Tempus resolutionis meae instat: Es ya inminente el tiempo de mi partida» (2 Tim 4, 6).
«Certus quod velox est depositio tabernaculi mei: Sabiendo que pronto será removida mi tienda» (2 Pe 1, 14). «Finis venit, venit finis: Es el fin... viene el fin» (Ez 7, 2).
Se impone esta consideración obvia sobre la caducidad de la vida temporal y sobre el acercamiento inevitable y cada vez más próximo de su fin. No es sabia la ceguera ante este destino indefectible. ante la desastrosa ruina que comporta, ante la misteriosa metamorfosis que está para realizarse en mi ser, ante lo que se avecina.
Veo que la consideración predominante se hace sumamente personal: yo, ¿quién soy?. ¿qué queda de mí?, ¿adónde voy?, y por eso sumamente moral: ¿qué debo hacer?, ¿cuáles son mis responsabilidades?: y veo también que respecto a la vida presente es vano tener esperanzas; respecto a ella se tienen deberes y expectativas funcionales y momentáneas; las esperanzas son para el más allá.
Y veo que esta consideración suprema no puede desarrollarse en un monólogo subjetivo, en el acostumbrado drama humano que, al aumentar la luz, hace crecer la oscuridad del destino humano; debe desarrollarse en diálogo con la Realidad divina, de donde vengo y adonde ciertamente voy: conforme a la lámpara que Cristo nos pone en la mano para el gran paso. Creo, Señor.
Llega la hora. Desde hace algún tiempo tengo el presentimiento de ello. Más aún que el agotamiento físico, pronto a ceder en cualquier momento, el drama de mis responsabilidades parece sugerir como solución providencial mi éxodo de este mundo, a fin de que la Providencia pueda manifestarse y llevar a la Iglesia a mejores destinos. Sí, la Providencia tiene muchos modos de intervenir en el juego formidable de las circunstancias. que cercan mi pequeñez; pero el de mi llamada a la otra vida parece obvio, para que me sustituya otro más fuerte y no vinculado a las presentes dificultades. «Servus inutilis sum: Soy un siervo inútil». «Ambulate dum lucem habetis: Caminad mientras tenéis luz» (Jn 12. 55).
Ciertamente, me gustaría, al acabar, encontrarme en la luz. De ordinario el fin de la vida temporal, si no está oscurecido por la enfermedad, tiene una peculiar claridad oscura: la de los recuerdos tan bellos, tan atrayentes, tan nostálgicos y tan claros ahora ya para denunciar su pasado irrecuperable y para burlarse de su llamada desesperada. Allí está la luz que descubre la desilusión de una vida fundada sobre bienes efímeros y sobre esperanzas falaces. Allí está la luz de los oscuros y ahora ya ineficaces remordimientos. Allí está la luz de la sabiduría que por fin vislumbra la vanidad de las cosas y el valor de las virtudes que debían caracterizar el curso de la vida: «vanitas vanitatum: vanidad de vanidades». En cuanto a mí, querría tener finalmente una noción compendiosa y sabia del mundo y de la vida: pienso que esta noción debería expresarse en reconocimiento: todo era don, todo era gracia: y qué hermoso era el panorama a través del cual ha pasado; demasiado bello, tanto que nos hemos dejado atraer y encantar. mientras debía aparecer como signo e invitación. Pero, de todos modos, parece que la despedida deba expresarse en un acto grande y sencillo de reconocimiento, más aún de gratitud: esta vida mortal es, a pesar de sus vicisitudes y sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y con gloria: ¡la vida, la vida del hombre! Ni menos digno de exaltación y de estupor feliz es el cuadro que circunda la vida del hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico, este universo de tantas fuerzas, de tantas leyes, de tantas bellezas, de tantas profundidades. Es un panorama encantador. Parece prodigalidad sin medida. Asalta, en esta mirada como retrospectiva, el dolor de no haber admirado bastante este cuadro, de no haber observado cuanto merecían las maravillas de la naturaleza, las riquezas sorprendentes del macrocosmos y del microcosmos.
¿Por qué no he estudiado bastante, explorado, admirado la morada en la que se desarrolla la vida? ¡Qué distracción imperdonable, qué superficialidad reprobable! Sin embargo, al menos in extremis, se debe reconocer que ese mundo «qui per Ipsum factus est: que fue hecho por medio de El», es estupendo. Te saludo y te celebro en el último instante, sí, con inmensa admiración; y, como decía, con gratitud: todo es don: detrás de la vida. detrás de la naturaleza, del universo, está la Sabiduría; y después, lo diré en esta despedida luminosa (Tú nos lo has revelado, Cristo Señor) ¡está el Amor! ¡La escena del mundo es un diseño. todavía hoy incomprensible en su mayor parte, de un Dios Creador, que se llama nuestro Padre que está en los cielos! ¡Gracias, oh Dios, gracias y gloria a ti, oh Padre! En esta última mirada me doy cuenta de que esta escena fascinante y misteriosa es un reverbero: es un reflejo de la primera y única Luz; es una revelación natural de extraordinaria riqueza y belleza. que debía ser una iniciación, un preludio, un anticipo, una invitación a la visión del Sol invisible, «quem nemo vidit unquam: a quien nadie vio jamás» (cf. Jn 1, 18): «Unigenitus Filius, qui est in sinu Patris, Ipse enarravit: el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer». Así sea, así sea.
Pero ahora, en este ocaso revelador, otro pensamiento, más allá de la última luz vespertina, presagio de la aurora eterna, ocupa mi espíritu: y es el ansia de aprovechar la hora undécima, la prisa de hacer algo importante antes de que sea demasiado tarde. ¿Cómo reparar las acciones mal hechas, cómo recuperar el tiempo perdido, cómo aferrar en esta última posibilidad de opción «el unum necesarium: la única cosa necesaria»?
A la gratitud sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria hacia Dios Creador y Padre sucede el grito que invoca misericordia y perdón. Que al menos sepa yo hacer esto: invocar tu bondad y confesar con mi culpa tu infinita capacidad de salvar. «Kyrie eleison; Christe eleison; Kyrie eleison: Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad; Señor, ten piedad».
Aquí aflora a la memoria la pobre historia de mi vida, entretejida, por un lado con la urdimbre de singulares e inmerecidos beneficios, provenientes de una bondad inefable (es la que espero podré ver un día y «cantar eternamente»); y, por otro, cruzada por una trama de míseras acciones, que sería preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas, equivocadas, tontas, ridículas. «Tu scis insipientiam meam: Dios mío, tú conoces mi ignorancia» (Sal 68, 6). Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia. Siempre me parece suprema la síntesis de San Agustín: miseria y misericordia. Miseria mía, misericordia de Dios. Que al menos pueda honrar a Quien Tú eres, el Dios de infinita bondad, invocando, aceptando, celebrando tu dulcísima misericordia.
Y luego, finalmente, un acto de buena voluntad: no mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto, sencillamente, humildemente, con fortaleza, como voluntad tuya, el deber que deriva de las circunstancias en que me encuentro.
Hacer pronto. Hacer todo. Hacer bien. Hacer gozosamente: lo que ahora Tú quieres de mí, aun cuando supere inmensamente mis fuerzas y me exija la vida. Finalmente, en esta última hora.
Inclino la cabeza y levanto el espíritu. Me humillo a mí mismo y te exalto a ti, Dios, «cuya naturaleza es bondad» (San León). Deja que en esta última vigilia te rinda homenaje, Dios vivo y verdadero, que mañana serás mi juez, y que te dé la alabanza que más deseas, el nombre que prefieres: eres Padre.
Después yo pienso aquí ante la muerte, maestra de la filosofía de la vida, que el acontecimiento más grande entre todos para mí fue, como lo es para cuantos tienen igual suerte, el encuentro con Cristo, la Vida. Ahora habría que volver a meditar todo con la claridad reveladora que la lámpara de la muerte da a este encuentro. «Nihil enim nobis nasci profuit, nisi redimi profuisset: En efecto, de nada nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados». Este es el descubrimiento del pregón pascual, y este es el criterio de valoración de cada cosa que mira a la existencia humana y a su verdadero y único destino, que sólo se determina en relación a Cristo: «O mira circa nos tuae pietatis dignatio: ¡Oh piedad maravillosa de tu amor para con nosotros!». Maravilla de las maravillas, el misterio de nuestra vida en Cristo. Aquí la fe, la esperanza, el amor cantan el nacimiento y celebran las exequias del hombre. Yo creo, yo espero, yo amo, en tu nombre, Señor.
Y después, todavía me pregunto: ¿por qué me has llamado, por qué me has elegido?, ¿tan inepto, tan reacio, tan pobre de mente y de corazón? Lo sé: «quae stulta sunt mundi elegit Deus... ut non glorietur omnis caro in conspectu eius: Eligió Dios la necedad del mundo... para que nadie pueda gloriarse ante Dios» (1 Cor 1, 27-28). Mi elección indica dos cosas: mi pequeñez; tu libertad misericordiosa y potente, que no se ha detenido ni ante mis infidelidades, mi miseria, mi capacidad de traicionarte: «Deus meus, Deus meus, audebo dicere... in quodam aestasis tripudio de Te praesumendo dicam: nisi quia Deus es, iniustus esses, quia peccavimus graviter... et Tu placatus es. Nos Te provocamus ad iram, Tu autem conducis nos ad misericordiam: Dios mío, Dios mío, me atreveré a decir en un regocijo extático de Ti con presunción: si no fueses Dios, serías injusto, porque hemos pecado gravemente... y Tú Te has aplacado. Nosotros Te provocamos a la ira, y Tú en cambio nos conduces a la misericordia» (PL 40, 1150).
Y heme aquí a tu servicio, heme aquí en tu amor. Heme aquí en un estado de sublimación que no me permite volver a caer en mi sicología instintiva de pobre hombre, sino para recordarme la realidad de mi ser, y para reaccionar en la más ilimitada confianza con la respuesta que debo: «Amen; fiat; Tu scis quia amo Te: Así sea, así sea. Tú sabes que te amo». Sobreviene un estado de tensión y fija mi voluntad de servicio por amor en un acto permanente de absoluta fidelidad: «in finem dilexit: amó hasta el fin». «Ne permitas me separari a Te: No permitas que me separe de Ti». El ocaso de la vida presente, que había soñado reposado y sereno, debe ser, en cambio, un esfuerzo creciente de vela, de dedicación, de espera. Es difícil; pero la muerte sella así la meta de la peregrinación terrena y ayuda para el gran encuentro con Cristo en la vida eterna. Recojo las últimas fuerzas y no me aparto del don total cumplido, pensando en tu «consumatum est: todo está acabado».
Recuerdo el anuncio que el Señor hizo a Pedro sobre la muerte del Apóstol: «amen, amen dico tibi... cum... senueris, extendes manus tuas, et alius te cinget, et ducet quo tu non vis. Hoc autem (Jesus) dixit significans qua morte (Petrus) clarificaturus esset Deum. Et, cum hoc dixisset, dicit ei: sequere me: En verdad, en verdad te digo:... cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras. Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Después añadió: Sígueme» (Jn 21, 18-19).
Te sigo; y advierto que yo no puedo salir ocultamente de la escena de este mundo; tantos hilos me unen a la familia humana, tantos a la comunidad que es la Iglesia. Estos hilos se romperán por sí mismos; pero yo no puedo olvidar que exigen de mí un deber supremo. «Discessus pius: muerte piadosa». Tendré ante el espíritu la memoria de cómo Jesús se despidió de la escena temporal de este mundo. Recordaré cómo El hizo previsión continua y anuncio frecuente de su pasión, cómo midió el tiempo en espera de «su hora», cómo la conciencia de los destinos escatológicos llenó su espíritu y su enseñanza y cómo habló a los discípulos en los discursos de la última Cena sobre su muerte inminente; y finalmente cómo quiso que su muerte fuese perennemente conmemorada mediante la institución del sacrificio eucarístico: «mortem Domini annuntiabitis donec veniat: Anunciaréis la muerte del Señor hasta que El venga».
Un aspecto principal sobre todos los otros: «tradidit semetipsum: se entregó a sí mismo por mí»; su muerte fue sacrificio; murió por los otros, murió por nosotros. La soledad de la muerte estuvo llena de nuestra presencia, estuvo penetrada de amor: «dilexit Ecclesiam: amó a la Iglesia» (recordar «le mystére de Jésus» de Pascal). Su muerte fue revelación de su amor por los suyos: «in finem dilexit: amó hasta el fin». Y al término de la vida temporal dio ejemplo impresionante del amor humilde e ilimitado (cf. el lavatorio de los pies) y de su amor hizo término de comparación y precepto final. Su muerte fue testamento de amor. Es preciso recordarlo.
Por tanto ruego al Señor que me dé la gracia de hacer de mi muerte próxima don de amor para la Iglesia. Puedo decir que siempre la he amado; fue su amor quien me sacó de mi mezquino y selvático egoísmo y me encaminó a su servicio; y para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese; y que yo tuviese la fuerza de decírselo, como una confidencia del corazón que sólo en el último momento de la vida se tiene el coraje de hacer. Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría abrazarla, saludarla, amarla, en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla. También porque no la dejo, no salgo de ella, sino que me uno y me confundo más y mejor con ella: la muerte es un progreso en la comunión de los Santos.
Ahora hay que recordar la oración final de Jesús (Jn 17). El Padre y los míos; éstos son todos uno; en la confrontación con el mal que hay en la tierra y en la posibilidad de su salvación; en la conciencia suprema que era mi misión llamarlos, revelarles la verdad, hacerlos hijos de Dios y hermanos entre sí; amarlos con el Amor que hay en Dios y que de Dios, mediante Cristo, ha venido a la humanidad y por el ministerio de la Iglesia, a mí confiado, se comunica a ella.
Hombres, comprendedme; a todos os amo en la efusión del Espíritu Santo, del que yo, ministro, debía haceros partícipes. Así os miro, así os saludo, así os bendigo. A todos. Y a vosotros, más cercanos a mí, más cordialmente. La paz sea con vosotros. Y, ¿qué diré a la Iglesia a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones de Dios vengan sobre ti; ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo.
Amén. El Señor viene. Amén.
* L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, año XI - N. 32, 12 de agosto, 1979, págs 1 y 12. Según don Pasquale Macchi, su secretario particular, el Papa escribió estas páginas en Castelgandolfo, «quizás después de la redacción del testamento, al concluir un retiro espiritual» (cf. ib. pág 12).
El 13 de noviembre de 1964, el papa Pablo VI, rompiendo con la tradición, donó su triple tiara de oro, plata y joyas a los pobres en una ceremonia en la basílica de San Pedro, convirtiéndolo en el último Papa en llevar la corona ceremonial.
Después de una misa a la que asistieron 2.000 obispos, el Papa se levantó de su silla y colocó solemnemente su tiara sobre el altar.
En las noticias de la época se dijo que el papa Pablo VI se sintió impulsado a hacer el gesto debido a las discusiones sobre la pobreza mundial durante las reuniones del Concilio Ecuménico Vaticano II.