Sugerencias para un cristianismo del siglo XXI: dialogante, comprometido, plural, vocacional, misionero, en crecimiento
jueves, junio 27, 2024
viernes, junio 21, 2024
Cristianismo burgués
No, mujer; lo de la libertad de conciencia es para tranquilizar a la gente moderna. Porque al cielo, lo que se dice ir al Cielo, iremos los de siempre |
José María Torralba / ABC
El cristianismo burgués es una forma defectuosa de entender y vivir el Evangelio, presente en algunas sociedades contemporáneas como la nuestra. ¿En qué consiste? Al igual que otros conceptos relevantes, burgués es una expresión polisémica. En su sentido más común, sirve para referirse a un miembro de la clase social acomodada, que desempeña una profesión liberal o –en terminología marxista– es dueño de los medios de producción. En otro sentido frecuente, describe la actitud de quien evita la exigencia y procura llevar una vida aburguesada, cómoda. De este modo se emplea, a veces, en contextos religiosos para recriminar a quienes viven un cristianismo que excluye la cruz. Sin embargo, ninguno de estos sentidos es el relevante para lo aquí se pretende explicar.
A un cristiano burgués le definen dos rasgos característicos. Primero, concebir la religión de manera individualista y, segundo, haber olvidado el fuerte sentido de misión presente en la Iglesia desde sus orígenes. Podría decirse que se trata de una fe egoísta, pues la máxima preocupación consiste en salvar la propia alma. Además, y esto es quizá lo más distintivo, su principal deseo es alcanzar la seguridad y la estabilidad. De este modo se anega el ímpetu creador de quien concibe la vida como respuesta a una llamada. El horizonte espiritual de alguien así resulta previsible, incluso aburrido.
Empleando conceptos de Ortega y Gasset, podría hablarse de un cristianismo con mentalidad de masa, que no desea salir de la vulgaridad –la media sociológica– ni aspirar a la existencia noble de quien pone sus talentos al servicio de un ideal superior. Reinan el conformismo y la asimilación. Al igual que sucede con el hombre-masa de Ortega, el cristianismo burgués no es un fenómeno exclusivo de una clase social, puede darse en personas de distinta condición. De modo paradójico, esta mentalidad a veces se encuentra entre aquellos que respetan los principales mandamientos, participan en actos piadosos y dan limosna, es decir, quienes parecen llevar una vida cristiana exigente.
La clave para explicar este fenómeno se encuentra en la sociología religiosa, pues la cultura propia de cada momento histórico configura la manera en que las personas encarnan la fe. Cultura y religión forman un binomio difícil de separar. Incluso en sociedades post-cristianas como la española, resulta innegable el influjo que lo religioso sigue ejerciendo. A la vez, como en todo binomio, también hay influencia en la otra dirección. Por su carácter histórico, la religión cristiana no es impermeable a los valores dominantes de cada época.
Fue Benedicto XVI quien más claramente denunció semejante deriva del mensaje de Jesús. Según sostiene en 'Spe Salvi', se ha llegado a pensar en el cristianismo como algo «estrictamente individualista» o una «búsqueda egoísta de la salvación» por influjo de algunas ideas propias de las sociedades modernas. En concreto, sería el resultado de haber privatizado la noción cristiana de esperanza. El intento de resolver los problemas del mundo «como si Dios no existiera» provocó que la religión quedara recluida en la esfera de la conciencia, el hogar y el templo, como bien ha explicado Charles Taylor en 'La era secular'.
Es cierto que esta evolución histórica trajo efectos positivos como la separación Iglesia-Estado y la consagración de la conciencia personal como un ámbito inviolable. Sin embargo, también tuvo secuelas negativas. Los creyentes olvidaron la dimensión social de su fe, según advirtió Henri de Lubac en 'Catolicismo. Aspectos sociales del dogma'. Además, surgieron actitudes moralistas, que reducen la religión a lo ético (es decir, a lo puramente natural), traicionando así la esencia del cristianismo, por utilizar la conocida expresión de Romano Guardini.
Lo que falta en un cristiano burgués es el interés por transformar la realidad. Aunque la fe no se identifica con ninguna estructura política u organización social concreta, tampoco se desentiende del destino del mundo. En nuestras manos está tratar de abrir los corazones –el propio y el de los demás– para que Dios pueda actuar en ellos. Tal es la aportación específica de los cristianos a la sociedad: compartir la alegría del Evangelio, la ley de la caridad y la visión esperanzada sobre el futuro.
En nuestro país se echa en falta la contribución cristiana, que tanto beneficiaría a todos. Esta situación se debe más a la inacción o indiferencia de los creyentes que al laicismo rampante. Es, con gran probabilidad, la principal consecuencia del cristianismo burgués. En una sociedad de profundas raíces religiosas y con una red tan extensa de instituciones educativas de ideario católico –muchas de ellas de primer nivel– resulta sorprendente la escasa presencia pública (en la cultura, la economía o la política) del mensaje evangélico. Los números no cuadran. Ha habido una clara dejación de funciones: quienes estaban en condiciones de liderar no han querido o no han sabido hacerlo. Puede que hayan confundido el triunfo profesional con el brillo del rendimiento y la eficacia, en vez de medirlo en términos de fecundidad y contribución al bien común. Más allá de la imprescindible, generosa y meritoria actividad de organizaciones como Cáritas en la atención de los marginados, ¿dónde está la respuesta cristiana ante la 'cultura del pelotazo' de nuestro sistema económico, la desesperada búsqueda de sentido de tantos jóvenes o la creciente fractura cívica que lamina, día a día, el tejido social?
«Es frecuente, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos». Así se expresaba un contemporáneo español, Josemaría Escrivá. Incluso, cabría añadir, esos deberes cívicos se identifican –en el mejor de los casos– con pagar impuestos y cumplir las leyes, es decir, lo propio de una persona respetable, un buen burgués. En su diagnóstico, este santo contemporáneo concluía que en la mayor parte de los casos el problema no es de mala voluntad, sino de falta de formación. Ha habido una deficiente transmisión de la fe en la familia, la parroquia y la escuela. Por ello, la solución se halla, como para casi todo lo importante, en la educación.
Una expresión que un amigo emplea con frecuencia sintetiza bien lo que aquí se ha expuesto: quien cree, crea. El creyente crea familia, crea cultura, crea comunidad. Todo lo vivo es fecundo. En cambio, una fe burguesa resulta estéril. No se trata necesariamente de crear algo nuevo (estructuras, instituciones o partidos), sino de realizar de otra manera –con sentido de misión– lo ordinario, de modo particular el trabajo, pues es donde habitualmente convivimos con los otros ciudadanos y podría convertirse en el lugar por excelencia de participación social. Las profesiones –en todas sus formas: de las más reputadas a las más humildes– poseen un extraordinario poder transformador cuando se realizan con mentalidad de servicio y no meramente como un medio para obtener sustento, satisfacción personal o éxito.
José María Torralba es subdirector del máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea de la Universidad de Navarra.
Este artículo se publicó originalmente en ABC.
Y una versión más amplia en https://opusdei.org/es/article/cristianismo-burgues-mision-religion-sociedad/
sábado, junio 15, 2024
¿Qué ocurre con la Cruz el Sábado Santo? - Ratzinger
Cuando intentamos sintetizar las oraciones litúrgicas del sábado santo nos impresiona, ante todo, la profunda paz que respiran. Cristo se ha ocultado, pero a través de estas tinieblas impenetrables se ha convertido también en nuestra salvación; ahora se realizan las escuetas palabras del salmista: «aunque bajase hasta los infiernos, allí estás tú». En esta liturgia ocurre que, cuanto más avanza, comienzan a lucir en ella, como en la alborada, las primeras luces de la mañana de pascua. Si el viernes santo nos ponía ante los ojos la imagen desfigurada del traspasado, la liturgia del sábado santo nos recuerda, más bien, a los crucifijos de la antigua Iglesia: la cruz rodeada de rayos luminosos, que es una señal tanto de la muerte como de la resurrección.
De este modo, el sábado santo puede mostrarnos un aspecto de la piedad cristiana que, al correr de los siglos, quizás haya ido perdiendo fuerza.
Cuando oramos mirando al crucifijo, vemos en él la mayoría de las veces una referencia a la pasión histórica del Señor sobre el Gólgota. Pero el origen de la devoción a la cruz es distinto: los cristianos oraban vueltos hacia oriente, indicando su esperanza de que Cristo, sol verdadero, aparecería sobre la historia; es decir: expresando su fe en la vuelta del Señor. La cruz está estrechamente ligada, al principio, con esta orientación de la oración, representa la insignia que será entregada al rey cuando llegue; en la cruz alcanza su punto culminante la oración. Así pues, para la cristiandad primitiva la cruz era, ante todo, signo de la esperanza, no tanto vuelta al pasado cuanto proyección hacia el Señor que viene. Con la evolución posterior se hizo bastante necesario volver la mirada, cada vez con más fuerza, hacia el hecho; ante todas las volatilizaciones de lo espiritual, ante el camino extraño de la encarnación de Dios, había que defender la prodigalidad impresionante de su amor, que por el bien de unas pobres criaturas se había hecho hombre, y qué hombre. Había que defender la santa locura del amor de Dios, que no pronunció una palabra poderosa, sino que eligió el camino de la debilidad, a fin de confundir nuestros sueños de grandeza y aniquilarlos desde dentro.
¿Pero no hemos olvidado quizás demasiado la relación entre cruz y esperanza, la unidad entre la orientación de la cruz y el oriente, entre el pasado y el futuro? El espíritu de esperanza que respiran las oraciones del sábado santo debería penetrar de nuevo todo nuestro cristianismo. El cristianismo no es una mera religión del pasado, sino también del futuro; su fe es, al mismo tiempo, esperanza, porque Cristo no es solamente el muerto y resucitado, sino también el que ha de venir.
Señor, haz que este misterio de esperanza brille en nuestros corazones, haznos conocer la luz que brota de tu cruz, haz que como cristianos marchemos hacia el futuro, al encuentro del día en que aparezcas.
+info:
Este texto es casi completa la tercera de tres meditaciones sobre sábado santo que pueden verse completas:
lunes, junio 10, 2024
Moltmann y la esperanza crucificada
Acaba de fallecer. Ha sido uno de los grandes pensadores cristianos del siglo XX. Teólogo protestante alemán, nacido de una familia religiosamente secularizada. Participó al final de la guerra mundial (1939-1945) y estuvo dos años prisionero en Inglaterra (1945-1947), donde entró en contacto con el cristianismo.
De vuelta a Alemania estudió teología y se doctoró en la Universidad de Göttingen (1952), ordenándose ministro de la Iglesia Reformada. Fue por unos años Pastor en Bremen-Wasserhorst. Pero después se dedicó al cultivo del pensamiento cristiano y fue profesor en Wuppertal y en la facultad de teología de la Universidad de Bonn (1963), para pasar finalmente a Tübingen (1967), donde ha enseñado hasta su jubilación (1994).Escribiré otro día sobre su teología, con alguna foto que tengo. Hoy recojo la página que le dediqué en mi diccionario. Ha sido y sigue siendo para mi y para muchos una puerta de esperanza.
Moltmann, J. (1926-2024 ).
Pikaza, Diccionario pensadores 534-636
Teología de la esperanza, una teología completa. Moltmann es uno de los maestros de la teología dogmática contemporánea; ha contribuido a la renovación del pensamiento protestante y ha ejercido una gran influencia sobre la teología católica, en especial en Latinoamérica, por su compromiso al servicio de una reflexión y de una praxis abierta a la esperanza trascendente, pero comprometida con el cambio social e histórico de los hombres, en línea de evangelio.
Así ha querido superar la “subjetividad trascendental” de → Bultmann (centrado en el sujeto humano) y la “objetividad trascendental” de → Barth (centrado en el Dios que se revela), para desarrollar un tipo de teología mesiánica centrada en la promesa de Dios (siempre futuro) y en la creatividad de los hombres, llamados a responder de un modo social (comunitario), para crear de esa manera el Reino. Éste es el planteamiento básico de la más famosa de sus obras: Teología de la Esperanza (Salamanca 1968, original alemán del ).
Moltmann es el teólogo de la esperanza, entendida de forma receptiva y activa, como expresión de una Palabra de Dios (que es promesa de futuro) y como principio impulsor de una palabra humana, que ha de expresarse como protesta contra lo que existe y como impulso de perdón y reconciliación futura.
De esa manera ha vinculado el mejor protestantismo (teología de la gracia) con el impulso de la modernidad, que se ha expresado en los movimientos de liberación de los siglos XIX y XX. No ha sido nunca marxista en el sentido dogmático de la palabra, pero ha recibido el influjo de E. Bloch, con su versión de un marxismo humanista, de raíces judías, abierto a la trascendencia de la esperanza. Por eso, él no entiende la verdad como adecuación entre el pensamiento y la realidad que ahora existe (conforme a una visión esencialista de la realidad), sino como descubrimiento de la profunda inadecuación entre lo que hay y lo que debe haber (lo que debemos hacer). En ese sentido, la verdad es la expresión de un desequilibrio y de una tarea creadora, impulsada por la promesa de Dios (el Dios Promesa), a quien debemos entender como “el que viene”, en línea mesiánica.
Partiendo de esa visión, Moltmann ha elaborado una gran obra teológica, que quiere ser fiel a todos los rasgos y momentos del cristianismo y de la realidad social, desde un mundo cuya violencia él ha experimentado de manera intensa en los años de la Gran Guerra, que han marcado su vida y el comienzo de su teología. Esa experiencia ha definido su pensamiento, abierto a las raíces del misterio de Dios desde la ruptura y dolor de un tiempo presente, marcado por la inadecuación entre lo que hay y lo que debe haber. Así ha distinguido y vinculado los dos rasgos principales del misterio cristiano.
La promesa de comunión final con Dios, que será todo en todos, fundando la reconciliación entre los hombres.
2. La experiencia del dolor de la historia, vinculada a la Cruz de Cristo, como lugar de la revelación trinitaria. En un mundo marcado por el gran dolor y la lucha de unos hombres contra otros, sólo la Cruz puede ser punto de partida y centro de nuestro lenguaje de Dios. En esa línea, asumiendo algunos rasgos de la tradición protestantes, releídos desde Hegel (más allá de Marx), Moltmann ha puesto de relieve el carácter dramático de la Trinidad, que resulta inseparable de la Cruz de Jesús y del sufrimiento de los hombres.
La Cruz como acontecimiento trinitario. Moltmann ha vinculado la esperanza humana, como principio de transformación social, con el misterio de la Cruz, entendida en forma trinitaria, como expresión del dolor supremo de Dios. De esa manera, él ha tenido la osadía de penetrar en el misterio de Dios, de una forma que puede vincularse a la cábala judía, pero que responde a la experiencia cristiana de la Trinidad, manifestada en la Cruz de Cristo.
«Nosotros interpretamos así la muerte de Cristo no como un acontecimiento entre Dios y el hombre, sino principalmente con un acontecer intra-trinitario entre Jesús y su Padre, del cual procede el Espíritu. Con esta postura, (1) ya no es posible una comprensión no teísta de la historia de Cristo: (2) es superada la antigua dicotomía entre la naturaleza común de Dios y su Trinidad intrínseca, y (3) resulta superflua la distinción entre Trinidad inmanente y económica. Así, se hace preciso un lenguaje trinitario para llegar a la plena comprensión de la cruz de Cristo y se sitúa en su verdadera dimensión la doctrina tradicional sobre la Trinidad. La Trinidad ya no es entonces una especulación sobre los misterios de un Dios “sobre nosotros”, al que es preferible adorar en silencio a investigar vitalmente, sino que en definitiva constituye la expresión más concisa de la historia de la pasión de Cristo. Este lenguaje trinitario preserva a la fe tanto del monoteísmo como del ateísmo, manteniéndola adherida al Crucificado y mostrando la cruz como inserta en el ser mismo de Dios y el ser de Dios en la cruz.
El principio material de la doctrina trinitaria es la cruz. El principio formal de la teología de la cruz es la doctrina de la Trinidad. La unidad de la historia del Padre, del Hijo y del Espíritu puede luego, en un segundo término, ser denominada “Dios”. Con la palabra “Dios” se quiere expresar entonces este acontecer entre Jesús y el Padre y el Espíritu, es decir, esta historia determinada. Ella es la historia de Dios a partir de la cual sobre todo se revela quién y qué es Dios. Aquel que quiera hablar cristianamente de Dios deberá “contar” y predicar la historia de Cristo como historia de Dios, es decir, como la historia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, a partir de la cual se establece quién es Dios, y ello no solamente para el hombre, sino también en el seno de su propia existencia. Esto significa, por otra parte, que el ser de Dios es histórico y existe en esta historia concreta. La historia de Dios es así la historia de la historia del hombre» (cf. Concilium76 [1972] 335-347).
De esta manera, vinculada a la Cruz de Jesús, dentro de un camino de dolor y de esperanza, desde el centro de una humanidad caída que busca su redención, Dios viene a manifestarse como historia de amor salvador. Por eso, el teólogo cristiano no especula en abstracto sobre Dio, sino que descubre y cuenta el sentido de su presencia en Cristo, para inaugurar e impulsar de esa manera un camino de reconciliación. Desde sí misma, sin necesidad de una aplicación posterior, la teología cristiana es esencialmente práctica
Teoría política de la cruz. Sobre esa base, como continuación de la Teología de la Esperanza, el libro quizá más denso de Moltmann ha sido El Dios Crucificado (Salamanca 1977, original alemán), un texto clave para entender la teología de la segunda mitad del siglo XX, en su línea vertical (de experiencia de Dios) y en su línea horizontal (de compromiso de liberación humana). Así lo quiero poder de relieve, citando y comentando su capítulo octavo, que se titula “caminos para la liberación política del hombre”, que contiene unas páginas muy hondas sobre el sentido de la experiencia política del evangelio.
«La primitiva cristiandad fue perseguida como impía y enemiga del estado tanto por el poder estatal romano como por los filósofos gentiles. Por ello fue mayor el empeño que los apologetas cristianos pusieron en quitar fuerza a tales acusaciones, proponiendo a la religión cristiana como el verdadero sostén del Estado. Se llegó a la elaboración de una teología política cristiano-imperialista ya antes de Constantino, y luego expresamente en la teología imperial de → Eusebio de Cesarea. Con ella se debían asegurar la autoridad del césar cristiano y la unidad espiritual del imperio. Constaba de dos ideas fundamentales, una jerárquica y otra histórico-filosófico-quiliástica.
La autoridad del césar se aseguró mediante la idea de la unidad: un Dios, un logos, un nomos, un césar, una iglesia, un imperio. Su imperio cristiano se celebró quiliásticamente como el reino de paz prometido por Cristo. La pax Christi y la pax romana debían estar unidas por la providentia Dei.Con ello se convirtió el cristianismo en religión única del único estado romano. El recuerdo del destino del Crucificado y sus seguidores se ocultó… Pero, como → E. Peterson y H. Berkhof han mostrado, cómo este primer intento de una teología política cristiana fracasó, dada la fuerza de la fe cristiana, por razón de dos puntos teológicos y uno práctico.
El monoteísmo político-religioso fue superado con la elaboración de la doctrina trinitaria en el concepto de Dios. El misterio de la trinidad sólo se cumple en Dios, sin imagen alguna en la creatura (sin que el emperador pueda ser su imagen). La doctrina trinitaria describe la unidad esencial de Dios Padre con el Hijo humanado y crucificado en el Espíritu Santo. Por eso este concepto de Dios no puede utilizarse como trasfondo religioso de un césar divino (de un hombre no crucificado).
La identificación de la pax romana con la pax Christi fracasó por razón de la escatología. Sólo Cristo (ningún césar del mundo) puede conceder esa paz de Dios, que es superior a toda razón. De ello se dedujo políticamente la lucha a favor de la libertad y de la independencia de la Iglesia frente al césar cristiano… El cristianismo no comenzó como religión nacional o de clase. Como religión dominante de los dominadores, el cristianismo tendría que negar su origen en el Crucificado y perder su identidad. El Dios crucificado es, de hecho, un Dios sin estado ni clase. Pero no por ello es un Dios apolítico, sino que es de los pobres, oprimidos y humillados.
El señorío del Cristo crucificado por política, sólo se puede extender liberando a los hombres de unas formas de dominio que les hacen menores de edad y les vuelven apáticos, sacándoles de las religiones políticas que les esclavizan. La culminación de su reino de libertad debe traer, según Pablo, la destrucción de todo señorío, autoridad y poder... Los cristianos intentarán anticipar el futuro de Cristo, según las posibilidades existentes, mediante el desmontaje del dominio y la construcción de la vivencia política de cada uno».
De esa manera ha interpretado Moltmann su teología de la esperanza, situándola en el centro de la experiencia de la cruz, no para negar la esperanza, ni para impedir el desarrollo político y social, sino para fundar y expresa la esperanza de un modo político, pero no en línea de poder (imperio), sino de transformación humana, en gratuidad y comunión activa. Estos planteamientos de Moltmann, expresados de un modo ejemplar en el conjunto de sus libros, constituyen una de las aportaciones más significativas del pensamiento cristiano del siglo XX. Moltmann ha seguido y sigue siendo protestante, pero su teología desborda los límites confesionales, de manera que ha podido influir casi por igual en protestantes y católicos (y casi más en los católicos). Una parte considerable de la teología del último tercio del siglo XX habría sido impensable sin su influjo y su palabra, sin su presencia y testimonio creyente.
Entre sus obras, traducidas al castellano, además de las citadas, cf.
Planificación y esperanza de futuro (Salamanca 1971);
Trinidad y Reino de Dios (Salamanca 1986); Dios en la creación (Salamanca 1987); La iglesia, fuerza del Espíritu (Salamanca 1989);El camino de Jesucristo (Salamanca
1993); Cristo para nosotros hoy (Madrid 1997);
El Espíritu de la vida. Una Pneumatología integral (Salamanca 1998); El Espíritu Santo y la teología de la vida (Salamanca 2000); La venida de Dios. Escatología cristiana (Salamanca 2004).
J. Moltmann (1926-2024): Dios crucificado, Vida de la vida humana.
Presenté ayer (RD y FB) una visión de conjunto de la teología de J. Moltmann. Completo hoy el tema presentando su visión sobre la Pascua cristiana.
Hace 52 años (junio 1972) defendí en la Universidad de Santo Tomás de Roma mi tesis doctoral en Filosofía sobre Bultmann y Cullmann. La tesis recibió nota, fu publicada el mismo año en Madrid (imagen 1), con dos ediciones posteriores en Clie/Terrasa.
En la “sobremesa”, el Prof. Abelardo Lobato, Decano de la Facultad, me pidió (de un modo personal, no institucional) que siguiera comparando a Bultmann con J. Moltmann, que era a su juicio la nueva cabeza pensante de la filosofía religiosa de Alemania. Tenía ya preparado el trabajo, lo rehíce y se lo mandé como apéndice de la tesis y lo incluyó entre los “documentos oficiales” para el doctorado (imagen 1 y 3: Portada e índice).
Ese texto de comparación quedó así (puede consultarse en Estudios 8 (1972)159-227), pues no he tenido ocasión de recrearlo. He preparado, sin embargo, una visión de conjunto de su pensamiento, que quizá ofreceré de manera más razonada en un trabajo de conjunto. Así lo presento aquí, como recuerdo de elaboración de 1972 y de la presencia constante de Moltmann en mi pensamiento.
06.06.2024 | Xabier Pikaza
el dios crucificado - jurgen moltmann
Jesús no subió a Jerusalén para derribar físicamente el templo (ése habría sido un tema superficial, pues derribado un templo se construye otro), sino para declararlo perverso y caduco, porque era cueva de bandidos, y no casa de oración universal: cf. Mc 11, 15‒17) y porque él quería “construir” un nuevo templo, casa de oración para todos los pueblos. Éste es, a mi juicio, el pensamiento central de la teología de J. Moltmann a partir de su libro El Dios crucificado (1972), que Moltmann estaba ultimando cuando yo presente cuando yo presenté ese mismo año una visión de conjunto de de su teología anterior, quizá la primera que se presentó en lengua castellana.
Condenado por el templo. Sin sepultura en el pueblo
Por imperativo de ley, como espacio sagrado (hieron),el templo era banco donde se cambiaba y pagaba dinero por las ofrendas o tributos religiosos, mercado‒matadero donde se vendían y compraban animales para sacrificios, y plaza donde llegaba y se juntaba todo tipo de gente con cosas de ofrendas (animales y leña, encendedores de fuego, cántaros con agua, limpiadores, policías paramilitares, sacerdotes engalonados… y fuera, sin poder entrar, los cojos y mancos, los ciego, enfermos y locos etc.). Era una empresa económica (la mayor de Jerusalén, como recuerda Jn 2, 16 cuando afirma que los sacerdotes lo habían convertido en “casa de emporio o negocios”: oikon emporiou). En ese fondo se entiende el gesto citado de Jesús, como profecía de destrucción y promesa universal de vida:
– Profecía de destrucción, contra el templo y lo que él significa (Mc 11, 15‒17 par). Jesús no purifica el templo para condenar sus excesos y dejarlo de nuevo limpio (como querían los esenios de Qumrán y muchos judíos reformistas, contrarios al orden dominante, en la línea de Dan 7‒12 y de 1‒2 Mac). Tampoco quiere (profetiza) su destrucción, para construir uno mejor, en la línea antigua (judía o cristiana), sino que quiere que el arquetipo‒templo acabe, es decir, que su función termine, de manera que nunca pueda comer nadie de sus frutos (cf. Mc 11, 14), pues, a su juicio, las instituciones sagradas de Israel, representadas y condensadas en el templo, han invertido su función y deben terminar. El mismo templo ha sido contrario a la más honda voluntad de Dios, como dice Esteban en Hech 7, con un mensaje cercano al de Jesús, para quien el verdadera templo es el cuerpo/comunidad de los creyentes (cf. Jn 2, 21).
–Promesa universal. En lugar de este templo, cueva de bandidos, debe surgir la Casa de Oración para todas las naciones (Mc 11, 17; cf. Is 56, 7; Jer 7, 11). Jesús no ha condenado el templo para negar la promesa de Israel sino, al contrario, para ratificarla y expandirla de manera universal. El templo verdadero ha de ser el mundo entero "casa de vida y encuentro", donde pueden vincularse todos, como indican las multiplicaciones de Jesús, con su oración de alabanza (cf. Mc 6, 41; 8, 6) y la promesa de la peregrinación final de las naciones (Mt 7, 11-12). En su propia equivocación, el templo era un signo del “cuerpo mesiánico” de aquellos que resucitan en y por Jesús, formando así la nueva humanidad resucitada[1].
Vino a Jerusalén acompañado por los Doce, representantes del nuevo Israel, pero uno de ellos le traicionó y los restantes se sintieron desconcertados o tuvieron miedo y huyeron. Por eso, murió solo, con dos “bandidos”, acompañado de lejos por unas mujeres (cf. Mc 15). Todo nos permite suponer quelos soldados romanos (o los representantes de los sacerdotes judíos), a fin de que la presencia de los tres cadáveres, colgados a las puertas de Jerusalén, no impidiera celebrar la pascua, pues eran impuros para los judíos (cf. Jn 19, 31), sepultarona los tres, en una fosa común, sin que parientes ni amigos pudieran despedirles con los ritos sagrados que sirven para honrar y recordar en paz a los difuntos, de manera que la historia de violencia pudiera repetirse.
No tuvo un entierro honroso de manera que su fracaso fue completo: ¡No le ungieron, ni lloraron su cadáver, ni le dieron buena sepultura! (ése parece el sentido de Mc 12, . Sólo las «discípulas-amigas» que contemplaron de lejos su cruz quisieron venir ir tras el sábado de fiesta hasta su sepultura para urgir su cuerpo, pero no lo hicieron, porque no pudieron encontrar el cuerpo, o porque la tumba había sido “profanada” y abierta. Pues bien, en ese momento, ellas descubrieron que el lugar de la presencia de Jesús no era una tumba, sino su mensaje y la vida y transformación de sus seguidores (es decir, su resurrección).
No podemos precisar mejor lo que pasó; pero años después, para expresar simbólicamente la experiencia pascual (y quizá para impedir que los creyentes alzaran un monumento en el sepulcro de Jesús, a pesar de su mensaje: cf. Mt 23, 29-32), ciertos cristianos crearon un bello relato diciendo que unos poderosos amigos ocultos, con influjo ante el Sanedrín y el Procurador romano, habrían enterrado a Jesús en una cueva sepulcral muy limpia, con muchos perfumes, una oquedad de piedra que después quedó vacío (cf. Mc 15, 42-47 par), pues Jesús habría resucitado corporalmente.
No crearon ese relato para sacralizar su tumba (como la de San Pedro de Roma), sino, al contrario, para afirmar que está vacía y que su cuerpo (su mensaje y vida) se ha encarnado (ha resucitado) en sus discípulos, desde «Galilea», para retomar así su movimiento (cf. Mc 16, 1-8). Éste es el fondo y sentido de la historia, que San Pablo ha recogido y narrado pocos años después, en 1 Cor 15, 3-4 cuando dice que Jesús: «murió y fue sepultado». No pudieron honrar su cadáver, pero algunas mujeres como Magdalena que habían intentado hacerlo supieron que se hallaba vivo, pues vivía en ellas y en los demás discípulos, y así lo anunciaron a los, retomando y recreando su movimiento mesiánico. Esa experiencia de la vida de Jesús en sus discípulos fue el principio de la iglesia.
Habían matado a Jesús, murió fracasado, pero su misma muerte creó un recuerdo y presencia más alta y vino a expresarse como mutación suprema de la vida humana, entendida en forma de resurrección. En esa línea, su entierro frustrado fue comienzo de una nueva experiencia religiosa.Jesús fue enterrado, pero su tumba no pudo convertirse en signo y principio de una nueva revelación religiosa, en la línea de las anteriores, sino que “quedó vacía”, pero no vacía de cadáver material, sino de sentido religioso.
Sus discípulos no pudieron ir a la tumba para allí recordarle, pero “descubrieron” algo que él estaba vivo en su mensaje y su proyecto de Reino, es decir, que él había resucitado. No dejó una iglesia instituida para siempre (como Atenea, armada y adulta, saliendo del cuerpo de su padre). No fundó una organización sacral, ni dotó con fondos una empresa, ni fijó una jerarquía estructurada, pero creó (suscitó) una herencia superior de humanidad, grupo de amigos resucitados:
‒ La primera creación (simbolizada por Eva‒Adán) surgió por mutación biológico‒mental, en el contexto de la gran evolución de la vida En ese campo de evolución y mutación cósmica, dentro de las generaciones de los hombres se encarnó (=vivió) Jesús, retomando y recreando con su mensaje y su muerte el camino de la humanidad, anunciando y preparando la llegada de la nueva humanidad, como Reino de Dios (no del César ni de un tipo de sacerdotes).
‒ Con Jesús se inicia, según los cristianos, la segunda creación, y ella acontece por mutación personal, como inmersión en la conciencia crística, pascual, de Dios, como ha destacado la tradición cristiana, formulada por Pablo en 1 Cor 15 y Rom 5. Esta nueva y más alta mutación sigue vinculada a la generación antigua, pero no se define por el primer nacimiento, sino por el re‒renacimiento o resurrección, allí donde unos hombres y mujeres regalan su vida hasta la muerte, para que otros vivan (viviendo así en ellos).
La generación biológica se expresa en el nacimiento de cada ser humano como persona, responsable de sí, capaz de abrirse a los demás en amor, pero también de asesinar a los demás, en una historia que, según los arquetipos de la Biblia, comenzó en Caín y Abel (Gen 4) y ha desembocado en la muerte de Jesús, que lógicamente debería haber conducido a la ruptura de su grupo, con el abandono de toda esperanza mesiánica.
Pues bien, allí donde los discípulos de Jesús deberían haber afirmado el fin de todo, proclamando la muerte final (como en el valle de los huesos de Ez 37, donde fue arrojado el Mesías de Dios), comenzó la nueva creación mesiánica, y los discípulos de Jesús proclamaron la llegada de la nueva creación, diciendo que Dios había invertido la maldición de la muerte, pues Jesús no había sido un muerto más, sino el principio de la resurrección, iniciando un camino de comunión (=comunicación) transpersonal, como siembra de vida, semilla de humanidad divina (si el grano de trigo no muere: Jn 12, 24; 1 Cor 15, 35‒49). Al dar su vida por el Reino, Jesús ha resucitado en la vida de aquellos que acogen su mensaje, iniciando un nuevo estado de humanidad, en la línea de resurrección. Éste es el tema clave de Moltmann, el Dios Crucificado.
Mutación. Nuevo comienzo
A partir de aquí se entiende la mutación de Jesús, como perdón y re‒nacimiento, comunicación y comunión universal, y así ha de recrearse en un momento como el actual (año 2021) en que muchos afirman que las iglesias cristianas deberían quedar mudas, pues la humanidad en su conjunto parece condenada a muerte, ratificando así que la primera hominización (el primer nacimiento humano) había sido un ensayo fracasado, que terminará en su destrucción. Pues bien, en ese contexto podemos retomar las dos grandes imágenes de Ezequiel:
‒ Dios tiene que abandonar su templo antiguo, con su sistema de sacralidad hecha de sacrificios, de poder y de dinero (Ez 1-3. 10), para habitar con los desterrados, es decir, con los fracasados y excluidos, los que habitan al descampado de la historia, como vio y proclamó Jesús en su gesto de “purificación” (destrucción) del templo de Jerusalén (Mc 11). Ésta es hoy nuestra experiencia más fuerte: Los templos de la sacralidad antigua se están vaciando, es como si Dios abandonara sus iglesias, afirmando así que la humanidad actual, en sí misma, es inviable, está condenada a la muerte personal y social, ecológica y religiosa, a no ser que cambiemos de raíz.
‒ Resurrección en el valle de los huesos calcinados (Ex 37). Ha muerto (está muriendo) a pasos agigantados un sistema de vida representado por los imperios e iglesias centradas en su poder socio‒religioso. Está llegando el momento en que los auténticos creyentes han de retomar y reiniciar la travesía de la muerte y resurrección de Jesús, desde los marginados de la historia actual, que son sus“amigos”, no para que ellos tomen el poder (y menos en su nombre), sino para descubrir juntos a Dios Padre, que revela su gloria en el amor de aquellos que mueren dando vida a los demás.
Tras haber recorrido como vencedores triunfales la travesía constantiniana (con esquemas platónicos y sistemas imperiales y/o feudales), para ser fieles al evangelio y retomar el principio de Jesús, los cristianos deben volver a su tumba Jesús, subiendo como Ezequiel al Carro de Dios que les lleva al exilio (fuera de los campos de poder, al valle de los huesos muertos), para ser testigos del Dios de la gracia, presente en los pobres y exilados (cf. Mc 16, 1-8; Mt 28, 16-20).
Resulta conveniente (inevitable) que caiga o se abandone un templo de violencia sagrada (imposición legal), no para elevar en su lugar otro (que todo cambie para seguir siendo lo mismo), sino para transformar la vida, en comunicación transpersonal, humanidad resucitada. Las dificultades actuales no se solucionan con unos pequeños cambios de estructura, sino que los cristianos abandonar (transcender) la estructura sacral del templo, para descubrir a Dios como vida de su propia vida.
La historia antigua ha culminado en la muerte de Jesús, que sus discípulos han interpretado como “desbordamiento de vida”, conforme al Arquetipo que había comenzado a expresarse en el Antiguo Testamento y que culmina en el Nuevo, en forma de revelación de Dios, plenitud y sentido (pervivencia) de la vida humana, en comunicación personal, pues el mismo Jesús muerto vive en aquellos que le acogen. Ésta es la gran transmutación, que podría estar simbolizada con algunas variantes en un tipo de “alquimia” superior que no se realiza ya en metales, sino en el mismo movimiento de la vida humana (cf. Hch 15, 28), en línea de elevación, pues sólo aquello (aquel) que muere puede re‒vivir (ser en los otros), mientras que aquel que quiera cerrarse en sí mismo acabará perdiendo aquello que es y tiene, pues “quien quiera salvar su vida la perderá”; sólo quien la pierda por los otros la encontrará en ellos (cf. Mt 10, 39; 16, 25 par.). En esa línea, el Ser‒en‒Sí‒Mismo de Dios (su En Sof) se expresa como Ser‒dándose, esto es, muriendo, para que sean los otros[2].
La muerte de Jesús no fue un castigo (sacrificio) impuesto por Dios, sino el don o regalo más hondo de su vida, la expansión de su conciencia, que consiste en morir para vivir en plenitud (resucitar) en los demás, en nueva creación (mutación), esto es, en comunicación personal abierta al futuro de la plenitud de Dios que será todo en todos (1 Cor 15, 28). Así releyeron y recrearon los cristianos el AT desde la experiencia pascual de Jesús. No condenaron y rechazaron la Biblia de Israel por violenta y contraria al amor universal (como hicieron muchos gnósticos), sino que la entendieron en clave de resurrección. No buscaron la coherencia entre el AT y NT en detalles secundarios, no ocultaron la intensísima violencia de muchos pasajes del AT, pero descubrieron en la trama a veces sinuosa y quebrada del pueblo de Israel un camino que desemboca en la vida y don del Dios que entrega su vida por los hombres.
Los cristianos entendieron esa muerte como “resurrección”, experiencia de vida trans‒personal, pero no en abstracto, ni como algo que viene después, tras la desaparición de su cadáver, sino en el mismo gesto de entrega total que es resurrección. Morir como Jesús es dar la vida, sin volverse atrás, como siembra del trigo de Dios (Jn 12, 20‒33), que fructifica en la experiencia pascual de los discípulos, cuando descubren que él (Jesús) vive en ellos, abriéndoles los ojos, de manera que puedan compartir y compartan en amor lo que son, regalándose la vida los unos a los otros. La historia de un hombre como Jesús no acaba en su tumba física, sino que se expresa de un modo radical tras/por ella, en su recuerdo, en su influjo y presencia en aquellos que le han conocido, y que siguen quizá recreando su figura y actualizando su obra. En ese sentido, la resurrección no es negación de la muerte, sino ratificación del sentido (semilla) de esa muerte, como dadora de vida.
Apariciones Comunión transpersonal
Según el NT, el testimonio clave de la resurrección de Jesús han sido sus apariciones, como expresión de una forma intensa de presencia trans‒personal (en línea de transcendimiento y culminación, no de negación de la persona), en clave de fe (de acogida y comunicación creadora), no de imposición física. Jesús ha entregado su vida por los demás, y lo ha hecho de tal forma que ha podido mostrarse ante ellos (en ellos) vivo tras la muerte, como presencia y poder de vida, iniciando en (por) ellos un tipo más alto de existencia humana (es decir, una mutación mesiánica). Las apariciones son signos de presencia de Jesús resucitado, una experiencia nueva de vida, en línea de comunicación transpersonal.
Esas apariciones no son imaginaciones de algo que externamente no se ve, sino sentimiento y certeza radical de la presencia de aquel que ha vivido y muerto regalando su vida, como vida de Dios, como principio de renacimiento, un modo superior de entender (experimentar) el pasado y de comprometerse en el presente, desde el don de Dios en Jesús, en forma de mutación antropológica. Desde ese fondo pascual, la vida cristiana es una experiencia de renacimiento, la certeza vital de unos hombres y mujeres que se sienten/saben ya resucitados, tras haber pasado de la muerte a la vida, es decir, de una vida que es muerte (pues desemboca en ella) a la muerte que es vida en el Reino de Dios.
En un sentido, las apariciones, que Pablo ha recogido de forma oficial en 1 Cor 15, 3-7, podrían entenderse como simples visiones (manifestaciones) sobrenaturales de unos entes superiores, favorables o desfavorables (dioses, difuntos, demonios…), un tema que encontramos en muchas religiones. Pero, desde la perspectiva marcada por el Antiguo Testamento, esas apariciones han de entenderse como expresión de un modelo más alto de vida, en línea de mutación humana y comunicación transpersonal. No se trata de “ver” en forma milagrosa, sino de vivir de un modo nuevo (de renacer desde Cristo), superando/cumpliendo el arquetipo anterior, iniciando una forma superior de comunicación que comienza precisamente ahora, con la resurrección de Jesús[3].
‒ “Ver” a Jesús resucitado, descubrir su presencia. Sus seguidores saben y afirman que ellos mismos son él, es decir, que él vive en ellos y que ellos forman parte de su vida, pues son el mismo Jesús renacido, presente, mesiánico. En ese sentido, la visión‒presencia de alguien que han muerto tras haber dado la vida a (por) aquellos que les siguen forma el arquetipo o símbolo central de una humanidad, que nace y vive en (de) aquellos que mueren, en un mundo donde nada ni nadie acaba totalmente, sino que todo deja huella y sigue siendo (existiendo) al transformarse, no en línea de eterno retorno de lo que ya era (nada se crea, nada se destruye, sino que se transforma), sino de creación de lo que ha de ser.
Otras realidades se transforman de manera que son intercambiables. Lo hombres, en cambio, no son intercambiable, pues cada uno es único en sí, por aquello que ha recibido y realizado. Cada uno de los seres humanos es único, pero todos pueden habitar y habitan unos en los otros, destruyéndose o dándose la vida. En esa línea ha vivido y ha muerto Jesús por los demás, pero de tal forma que sus discípulos descubren y proclaman que él vive en ellos, haciéndoles ser lo que son, unos resucitados.
Desde ese fondo ha de entenderse la novedad de Jesús, su mutación pascual, centrada en el hecho de que algunos de sus seguidores han descubierto y confiesa que él vive (ha resucitado en ellos), de manera que pueden afirmar que ellos mismos son Jesús, Palabra de Dios, que habita en ellos (cf. Gal 2,20‒21). Las religiones “son”, en general, una experiencia de identificación con la vida y destino de la divinidad como tal. Pues bien, el cristianismo constituye una experiencia de identificación vital con Jesús, enviado‒mesías de Dios, que habita en aquellos que le acogen.
‒ El cristianismo es la aparición (presencia) de Jesús en aquellos que le ven (acogen), reviviendo su experiencia y destino de muerte y resurrección. Los cristianos afirman, en esa línea, que el mismo Jesús, Hijo de Dios, que ha vivido y muerto por el Reino, revive (resucita) como Vida de Dios en sus propias vidas. El cristianismo es, según eso, la experiencia de la vida de Dios que “es” al darse en los demás (resucitando en ellos) y haciendo así que ellos resuciten, habitando en un nivel de vida superior, compartida en amor.
El problema de ciertos cristianos está en el hecho de haber “cosificado” esa experiencia, destacando el “triunfo de Jesús” en sí (como si fuera emperador o sacerdote por encima de los otros), tendiendo a separarle y colocarle sobre una peana o altar, en vez de descubrirle en ellos mismos, sabiendo que el altar son ellos mismos, los resucitados, los creyentes, con los pobres y excluidos de la tierra por los que él vivió y murió. Ciertamente, en un sentido, Jesús ha resucitado en sí; pero en otro sentido debemos confesar que él lo ha hecho en los creyentes, de forma que ellos (nosotros somos) son su resurrección.
Jesús no se muestra (no existe) con el cuerpo anterior (no lleva a los suyos al pasado), pero tampoco actúa como espíritu incorpóreo en los creyentes (en línea gnóstica), sino que está presente (vive) como realidad e impulso de vida universal, resucitada, de forma que su “cuerpo” real son aquellos que aceptan y agradecen su presencia, pues en ellos vive y resucita, no para negarles a ellos, sino para resucitarles a la vida verdadera, pues por (en) él todos y cada uno de los hombres son (somos) resurrección, Dios como promesa y principio de nueva humanidad. Por eso, el “cuerpo” de Jesús no es sólo el suyo, de individuo separado, sino el de aquellos que confían y viven en él, como ha puesto de relieve san Pablo en su experiencia y teología de la identidad cristiana, que no es de tipo imaginario, sino mesiánico, corporalidad como presencia de unos en otros, y de todos en Jesús, que es “cuerpo” siendo palabra de Dios encarnada en la historia (cf. Jn 1, 14).
Esta manifestación de Jesús no es objeto de una experiencia “visionaria”, como en muchas apariciones de difuntos, de tipo onírico, psíquico o mental, en sueño o vigilia, en un nivel de vida en el mundo, sino una experiencia radical de recreación, sabiendo así que él mismo (el Selbst divino de la vida humana) habita en los hombres, y los hombres en él, de un modo trans‒personal (no im‒personal) unos en otros. En esa línea, para centrar el tema, es bueno recordar el tema del Dios que habla a Moisés desde la zarza y diciendo ¡Soy el que Soy! (Ex 3, 14).
Desde la experiencia de la zarza ardiente y la revelación del nombre de Yahvé, la Biblia había sido reacia a las apariciones, pensando que ellas tienden a confundir al Dios invisible con una imagen visible de dioses paganos. Muchos relatos antiguos hablaban de visiones: Adán veía y conversaba con Dios en el paraíso (Gen 2-3), también Abraham le veía (Gen 12, 7; 17, 1), con Jacob (Gen 36, 1.9) y Moisés (cf. Ex 3, 2. 16; 24, 10…). Pero esas visiones terminaron al llegar la Ley (a partir de Ex 19‒20 y Ex 24. 34).
En esa línea, el judaísmo no ha sido religión de videntes mágicos, ni de evocadores espiritistas, sino de oyentes (=cumplidores) de la Palabra, y desde ese fondo ha de entenderse la novedad de los cristianos que, sin dejar de ser buenos judíos, de un modo sorprendente, aparecen como personas que ven a Jesús (le sienten, le proclaman) tras (y por) la muerte como vivo. Esta visión/revelación de Jesús no ha de entenderse como aparición de un muerto en una tumba venerable, como la del Rey David, sepultado con honor y gloria en Jerusalén (cf. Hech 2, 29), ni como apariencia de un espíritu-fantasma, que actúa a través de personajes especiales, que son así capaces de realizar prodigios (cf. Mc 6, 14-16). Al contrario, la vida de Jesús resucitado se expresa en la transformación de los creyentes, es decir, de aquellos que acogen su presencia[4].
De un modo consecuente, los relatos de las “apariciones” no insisten en el aspecto visionario de Jesús (que puede variar y varía en cada caso), sino en surealidad personal, como mesías resucitado, presencia humana de Dios, que vive en ellos. La pascua cristiana constituye, según eso, el despliegue de un nivel distinto de realidad, no la imaginaria de un muerto, o de un posible espíritu (en contra de Dt 18, 11), ni la revelación de la Ley eterna (cf. Ex 3. 19-34), sino la presencia personal del crucificado en la vida de aquellos que le acogen, de forma que él vive en ellos.
Lógicamente, esos relatos de apariciones (cf. Mt 28,1-10. 16‒20; Jn 20,11-18; 1 Cor 15,3-8 etc.) no deben entenderse de un modo material, externo, como si quisieran transmitir el protocolo de unas experiencias concretas, sino como mutación de la vida humana en Cristo, en línea de muerte y resurrección, tal como ha sido percibida (acogida, recreada) en sus discípulos y creyentes. En esa línea, los primeros cristianos ofrecían el testimonio de una nueva forma de presencia de Dios (y de los hombres) en Jesús, algo que nunca se había vivido de esa forma, pues no existe (que sepamos) ningún fundador o personaje histórico (¡y menos un condenado a muerte en cruz!) que haya sido “experimentado” no sólo como vivo tras su muerte, sino como presencia humana del Dios trascendente y principio de resurrección para los hombresñ
Así comienza el cristianismo: En un momento dado, algunos discípulos de Jesús creyeron (sintieron, supieron) que él vivía/actuaba en ellos, capacitándoles para superar un tipo de muerte, es decir, del pecado, de forma que, en sentido estricto, ya no eran ellos los que vivían, sino Jesús quien “les vivía” (les hacía vivir), haciéndoles presencia (Palabra) de Dios (Gal 2, 20). De esa manera, los discípulos de Jesús se descubrieron animados por su mismo Espíritu, sabiéndose portadores de su experiencia, iniciando un proceso desencadenante de vida pascual que es hasta hoy (año 2021) el principio fundante de la iglesia cristiana, como experiencia de vida transpersonal que supera la muerte[5].
sábado, junio 08, 2024
Juan Gérvas/Mercedes Pérez Fernández: Violencia obstétrica
Entrevista de radio en que se pretende resumir y poner al alcance del público, los importantes trabajos científicos y experiencia clínica de Juan Gérvas y Mercedes Pérez Fernández
Juan Gérvas, doctor en medicina, médico general rural jubilado, ex-profesor de salud pública, Equipo CESCA, Madrid, España jjgervas@gmail.com @JuanGrvas www.equipocesca.com
-sobre la visión del marciano (puesto que ha desaparecido Acta Sanitaria y El Mirador)
"Estar embarazada no es una enfermedad. Ser mujer, tampoco"
Un antropólogo de Marte en la Tierra y su percepción de lo que sea enfermedad
Si nos visitase un antropólogo marciano y observara a los humanos de los países desarrollados, podría deducir que están enfermas aquellas personas que se comportan como tales. Es decir, deduciría que están enfermas aquellas personas que
1/ tienen preocupación por la salud y/o malestar que disminuye su disfrute de la vida,
2/ hacen uso de los servicios sanitarios,
3/ siguen las normas que les dictan los médicos y
4/ en muchos casos se someten a intervenciones varias, desde pruebas diagnósticas a la toma de medicamentos y cirugía.
El seguimiento del embarazo y la conducta de enfermedad
Para el antropólogo marciano las mujeres embarazadas serían personas enfermas pues:
- El estado de “buena esperanza” se ha convertido en estado de “preocupación continua” ya que no se sabe que todo va bien hasta que los médicos lo confirman, con lo que la alegría dura sólo unos instantes, mientras el médico da la buena noticia de que “todo va bien”, e inmediatamente se re-inicia el estado de ansiedad sin saber cómo está yendo el embarazo hasta la próxima prueba y/o encuentro con el médico.
- Hacen constante uso de los servicios sanitarios, bien sector médico, bien sector enfermería y otros, en consultas específicas del embarazo, en el servicio público y a veces también en el privado, a tiempos regulares...etc
viernes, junio 07, 2024
La psicología de Jesús. Sagrado Corazón (Antonio Vázquez y X. Pikaza)
Hoy, fiesta católica del Sagrado Corazón de Jesús es una buena ocasión para estudiar su psicología. Tuve el honor de trabajar durante muchos años con el Prof. Antonio Vázquez (1926-2020) que fue durante muchos años Catedrático de Psicología religiosa de la Universidad Pontificia de Salamanca.
Juntos preparamos las reflexiones que siguen, publicadas en F. Fernández Ramos, "Diccionario de Jesús", Monte Carmelo, Burgos. Con admiración y cariño le recuerdo. Su visión de la Psicología de Jesús me ayudó siempre a plantear mejor los temas de la vida y presencia de Jesús, como hombre conforme al corazón de Dios.
PERSONALIDAD RELIGIOSA SINGULAR
Lo primero que comunica la lectura de los evangelios, con una irresistible fuerza de evidencia, es, en primer lugar, la personalidad religiosa de Jesús. No es un sabio filósofo, a pesar de la sabiduría que irradian sus palabras, y que anda rodeado de discípulos que le llaman Maestro; ni un político revolucionario, a pesar de la fuerza transformadora de sus doctrinas para la sociedad y las polis, ni un curandero, chaman o brujo con poderes mágicos, a pesar de que enfermos y lisiados acuden confiadamente a él; ni siquiera un exorcista de oficio, aunque es diestro en expulsar demonios, a la vez que cura los cuerpos y proclama perdonados los pecados…No.
Jesús es un testigo de Dios, y se mueve en el ámbito de la verdad de testimonio, con su propio valor y epistemología peculiar, según la cual no depende tanto del método cuanto de la calidad de la persona en ella implicada y que necesita, en fin, alguien que le crea, para que pueda ser transmitida: lo cual conlleva libertad de asentimiento. Incluso más, al leer varios pasajes evangélicos tenemos la impresión de que Jesús, se alegra y se sorprende, a veces, de la fe que muestra un sujeto determinado, pero sufre porque no le creen, como si tuviese la convicción de que tenía derecho a que le creyesen, por lo que hacía y decía y cómo lo decía y hacía.
Jesús muestra poseer una actitud personal religiosa: piensa, siente, habla y actúa religiosamente, con esa naturalidad o espontaneidad segunda que la psicología demuestra ser fruto de un proceso de madurez y el mejor signo de verdadera autenticidad. Pero, como insistiremos en ello, al no tener datos sobre dicho proceso, encontramos en él manifestaciones que desconciertan al psicológo porque parecen desbordar las propias leyes psicológicas, haciendo de su personalidad religiosa un caso único, estrictamente singular.
Se puede afirmar, desde luego, que cumple, en forma eminente, ideal y desbordante el tipo religioso de Spranger, como forma de vida (Spranger, 1961, 239 s). En lenguaje de Maslow sus experiencias-cumbre serían eminentemente religiosas, y, sin embargo, no se le puede llamar propiamente un “místico”, pues aparecería como un místico sin deseo místico (cf. Vergote, A., 1990). Ni es tampoco un “profesional” de la religión, oficialmente reconocido, como el sacerdote y levita, viviendo al servicio del templo, si bien puede aparecer como profeta, pero muy singular y paradójico (cf. Pikaza, X., 1997, 33-35).
UTILIZACIÓN DE LA PARADOJA PARA CARACTERIZAR LA FIGURA DE JESÚS
En realidad, la religiosidad de Jesús tiene un estilo peculiar, único y, en cierto modo, desconcertante, para dar cuenta de la cual sólo esa figura retórica, llamada paradoja, utilizada a múltiples niveles, es capaz de balbucear. Estoy de acuerdo con la afirmación de Carlos Gustavo Jung: “Por modo extraño, la paradoja es uno de los supremos bienes espirituales; el carácter unívoco, empero, es un signo de debilidad. Por eso, una religión se empobrece interiormente cuando pierde o disminuye sus paradojas; el aumento de las cuales, en cambio, la enriquece; pues sólo la paradoja es capaz de abrazar aproximadamente la plenitud de la vida, en tanto que lo unívoco y lo falto de contradicción son cosas unilaterales y, por lo tanto, inadecuadas para expresar lo inasible” (Jung, 1957, 26).
Más actualmente Edgard Morin, en una línea epistemológica semejante, que el llama “pensamiento complejo”, preconiza un cambio de paradigma cognoscitivo en las ciencias que vengan a superar las alternativas clásicas, no solucionadas ni solucionables con un pensamiento cuantitativo linealmente monista, sino haciendo que “los términos alternativos se vuelvan términos antagonistas, contradictorios y, al mismo tiempo, complementarios”. Dicho de una forma mucho más poética: “Efectivamente, de la parte a la vez grávida y pesada, etérea y onírica de la realidad humana –y tal vez de la realidad del mundo- se ha hecho cargo lo irracional, parte maldita y bendita donde la poesía se atiborra y se descarga de sus esencias, las cuales, filtradas y destiladas, podrían y deberían un día llamarse ciencia” (Morin, 1996, 81-83).
Vamos, pues, a utilizar la paradoja para presentar los trazos más gruesos de este esbozado dibujo psicológico de la figura de Jesús. He aquí algunos de esos polos aparentemente contrarios en cuyo entre salta el rayo de luz que nos hace entrever algo así como un destello de su personalidad, a la vez que nos permite, asomarnos a la hondura abismal de sus más sencillas palabras o acciones.
Entre los cristólogos actuales, pensamos que es el Prof. Pikaza quien mejor ha puesto de relieve este carácter paradójico de la figura del propio Jesús histórico poniendo con los diez rasgos de su biografía fundante, ya expuestos, fenomenológicas y psicohistóricas para unas reflexiones psicológicas sobre su personalidad. No es posible hacerlas aquí, siguiendo uno a uno los rasgos de este decálogo; sólo podemos permitirnos hacer algunas alusiones al exponer estas paradojas del estilo personal de Jesús y de su religiosidad.
Increíblemente cercano –misteriosamente lejano.
En el polo de la cercanía humana de Jesús, con niños, enfermos, pecadores, marginados de todo tipo y con sus propios discípulos y discípulas que le acompañaban, sobreabundan los textos. Pero, aquí y allá, afloran otros que nos muestran el polo contrario de una lejanía, entre enigmática y misteriosa, que hace pasar a sus oyentes desde una franca “simpatía” hacia su persona a un estado de “extrañeza” o “perplejidad”, en el mejor de los casos, como si de repente se abriese una abismal distancia entre la imagen perceptiva de Jesús y de sus palabras y la presencia-en-la ausencia de otra enigmática o misteriosa “realidad” de carácter inconmensurable, que atraía-aterrorizaba, produciendo en ciertos sujetos una extraña reacción de defensa, que podía ir desde el asombro, a la huida o incluso al ataque, más o menos agresivo. En este último caso, se trataba siempre de situaciones en que alguien intentaba utilizar a Dios o al propio Jesús, mensajero de su Reino. Recuérdese el episodio en que Jesús increpa a Pedro (cf Mc 8, 33; Mt 16, 22-23).
Paradigmático nos parece el relato de Lucas cuando Jesús, encontrándose entre los suyos de Nazaret, primero “se maravillan de sus palabras llenas de gracia” para pasar luego a intentar “despeñarlo” (Lc 4, 14-30). A pesar de que esta reacción así de violenta, no aparece, es cierto, en los otros dos sinópticos, si bien hay indicios de decepción y conflicto por parte de sus paisanos, y es muy compatible, creemos que Lucas quiera anticipar, con su relato, como una especie de síntesis de lo que va a ser el destino de Jesús en la relación con su pueblo, simbolizado por Nazaret; algo así como la presentación del Jesús-Logos, en la alta teología joánica: “vino a su casa y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11). Pensamos que este es un rasgo propio de la personalidad y estilo religioso de Jesús, que de tal manera lo habría percibido Lucas, en las fuentes que haya utilizado, que nos lo dejó retrospectivamente en forma de oráculo prefigurador del destino de Jesús, en boca del viejo Simeón, como signo de contradicción, ante el cual se pondrían de manifiesto las ocultas intenciones del corazón (Lc 2, 34-35), que sólo Dios conoce. Rasgo todavía presente, en la figura de Jesús, que perdura a través de dos mil años, lo cual no ocurre con Buda, ni con Moisés, ni con otras personalidades religiosas de la humanidad.
¿No se muestra en el propio Padrenuestro, “nacido de la oración de Jesús, norma de toda oración, y que posee una plenitud admirable”, la vivencia de esta cercanía-lejanía, en cuanto “nos invita a saludar a Dios como a nuestro Padre, reconociendo al mismo tiempo su trascendencia: el más próximo y el más lejano”, tal como aparece en la formulación de Lucas? Y es que, hay aquí una significativa paradoja o “exquisita antítesis: “Padre” evoca la proximidad, la confianza, la ternura, el “papá-abba” que Jesús nos ha enseñado, y por otro lado, “del cielo” expresa la trascendencia, el misterio inaccesible: Dios está fuera de nuestro alcance”(George, A., 2000, 50, 52), no pertenece a la cadena causal-fenoménica del mundo.
Posiblemente esta paradoja exprese mejor que ninguna este secreto, enigma…misterio de la personalidad de Jesús. En el polo de cercanía, aparece, en efecto, enormemente atrayente para quienes le “escuchan” y “se abren” a su mensaje “creyéndole” como a un auténtico testigo de Dios que tiene, por sí mismo, “derecho a ser creído” (cf. Zahrnt, H., 1971, 88s) y amado. Esto último nos extrañó encontrarlo ya en el testimonio extra-evangélico de Flavio Josefo: “los que le habían dado su afecto al principio no dejaron de amarlo” (Cf. Peláez, J., 1999, 63). Y Pablo dice lo que nunca hemos leído en ningún lugar de la literatura religiosa de todos los tiempos, refiriéndose a Jesús: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20).
Posiblemente esta paradoja exprese mejor que ninguna este secreto, enigma…misterio de la personalidad de Jesús. En el polo de cercanía, aparece, en efecto, enormemente atrayente para quienes le “escuchan” y “se abren” a su mensaje “creyéndole” como a un auténtico testigo de Dios que tiene, por sí mismo, “derecho a ser creído” (cf. Zahrnt, H., 1971, 88s) y amado. Esto último nos extrañó encontrarlo ya en el testimonio extra-evangélico de Flavio Josefo: “los que le habían dado su afecto al principio no dejaron de amarlo” (Cf. Peláez, J., 1999, 63). Y Pablo dice lo que nunca hemos leído en ningún lugar de la literatura religiosa de todos los tiempos, refiriéndose a Jesús: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20).
¿En dónde podríamos psicológicamente situar el lugar de esa que llamo lejanía de Jesús, incluso para los que creemos en él como enviado e hijo de Dios? En un conjunto de manifestaciones, expresadas en su conducta, tal como su noticia ha llegado a nosotros, que sencillamente ¡no se encuentran en ningún otro hombre!, y que seguramente ya asoman en ciertas expresiones de la gente que lo veía y escuchaba: hace cosas que nadie otro ha hecho, dice cosas que nadie ha dicho… sintetizado, en esta expresión: ¿Qué es esto? ¿Una doctrina nueva, expuesta con autoridad!” (Mc 1, 27).
Quienes se quedan en la doctrina “separada” de Jesús, que se identifica con ella, se enredan en el imposible intento de “someterla” al reduccionismo de unos esquemas mentales incapaces de soportarla, en lugar de darle a él un pleno voto de confianza. Es decir, en lugar de vaciarse de su autosuficiencia racional y acoger la lejanía-misterio de Jesús, convirtiéndola en una paradójica lejanía cercana, son lanzados a una especie de agujero negro del espíritu que irremediablemente los ciega y engulle. A esto parece referirse Juan, cuando, en medio de esa teológica composición del discurso eucarístico en Cafarnaún sobre el pan de vida, introduce el “escándalo de los propios discípulos” ante aquellas palabras de “comer su carne y beber su sangre”, hasta llegar a abandonarlo muchos (cf. Jn 6, 60-66). Y es que ese discurso “presenta, como en una especie de resumen, todas las piedras de tropiezo en la persona de Jesús” (Jaubert, A., 2000, 50).
Todo ello hace exclamar a un conocido psicólogo de la religión que, en el caso de Jesús, se encuentra uno con un enigma que la psicología es incapaz de resolver: “Habiéndonos acercado a Jesús de Nazaret con ayuda de la psicología religiosa –dice-, hemos debido trazar, por honestidad, una diferencia esencial entre él y el hombre religioso. No se trata solamente de una diferencia de grado, sino de una ruptura con el orden humano” (Vergote, A. 1930, 30). Estando básicamente de acuerdo, más que hablar de ruptura nosotros preferimos ver esta impresión de lejanía, por exceso o desbordamiento de lo “ordinariamente” humano, en el contexto de bipolaridad tensional, expresada por la paradoja, explícitamente reconocida, juntamente con el otro polo de estrecha cercanía. De esta forma, se respeta más la identidad-en- la-distinción.
Tradicional-innovador.
Jesús de Nazaret aparece perfectamente identificado con su pueblo de Israel, sus antepasados y sus tradiciones; pero a la vez se manifiesta como un radical innovador en sus acciones y en sus palabras, que le hacen entrar en conflicto con quienes confundían la fidelidad religiosa a Dios con la observancia y defensa de tradiciones humanas más bien vacías de significado actual. “Jesús habría sido dependiente del Bautista. Pero después se ha independizado, iniciando un camino profético distinto que definirá su vida y obra dentro del contexto israelita. A partir de aquí han de entenderse los signos proféticos de Jesús, aquellos que definen su figura y lo distinguen de los restantes personajes religiosos y sociales de su tiempo: como mesías y/o Hijo de Dios ha seguido siendo un profeta especial y paradójico” (Pikaza, X., 1997, 34).
Los estudios sobre Jesús llevados a cabo por investigadores judíos como el bien conocido Geza Vermes, muestran que “es correcto afirmar que Jesús nació, vivió y murió como judío” (Garzón, B., 1999, 147). Pero también se podría afirmar, probablemente sin mentir, todo lo contrario: fue un judío tan original y creativo que las autoridades religiosas, representantes del judaísmo ortodoxo lo consideraron como un heterodoxo innovador.
En las propias enseñanzas de Jesús, se admiten como principales temas representativos, que indican psicológicamente una gran originalidad y creatividad: el ofrecimiento divino de una salvación universal que abre las fronteras del pueblo de Israel a todos los que estén dispuestos a creer y aceptar las exigencias del Reino de Dios; una nueva imagen de Dios como Padre, que articula perfectamente la misteriosa lejanía de su trascendencia con la providente y paternal/maternal cercanía de su inmanencia en todos los detalles de la vida y existencia humana; y dos temas más íntimamente entrelazados y que traspasan a los anteriores: la propia implicación de Jesús, al menos implícitamente, como agente del Padre en la nueva forma de salvación divina; y la insistencia en la vinculación del amor al prójimo con el amor a Dios, de hecho, se originó con Jesús un nuevo tipo de amor-agape, que tomó en las comunidades cristianas como referente el modo de amar de Jesús (cf. Fitzmyer, J.A., 1997, 46-49).
Pacífico – revolucionario.
Nada más alejado del pensamiento, palabra y acción de Jesús que la violencia, el echar mano de la fuerza o el dominio; irradia, por el contrario, paz, ternura, misericordia, perdón, respeto y amor a los más pobres y necesitados; y, sin embargo, su doctrina y muchas de sus acciones van cargadas de una fuerza explosiva capaz de revolucionar, en forma más o menos “retardada”, no sólo la sociedad de su tiempo, sino también a actuar dinámicamente en cualquier lugar y momento de la historia de la humanidad, poniendo en crisis los deseos y proyectos del hombre tanto a nivel personal como colectivo y sociocultural, cuando este hombre o mujer, pequeño grupo o comunidad de naciones está dispuesto a darle un voto de confianza y ponerse seriamente a escuchar su mensaje.
“Ciertamente fue innovador, pero siguiendo la tradición judía: los judíos reunían discípulos, los celotas soldados de liberación, los profetas seguidores escatológicos… todos ellos perseguidos por los procuradores de Roma o sus reyes vasallos a causa del riesgo social que suponían esos grupos… Pero Jesús tuvo algo personal e intransferible, y por eso lo mataron a él sólo (como a Juan), en vez de perseguir y aniquilar a todo el grupo y movimiento. Es como si los demás dependieran de él, por eso le mataron como a líder de grupo, creador, al menos potencial, de un movimiento subversivo” (Pikaza, X., 44-45).
El que una de las bienaventuranzas se refiera a “los que trabajan por la paz”(Mt 5, 9) puede ser un indicador de una básica actitud de la personalidad de Jesús. Marcos no nos ofrece las bienaventuranzas, pero en cambio, es el único que en el contexto de que los seguidores de Jesús han de ser sal de la tierra, nos transmite este dicho: “Tened sal en vosotros y tened paz unos con otros” (Mc 9, 50). Ahora bien, para los exégetas actuales estos artífices de la paz, en Mateo, hay que entenderlos como aquellos hombres y mujeres que ejercen una gran obra de misericordia, la cual según los doctores judíos sería “el mejor servicio que se puede prestar al prójimo: ayudar a reconciliarse con los demás, buscar la paz con todos”.
Más todavía: “intentar situar estas dos bienaventuranzas –ser misericordioso y reconciliador-, tomadas juntamente en el evangelio de Mateo, equivale a estudiar el amor al prójimo en este evangelio”(Dupont, J., 1990, 50). Es el mismo Mateo, en efecto, quien pone en boca de Jesús una sentencia, según la cual reconciliarse con el hermano es condición imprescindible para que una ofrenda a Dios sea aceptable (Mt 5, 23-24). Por otra parte, en la extensa narración de la parábola del hijo pródigo, se muestra lo que cuesta, a veces en la comunidad cristiana, reconciliarse el hermano que se cree “bueno” con el hermano “pecador” ya arrepentido, en contraste con la gratuidad del amor misericordioso del padre, que goza perdonando, acogiendo y regalando al hijo que derrochó su herencia (cf Lc 15, 11-32).
Esta paz que irradia la personalidad de Jesús quiere que sea también más que un simple saludo, en sus discípulos-apóstoles cuando se hospeden en una casa, algo así como la sustancia de su vida compartida en comunión de espíritu, así, al menos lo interpretó uno de los evangelistas (cf Mt 10, 12-13). Pero justamente otro evangelista parece desconcertarnos poniendo en labios de Jesús estas palabras: “¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división” (Lc 12, 51); y Mateo, en lugar de división pone espada, siguiendo también la cita de Miqueas: “Sí he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre; a la nuera con su suegra…” (Mt 10, 14-15). Desde una exégesis bíblica puede decirse que esta paz mesiánica de Jesús lleva como contrapunto una especie de guerra escatológica, puesto que el texto evangélico aparece tomado de Miq 7,6. Pero desde una perspectiva psicológica, opinamos que al rasgo del Jesús de las exigencias del Reino que él proclama y personaliza: no se trata de “represiones defensivas”, sino de renuncias personales libres por amor al Reino.
Quizás lo más exigente de estas renuncias personales sea la auto-renuncia, que parece implicar una muerte simbólica seguida un renacimiento, proceso capaz de transformar tan profundamente la personalidad que ya los bienes temporales pierden su valor alienante –se vende todo lo que se tiene, se lo da a los pobres y entonces aparece el único “tesoro” (cf Mc 10,21)-; y es en este total despojo de los deseos pulsionales, cuando el sujeto está psicológicamente preparado para poder comprender y vivir, a nivel de la fe; la paradoja evangélica, que tiene todas las garantías de pertenecer al propio discurso de Jesús, puesto que aparece en los cuatro evangelistas: quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará (Mc 8,35;cf Mt 10,39;16,25;Lc 14,27;17,33; Jn 12,25).
Máxima sencillez – máxima autoridad.
Ha quedado en la tradición multisecular, el calificativo de sencillez evangélica como prototipo del mensaje de Jesús; no se conocía que él mismo hubiese estudiado con algún famoso rabino, sino que más bien lo que expresaba, en sus predicaciones itinerantes, parecía que brotaba de un enigmático fondo interior que le confería una grandiosa autoridad a lo que decía y hacía; de lo cual se maravillaban los que le escuchaban, y así lo reflejan claramente los textos evangélicos. ¡Y es que Jesús se situaba, a veces, incluso sobre Moisés: a vosotros se os dijo…pero yo os digo! Y la profunda sabiduría de la maravillosa sencillez de sus parábolas, queda convertida, en realidad en paradoja viva, que se abre simbólicamente a la universidad de lo arquetípicamente humano, más allá del tiempo y el espacio, desde la aparente concreción literal de lo anecdótico. Si como han dicho ciertos exégetas, Jesús aparece como un sabio “diestro en paradojas y experiencias contraculturales”, y a semejanza de Sócrates o Buda, puede aparecer, en efecto, “como representante de la sabiduría universal, más allá de las normas que imponía el judaísmo. Pero en la raíz de su mensaje está latiendo el aliento poderoso de la profecía de Israel y la búsqueda mesiánica del reino” (Pikaza, X. 1997, 37).
Esta sencillez como rasgo característico de la personalidad de Jesús estaría, tal vez, muy relacionada con lo que hemos llamado la “cercanía”, y expresada en una serie de gestos, conductas, lenguaje y, en general, en todo su estilo de ser y de relacionarse con la gente y con los discípulos. No aparece como un sujeto “complicado”, oscuro o interiormente atormentado de dudas filosófico-científicas o incluso religiosas. Por lo contrario, nos aparece de una transparente nitidez de espíritu, perfectamente coherente consigo mismo, Jesús aparece ofreciendo su mensaje, su amor, sus servicios y hace sus invitaciones a seguirle, pero sin pedir nada en cambio y sin obligar, sino que se dirige al corazón de las personas, respetando su libertad de adopción para la escucha y la respuesta personal. Lo hace, pues, con la máxima sencillez, no empañada por trastienda alguna de intereses egoístas, no confesados. Se dirige, en primer lugar a las gentes sencillas del pueblo y se rodea de discípulos que forman parte de ese pueblo llano.
De ahí que puede dirigir al Padre este impresionante himno de júbilo, que Lucas dice explícitamente que lo hizo “lleno de gozo en el Espíritu Santo”: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños (Mt 11, 25; Lc 10, 21). Dice, con acierto Simón Legasse, que con los sabios y prudentes, Jesús designa un grupo que sería el opuesto al de los sencillos: “los sencillos, mejor que los “pequeños”; esta última versión no vale en este lugar, ya que la noción opuesta no es la del adulto, sino la del sabio. La palabra griega (nepios) significa en primer lugar “niño”, pero acepta también el sentido figurado de hombre poco inteligente, y experimentado. Así es como la entienden los Setenta cuando traducen por nepios la palabra hebrea peti, “simple”, “sencillo” (Poittevin – Charpentier, 1999, 42). Mientras el contexto de Lucas es la alegría de los setenta y dos discípulos, que había enviado Jesús, por el éxito de su misión; en Mateo aparece más claro el contraste entre la incredulidad de los que se creen sabios y la fe de los sencillos que se abren a la sabiduría del Reino que proclama Jesús, como si este himno-oración fuera un desahogo a causa de su tristeza por la falta de conversión de los más evangelizados. ¿No se hace Pablo eco de esto, en cierto modo, cuando recuerde los corintios que no hay muchos sabios según la carne en la comunidad de los creyentes (cf 1 Cor 1, 17-31).
Madurez y cercanía a los niños
Finalmente, el propio comportamiento de Jesús con los niños formaría parte también de este aspecto que calificamos de sencillez, corrigiendo incluso a los discípulos que intentaban impedir a las madres que se los traían para que los bendijese y acariciase; poniéndolos él, al mismo tiempo, como modelos de disposición interior para recibir el Reino (Mc 10, 13-16; 19, 13-15; Lc 18, 15-17). Este ser como niño nos parece un rasgo típico de la personalidad de Jesús, en el polo de sencillez, que es lo más alejado de un infantilismo psicológicamente, y, por el contrario el fruto y mejor signo de una auténtica madurez personal, cuando alguien se ha encontrado con el arquetipo del Espíritu en su “proceso de individuación” o de encuentro consigo mismo integrador (Jung), y establece su existencia a nivel de los valores espirituales, en gratuidad, que algunos autores han calificado de infancia espiritual (cf. Vázquez, A. 1981, 299-308).
¿No se veía una dimensión básica de la personalidad de Jesús reflejada en los niños; tal vez esa su inocencia transparente que contrastaba tanto con el turbio mundo de intrigas de poder, legalismos externistas e hipócritas –representados, en ocasiones, por los letrados, escribas y fariseos-, que ocultaban injusticias y marginaciones a los pobres y desheredados, enfermos y posesos que venían a él en busca de consuelo?
Ahora bien, esto supuesto debemos ir en busca del otro polo de la sencillez. ¿No les dijo el propio Jesús a los doce que además de ser sencillos como palomas, fuesen también prudentes como serpientes (Cf Mt 10)? Nosotros hemos elegido como polo contrapuesto, tomado sólo en su significación psicológica, la autoridad con que hablaba y actuaba Jesús. Según dos tipos de personas que reciben dicha impresión de autoridad, se dan dos reacciones de signo contrario, a pesar de que en ambos grupos, se expresa una admiración y desconcierto, que provoca interrogantes; pero mientras entre los sencillos, estos sentimientos tienen un carácter positivo que refuerzan la fe en él y el asentimiento a su mensaje; en los autosuficientes, se convierten en un obstáculo; interrogando agresivamente a Jesús con qué autoridad hace lo que hace y dice lo que dice (cf. Mc 11, 27-33; Mt 9, 32-34; 12, 22-24; 21, 23-27; Lc 20, 1-8).
Entre impuros y pecadores – poder sobre el pecado.
Psicológicamente esta autoridad que muestra Jesús cuando expulsa a los mercaderes del templo o cuando habla del Reino de Dios, en primera persona es también, como lo fue para los que vivieron en su tiempo, un gran enigma sin posible solución desde la limitada competencia de la psicología como ciencia positiva: Jesús actúa y habla con autoridad divina y, sin embargo, se comporta con la sencillez de un hombre de lo más equilibrado, pleno de ternura y con una gran capacidad de acogida a enfermos, afligidos y marginados, sin mostrar en su conducta patología alguna de tipo paranoico, ni siquiera obsesivo, histérico o infantil.
Muchos hombres religiosos, incluso fundadores de religiones han pasado por una época de “pecado” pasando luego por una conversión generalmente seguida de una fase penitencial, alejada del trato con los pecadores, “huyendo” de la tentación. Jesús, en cambio, aparece con frecuencia rodeado de “impuros” y, dejándose invitar de publicanos y pecadores, sin importarle siquiera las críticas a que esto daba lugar; pero, por otro lado, no aparecen jamás atisbos de que haya tenido nunca la más mínima experiencia de sentimiento ni de conciencia de culpa que le llevase a pedir perdón a Dios. He aquí un caso único diferencial entre los grandes hombres religiosos de la humanidad, lo cual parece demostrar que Jesús no era un hombre simplemente religioso, sino que su estilo de ser religioso tenía un carácter “nuevo” e inédito lo mismo que su mensaje. “Que Jesús se presente como un hombre que no experimenta la conciencia de pecado constituye un misterio psicológico”(Vergote, A., 1900, 20).
No faltaron quienes intentaron hacer de Jesús un poseso de las fuerzas del Mal, Jesús no sólo se defendió de lo absurdo que sería expulsar los demonios en nombre de Belzebú (Mt 12, 25s; Mc 3, 23s; Lc 11, 17s), sino que además dirige a sus calumniadores un reto definitivo: ¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador? (Jn 8, 46). Podemos afirmar que la difícil paradoja que Juan pone en boca de Jesús en la cena de despedida antes de su pasión, dirigida a sus amigos: Estáis en el mundo, pero no sois del mundo, expresaría la actitud existencial de Jesús en su trato con los impuros y pecadores y, en general, con los poderes de dominio o violencia mundanos. En una perspectiva de tradición apocalíptica, como quiere Kee, “la actividad pública de Jesús se inaugura –al cabo de cuarenta días de combate con Satán (Mc 1, 12-13)- con el anuncio de la inminencia del reinado de Dios. Que ello implica la derrota de los poderes del mal queda claro con la pregunta retórica que formulan los demonios con ocasión del primer milagro de Jesús (Mc 1, 23-26): “¿quién te mete a ti en esto, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos?” Eso precisamente viene a realizar” en su función de exorcista” con el dedo de Dios” (Lc 11, 20; Mt 12, 28)” (Kee, H. C., 1992, 110-111).
Como psicólogo de la religión, una vez más estamos de acuerdo con Vergote cuando afirma que “frente al mal, la actitud de Jesús es la más opuesta a la paranoica”, luchando justamente contra la hipocresía religiosa, esa sí “análoga a la estructura paranoica”, -en cuanto transfiere proyectivamente a los otros; el mal propio no reconocido, diríamos nosotros-. Por el contrario, “lo más asombroso, desde el punto de vista psicológico, es que, sin que él mismo se reconozca pecador, Jesús adopta a la perfección, la misma actitud que él exige del hombre: no disculpa, reconoce el mal, pero lo excusa, lo perdona y pide a su Padre que lo perdone”. Y ¿cuál es la motivación que origina dinámicamente esta actitud personal de Jesús, sino la perfecta identificación con el Padre, el cual si, por un lado, revela su pecado al hombre, por otro le invita al perdón? En resumen, concluye Vergote: “De ningún modo he dilucidado el misterio de la personalidad de Jesús. Puedo afirmar solamente que manifiesta actitudes que se contradicen según las leyes de la psicología humana. El sentido moral y religioso más cabal coexiste, en él, con la ausencia de la conciencia de pecado. Y la ausencia de culpabilidad no se convierte en acusación. Adopta naturalmente la disposición de Dios sin ninguna idea de grandeza y sin jamás dejar una huella de autodivinización” (Vergote, 1990, 21-22).
Entre pecadores, sin pecado
Junto a la autoridad dicha que Jesús muestra, en todo lo que se refiere a su mensaje, esta característica única, en la historia de las religiones, de un hombre de exquisita sensibilidad religiosa, pero sin sombra de conciencia de pecado, debe convertirse necesariamente en un factor dinámico en la personalidad de Jesús, capaz de reflejarse, de algún modo, en sus vivencias, actitudes y conducta. El estar psicológicamente libre Jesús de toda proyección inconsciente del mal, tuvo que facilitarle el conocimiento objetivo de este mal en los otros sin dejarse engañar por las apariencias externas. Multitud de textos evangélicos muestran este especial conocimiento de Jesús como una característica suya, y casi siempre se trata en relación con el pecado: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? (Mt 9, 4). Y es que Jesús conocía los pensamientos de sus enemigos (Cf. Mt 12, 25; Lc 5, 22; 11, 17) o como dice Marcos: conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior (Mc 2) podía poner al descubierto la maldad de su corazón, invitándolos así a una sincera conversión, que implicaba la misericordia y el perdón respecto a los demás, como aparece muy claro en el episodio de la mujer adúltera: aquel de vosotros que esté sin pecado que le arroje la primera piedra (Jn 8, 7), dijo Jesús, provocando a los acusadores, con una estrategia como la utilizada hoy por ciertos psicoterapeutas, sin preocuparnos ahora si se trata o no de un hecho rigurosamente histórico, pero que guarda indudablemente una verdad psicológica en referencia a la personalidad de Jesús y su estilo de actuar en situaciones semejantes.
En perfecta coherencia con esto, estarían otros episodios evangélicos. Es el caso de la mujer pecadora que viene a ungirle los pies a Jesús, invitado por un fariseo, según nos narra Lucas (Lc 7, 36-50). El anfitrión pensaba para sí que Jesús no podía ser un verdadero profeta, de lo contrario, sabría que aquella mujer era una pecadora pública y no le hubiera permitido que le ungiese con el perfume y le enjugase luego los pies con sus cabellos. Pero justamente Jesús no sólo sabía eso sino que conocía también lo que estaba pensando el fariseo, y se lo manifestó mediante una bella parábola que él mismo aplicó a la mujer, después de recabar hábilmente el asentimiento de aquél al principio desprendido de la parábola: a quien más se le ha perdonado debe amar más; la mujer, por tanto, ya no es una pecadora, sino una perdonada o convertida: su gesto no puede ser sino la expresión de un humilde gran amor, fruto de un gran perdón divino, del que Jesús da fe, con su acostumbrada fórmula, plena de sencilla autoridad: tus pecados quedan perdonados (cf. George, A., 2000, 59-61).
Tanto en la narración del caso de la adúltera, como en el de la pecadora, asoma otra característica de la personalidad de Jesús la defensa de la mujer, con una actitud de exquisito respeto a su persona. Para un profundo y fino análisis de otras dos narraciones evangélicas sobre la unción de Jesús, protagonizadas por mujeres, criticadas por hombres del entorno de Jesús y defendidas por éste (Mc 14, 3-9; Jn 12, 1-8), remitimos al lector a la reciente obra Ungido para la vida (Navarro, M., 1999).
Tentaciones y fidelidad
Finalmente, en este apartado no podemos olvidar las narraciones evangélicas sobre el tema de las tentaciones de Jesús (Mc 1, 12-13; Mt 4, 1-10; Lc 4, 1-12), cuyo significado de prueba aparece también en Heb 2, 18; 4, 15). Los estudios críticos parecen dar como sentado que se trata más bien de relatos parabólicos, originados en el mismo Jesús, como dramatización de las resistencias que ha encontrado en sus contemporáneos al rechazar su mensaje. (Fitzmyer, J. A., 1997, 46). Psicológicamente la simple posibilidad de ser tentado nos ofrece, según nuestra opinión, un componente esencial de la capacidad más típicamente humana: su libertad. Jesús tuvo, como nosotros, que tomar, en ocasiones de capital importancia, una libre opción, que él siempre lo hacía con lo que veía como voluntad del Padre. En este sentido, podríamos, quizás, afirmar que sus mayores tentaciones-pruebas hay que situarlas, la primera en la oración del huerto, ante el horror de las torturas y muerte que le esperan, pero que la venció decididamente: ¿Abbá!, Padre… no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú (Mc 14, 36; cf. Mt 26, 39; Lc 22, 42); la segunda, ante las burlas de sus enemigos y el silencio del Padre, por la experiencia de desamparo en la cruz, a la que reaccionó, echándose confiadamente en sus brazos, en un último “grito” que Lucas explicitó, acudiendo al Salmo 31, repitiendo después esta técnica narrativa al dar cuenta de la muerte de Esteban, el primer discípulo mártir: Padre, en tus manos pongo mi espíritu (Lc 23, 46; cf, Hech 7, 59).
Podíamos preguntarnos, ¿pasó Jesús un proceso de maduración de los juicios éticos en el sentido de Piaget y Kolberg?. Realmente no poseemos datos como tampoco de otros aspectos psicológicos, durante su infancia y adolescencia. Lo que sí podemos afirmar es que los datos fiables que nos han llegado de su conducta ético-religiosa de adulto muestra un grado máximo de madurez: actúa por principios universales, regidos por el amor, el humilde servicio, con preferencia a los más necesitados,en el respeto al otro por un verdadero encuentro interpersonal, y la donación hasta la entrega de la propia vida. Este tipo de “encuentro” pasaría a la tradición cristiana con el nombre de comunión-el-Espíritu de Jesús, una íntima unión no fusional , sino unidad-en-la-diferenciación, vida inter-personal libremente compartida por amor a Jesús, que se cree presente en medio de los reunidos en su nombre y en cada uno de ellos.
Plenitud de la Ley – gratuidad del Amor.
Jesús afirma que no ha venido a abolir la Ley y los profetas, sino a darle cumplimiento (Mt 5, 17), pero, a la vez, su afinamiento de los viejos preceptos –se os dijo…pero yo os digo-va sustituyendo la ley del deber por la ley del amor, hasta terminar su vida dando a los suyos un solo mandato: amaos como yo os he amado (Jn 15, 12).
Psicológicamente constituye esto una gran novedad en la historia de las religiones: obligó a los cristianos a inventar una palabra, en su utilización semántica, agape, para expresar este nuevo tipo de amor “que tiende a la ofrenda de sí mismo al servicio del amado y no a la captación y al goce, presidiendo las relaciones cristianas con Dios y las de los cristianos entre sí, según el mandamiento de “Cristo”; empleada también, como signo de comunión fraterna, “para las comidas en comunidad”, según aparece ya en 2 Ped 2, 13; Jud 12. (Gerard, A.M., 1995, 47). Jesús habría ofrecido el amor misericordioso de Dios en toda gratuidad incluso a los impuros y pecadores según la ley, tal como los judíos la entendían. “Esta es la paradoja, la novedad mesiánica de Jesús que la iglesia posterior ha logrado mantener a duras penas… Esta es la novedad cristiana, aquella que sitúa la gracia de Dios (la nueva humanidad) por encima de una ley de pacto y juicio, propia del buen judaísmo “misericordioso” de aquel tiempo Cf. Mt 7, 1-2 (Pikaza, X., 1997, 53).
Con Poittevin y Charpentier, que citan a su vez a otros autores, podríamos, en una perspectiva más psicológica, afirmar que el discurso de Jesús no sólo interioriza la ley, haciéndola pasar de un cumplimiento más bien externista que no configura propiamente el deseo pulsional, ni transforma interiormente al hombre en las raíces profundas y motivacionales de su pensar y de su obrar, al centro mismo del sujeto, simbolizado por el corazón, como fuente viva de la intencionalidad religiosa, de amor y de lo absoluto (Leon-Dufour); sino que, además la personaliza, al “invitarnos a vivir bajo la mirada del Padre porque él mismo es el Hijo. De esta forma, ser discípulo es entrar en esa relación que Jesús conoce con Dios”. (Poittevin – Charpentier, 1999, 34). Ya hemos visto que este libre sometimiento del deseo de Jesús, como Hijo obediente a la voluntad del Padre, tuvo un momento extremadamente doloroso de aprendizaje –a pesar de ser hijo aprendió, sufriendo, a obedecer, (Cf Heb 4, 8-9)-, en la agonía de Getsemaní antes de su pasión.
Lo que más impresiona de esta personalidad religiosa de Jesús es, sin duda, esa íntima y serena relación personal de plena confianza filial establecida con Dios, a quien llama Abba. De ella parece proceder su relación asimismo singular con los demás. ¿No les enseña a decir también, cuando oren: Padre nuestro…? Todo ello le hace exclamar al psicólogo de la religión, Antoine Vergote: “Si uno retorna al Jesús histórico, tal que lo presentan los miles de trabajos sobre los textos evangélicos, después de decenios, uno concluye que hay un misterio en su personalidad. Para el racionalismo era un enigma que pensaban poder esclarecer racionalmente. Cuando yo concluyo que existe un misterio en la personalidad de Jesús es porque, siendo radicalmente humano, él no es, con evidencia, simplemente humano, como tampoco es simplemente humano lo que él anuncia” (Vergote, 1999, 179).
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