viernes, septiembre 29, 2017

Francisco, Péguy y el estupor de Dios

ROMA
El poeta francés Charles Péguy «nos ha dejado páginas estupendas sobre la esperanza». Lo dijo el Papa Francisco durante la audiencia general de hoy, continuando con su ciclo de catequesis dedicado a la segunda virtud teologal. Péguy, recordó Francisco citando la obra «El pórtico del misterio de la segunda virtud», «dice que Dios no se sorprende tanto por la fe de los seres humanos, y mucho menos por su caridad, sino lo que verdaderamente lo llena de maravilla y conmoción es la esperanza de la gente: “Que esos pobres hijos —escribió— vean cómo van las cosas y que crean que irá mejor mañana”».

La imagen del poeta, añadió el Papa, «alude a los rostros de mucha gente que ha transitado por este mundo (campesinos, pobres obreros, migrantes buscando un futuro mejor) que ha luchado tenazmente a pesar de la amargura de un presente difícil, lleno de muchas pruebas, pero animada por la confianza en que los hijos habrían tenido una vida más justa y más serena. Luchaban por los hijos, luchaban en la esperanza».

La irrupción de Péguy en las reflexiones del Papa Francisco es como un relámpago de luz, incluso en las deprimentes crónicas eclesiásticas de estos días. Dios, dice Péguy, se sorprende de los corazones de los hombres que esperan simplemente, porque el signo de que la gracia entró al mundo con Cristo «tiene una fuerza increíble» y mantiene viva la esperanza como una pequeña llama «vacilante ante el soplo del pecado, que tiembla con todos los vientos, ansiosa al mínimo soplo». Péguy describe la esperanza como una «niña de nada», que avanza «entre sus hermanas más grandes» (las otras virtudes teologales de la fe y de la caridad) «y ni se la nota», perdida «entre las faldas de sus hermanas». Pero en realidad «es ella la que hace que caminen las otras dos y las tira, y hace caminar a todos. Porque nunca se trabaja más que por los niños».

Así, usando la imagen de la «niña» esperanza, el poeta francés intuye y vuelve a proponer en nuestros tiempos “incristianos” (los primeros «después de Jesús sin Jesús») que en cada tiempo y en cada situación la esperanza cristiana puede florecer y volver a partir solamente si Cristo mismo cumple un nuevo gesto de gracia, ahora, manifestando ahora su presencia operante. «La fe», escribió Pèguy, «es una catedral arraigada en el suelo de Francia. La caridad es un hospital, un refugio que recoge todas las miserias del mundo. Pero sin esperanza todo esto no sería más que un cementerio».

Veinte siglos de cristiandad, de doctrina de santidad, de teología serían cosas muertas y pasadas, sin una nueva acción de la gracia del Resucitado. Aparentemente inerme como un capullo que florece al final del invierno: «Sin este germinar de fines de abril», dice Dios mismo en la obra de Péguy, «sin ese único y pequeño retoño de la esperanza, que evidentemente cualquiera puede romper… toda mi creación no sería más que madera muerta […] Cuando vean tanta rudeza, la pequeña gema tierna no parece nada… Sin embargo de allí procede todo». Todo el cristianismo puede convertirse en un pasado muerto, pretexto e instrumento de chantajes y luchas de poder, si en el tronco endurecido de la historia cristiana no florece un nuevo retoño, si un nuevo gesto del Señor no suscita hoy la esperanza, como sucedió con los primeros pescadores que se encontraron con Él en el lago de Galilea.

Ir con cautela entre las dos bandas de «clericales»

En el golpeteo cadenciado de sus textos, «el inclasificable Péguy» (como lo definió el cardenal Roger Etchegaray) indicó hace ya un siglo que lo que contrasta con el dinamismo de gracia y de salvación del cristianismo no son los pecados de los hombres, que, por el contrario, forman parte del mismo «mecanismo», sino las operaciones de negociación y desnaturalización que ponen en acto dos «bandas» de clericales. «Nosotros —escribió el poeta francés en su obra “Véronique”, publicada póstumamente— nos movemos continuamente entre dos clérigos, vamos con cautela entre dos bandas de clérigos: los clérigos laicos y los clérigos eclesiásticos; los clérigos clericales anti-clericales y los clérigos clericales-clericales». Los primeros, explicó Péguy, niegan lo eterno de lo temporal, «quieren desmontar lo eterno de lo temporal, lo que está dentro de lo temporal». Mientras que los clérigos eclesiásticos «niegan lo temporal de lo eterno», quieren «deshacer, desmontar lo temporal de lo eterno, lo que está dentro de lo eterno. Y los unos y los otros no son cristianos, porque la técnica misma del cristianismo, la técnica y el mecanismo de su mística, de la mística cristiana es esta; involucrar un pedazo de mecanismo en el otro; es un ensamblaje de dos pedazos, esa especial relación, mutua, única, recíproca, indefectible, no desmontable, del uno en el otro y del otro en el uno; de lo temporal en lo eterno, y (pero sobre todo, cosa más a menudo negada y que de hecho es la más maravillosa) de lo eterno en lo temporal».

A principios del siglo pasado, Péguy intuía que entre los «clericales laicos» (es decir materialistas) y los «clericales-clericales» (los idealistas, los espiritualistas, los que exaltan el papel de la religión), los más peligrosos eran los segundos. Porque los primeros negaban. Pero los segundos desnaturalizaban. Las bandas clericales que hoy se pelean la escena a golpe de dossiers y peticiones, y que transforman en campo de batalla incluso la secuela del Sucesor de Pedro, no tienen ni siquiera la trágica grandeza de las consorterías que operaban en la época de Péguy. Pero comparten con ellas el impulso de alejar «el misterio y el operar de la gracia» de las dinámicas eclesiales. Así, incluso los formularios sobre la «Iglesia en salida» se convierten en objetivos estratégicos que hay que llevar a cabo con un esfuerzo y un proyecto de reforma funcional, y no dirigen a Cristo mismo la oración para que haga «salir» a la Iglesia de sí misma y de sus pretensiones de auto-suficiencia.

También para los clericales contemporáneos, del tipo que sean, vale lo que describía Péguy con respecto al «partido de los devotos» de su tiempo, siempre ocupado tratando de «contrarrestar el obrar de la gracia», de «pisotear los jardines de la gracia» con una brutalidad terrificante: «Una vez más la gracia obrará. Una vez más está ya obrando, amigo mío. Ha obrado. Y una vez más los clérigos creerán que solamente ha trabajado para ellos, harán como si ella hubiera trabajado, como si tuviera que trabajar solo para ellos». Porque creen que «Dios es su procurador y basta. Está ocupado solamente buscando clientes para ellos, obligando, reclutando para ellos. Solo se ocupa de esto. Es su sargento reclutador».