años que la Iglesia, la religión en general va perdiendo significado y relevancia social. Pero no se ha perdido la necesidad de trascendencia. Confío en que de los restos del derribo de la Cristiandad van a ir surgiendo, cada vez con más fuerza, comunidades en diáspora y en colaboración con otras Iglesias no católicas y otras religiones; y también con las personas de buena voluntad no creyentes para, entre todos, seguir tejiendo el Reino de Dios.
Como señaló Mons. Carlos Escribano en la inauguración del Congreso (no es cita literal): Somos la sal de la tierra; cuando tomamos un plato, no decimos: ¡Qué buena está la sal! sino ¡Qué buena está la comida!”
Pues eso, a poner nuestro granito de arena (de sal) para que el plato sepa mejor, aunque nadie note la sal.