El pequeño Sócrates era todo lo que los griegos despreciaban: feo según sus cánones, pobre para los estándares aristocráticos, y terriblemente preguntón en una sociedad que valoraba más las respuestas rápidas que las preguntas incómodas. Mientras otros niños memorizaban a Homero, él se quedaba mirando a los artesanos, preguntándose por qué un zapatero sabía más de virtud que los poetas. Esa mirada crítica -que luego llamarían "ironía socrática"- nacía de ver cómo su padre tallaba estatuas perfectas para dioses que nunca respondían.
Su educación fue un campo de batalla. Aprendió música, pero desconfiaba de su poder para adormecer. Practicó gimnasia, pero sospechaba que los cuerpos perfectos a menudo escondían almas vacías. Lo verdaderamente revolucionario es que este niño, que no tenía derecho a destacar, se atrevió a creer que un hijo de cantero podía ser más sabio que los nobles del Areópago. El futuro filósofo bebía de dos oficios humildes: la paciencia del escultor para dar forma a la verdad, y el valor de la partera para soportar el dolor del parto intelectual.