viernes, abril 26, 2024

El concepto «mítico» de pueblo EL PAPA FRANCISCO, LECTOR DE DOSTOIEVSKI


José Luis Narvaja/La civiltà cattolica

Hay una obra de Guardini que Bergoglio conoce bien, al menos desde la época de su rectorado en las facultades de Filosofía y Teología de San Miguel. Se trata de El universo religioso de Dostoyevski, en el que el maestro renano analiza el mundo de los personajes del escritor ruso [1. R. Guardini, El universo religioso de Dostoyevski, Buenos Aires, Emecé Editores, 1954 (en el texto del artículo, los números entre paréntesis remiten a las páginas correspondientes)] . En la época en que Bergoglio era rector del Colegio Máximo de San Miguel recomendaba la lectura de esta obra, que circulaba entre los estudiantes [ 2.Cfr D. Fares, «L’arte di guardare il mondo», prefacio a Romano Guardini: L’opposizione polare (La biblioteca di Papa Francesco, 16), Milán, Corriere della Sera, 2014, pp. V-XI, aquí, p. V; véase también M. Borghesi, Jorge Mario Bergoglio. Una biografia intellettuale. Dialettica e Mistica, Milán, 2017, Jaca Book, p. 13 y p. 126^] Su lectura personal del novelista ruso se había visto enriquecida con el estudio de Guardini y con su reflexión sintética y sistemática de todo un «universo religioso» presente en las obras del autor ruso. Es interesante comprender cómo la reflexión de Guardini sobre Dostoievski tuvo un influjo en Francisco, llevándolo a afirmar que «el pueblo es un concepto mítico».

Esta afirmación del Papa aparece en varias publicaciones. En una conversación con nuestro director dijo: «Hay una palabra muy maltratada: se habla mucho de populismo, de política populista, de programa populista. Pero esto es un error. “Pueblo” no es una categoría lógica ni una categoría mística, si la entendemos en el sentido de que todo lo que hace el pueblo es bueno o en el sentido de que el pueblo es una categoría angelical. ¡No! Es una categoría mítica, si acaso. Repito: “mítica”. Pueblo es una categoría histórica y mítica. El pueblo se hace en un proceso, con el empeño dirigido hacia un objetivo o un proyecto común. La historia es construida por este proceso de generaciones que se suceden dentro de un pueblo. Hace falta un mito para comprender al pueblo. Cuando explicas qué es un pueblo utilizas categorías lógicas, porque lo tienes que explicar: esas categorías son necesarias, por cierto. Pero no explicas así el sentido de la pertenencia al pueblo. La palabra “pueblo” tiene algo más que no puede explicarse de manera lógica. Ser parte del pueblo es formar parte de una identidad común hecha de lazos sociales y culturales. Y esta no es una cosa automática. Más aún: es un proceso lento, difícil… hacia un proyecto común» [3. A. Spadaro, «Le orme di un pastore. Una conversazione con Papa Francesco», en Papa Francesco, Nei tuoi occhi è la mia parola. Omelie e discorsi di Buenos Aires (1999-2013), Milán, Rizzoli, 2016, p. XV-XVI.]

Y, en fecha reciente, en otra entrevista, dijo el Papa: «Para comprender a un pueblo, comprender cuáles son sus valores, es necesario entrar en el espíritu, el corazón, el trabajo, la historia y el mito de su tradición. Este punto está realmente en la base de la teología denominada “del pueblo”. Significa ir con el pueblo, ver cómo se expresa» [4. D. Wolton, Pape François. Rencontres avec Dominique Wolton. Politique et société. Un dialogue inédit, París, Éditions de l’Observatoire, 2017, pp. 47-48.] Por tanto, también para «predicarle al pueblo hay que mirar, saber mirar y saber escuchar, entrar en el proceso que vive, sumergirse» [5. A. Spadaro, «Le orme di un pastore…», op. cit., p. XVI.]

En estas palabras del Papa encontramos algunos elementos que nos invitan a una reflexión: la distinción entre «categoría lógica» y «categoría mítica», distinción que lleva a reflexionar acerca del método; las expresiones que permiten entrar en el corazón del pueblo, que determinan el objeto de la reflexión y la necesidad de «ir con el pueblo», que nos señala el lugar teológico de la reflexión.

Al principio de su estudio sobre Dostoievski afirma Guardini lo mismo que escuchamos decir a Bergoglio: «El pueblo es un ser de existencia mítica» (19). Pero ¿qué significa que pueblo sea una «categoría mítica», que el pueblo tenga «una existencia mítica»?

Los mitos de Platón

Una primera aclaración debemos buscarla en la enseñanza de Platón, uno de los maestros del pensamiento de Occidente, cuya reflexión filosófica partía, precisamente, de las expresiones míticas. Sintetizando, podemos decir que, para Platón, el mito es expresión de ese nivel de la existencia intermedio entre el mundo de las ideas y el mundo material [6. Cfr J. L. Narvaja, «Ciudades visibles e invisibles. Una reflexión a partir de Italo Calvino», en La Civiltà Cattolica Iberoamericana, 2018, II, n. 13, pp. 7-19.]. Es el seno materno, la matriz donde se generan las realidades concretas a partir de una idea eterna.

Platón recurre a los mitos para expresar las realidades complejas, pues el mito está relacionado con la idea, aunque no es la idea y está relacionado con lo concreto, pero no es simplemente lo concreto. Es expresión de la tensión que hay entre lo histórico y lo transhistórico, entre lo trascendente y lo inmanente.

A diferencia de las afirmaciones categoriales lógicas, el mito insinúa la complejidad de la realidad y nos da elementos para conocerla en esa complejidad, pero no tiene la pretensión de agotarla.

El mito es expresión de la búsqueda de lo eterno, ya sea del hombre concreto, individual o colectivo. En este sentido, el mito representa un esfuerzo por encontrar el sentido subyacente al acontecer histórico, y en esto está su trascendencia, su valencia teológica. Pero al mismo tiempo debemos subrayar que el mito no se opone a la vida concreta del hombre concreto y a los hechos irreversibles de la historia. Se trata de un relato humano en el que se manifiesta el sentido eterno (ideal, según la comprensión platónica) que subyace a la realidad concreta de los hechos históricos, que por esto mismo son únicos e irrepetibles. El mito expresa una forma de afrontar la existencia «con sentido» y de hacerse cargo de la historia y de la vida con responsabilidad.

Cuando Guardini y el papa Francisco nos sitúan en un plano mítico de la realidad nos invitan a situarnos en un nivel de la percepción, de la comprensión y de la reflexión con características propias.

El espíritu del pueblo ruso según el análisis de Guardini

Al considerar al pueblo como categoría mítica se pone de relieve que no se trata de la fría abstracción de un concepto, sino de una realidad viva. Pueblo no es sin más la suma de los individuos, es una realidad en tensión por su origen y vocación, por el lugar que ocupa en un mundo material, mundo al que debe darle un espíritu. Guardini lo entiende como «la esfera propia y primigenia de lo humano, y es por su inclusión en ella que los hombres adquieren el carácter de pueblo. Y el pueblo así concebido está cerca de Dios» (19).

Se trata de hombres individuales, con vidas personales, pero que están cobijados bajo este mito común que los reúne en torno al sentimiento de una raíz común, de una vocación compartida y de un sentido que lo trasciende. Principio, fin y sentido de su existencia —expresados en el mito— y que toman formas diversas —personales— en la vida de cada personaje.

Pero la pertenencia a un pueblo concebido de esta manera no es algo automático. Señala Guardini una condición para que el hombre pertenezca a esta categoría de pueblo. Se supone que el hombre «no se desprenda, no se libere del ser tal como se da en su forma simple y elemental; que no reflexione, que no haga uso de sus facultades críticas; en suma, que no se convierta en algo artificial» (37) [7. Dostoievski desprecia a los intelectuales. Nos aclara Troyat que, desilusionado de los intelectuales de su época que buscaban imitar la cultura europea y despreciaban, por tanto, la cultura y al pueblo ruso, Dostoievski se halla «apartado del mundo intelectual. Ya no recibe cartas. Ya no lee libros. El Evangelio es su único alimento moral, y el Evangelio es ya el triunfo del corazón sobe la mente»: H. Troyat, Dostoievski, Buenos Aires, Emecé Editores, 1996, p. 143].. La característica fundamental que rescata Guardini en el pueblo como aparece en Dostoievski es su relación con las «realidades fundamentales del ser» (ibid.): con la naturaleza y con el destino.

Pero esta relación con la naturaleza no significa naturalismo. No aparece como naturaleza pura, sino que en la naturaleza aparece Dios que «está frente a él [al pueblo] como Aquel que todo lo crea, que todo lo gobierna, que todo lo asigna y como Aquel a quien encontramos asimismo en la vida cotidiana» (37).

Esta relación con la naturaleza en la que el pueblo descubre la presencia de Dios tampoco significa panteísmo. Hay una clara distinción entre Dios y la creatura. Sin embargo, tanto el mundo como la vida del hombre están en Dios, están «haciéndose en las manos de Dios» (77).

No es una identidad con la naturaleza ni una identidad con Dios. Hay una íntima relación con ambos sin identificarse y sin acentuar la distancia. Puntualiza Guardini: «Sentimos el misterio del amor de Dios por el mundo, sentimos que el mundo no le es indiferente, sentimos el misterio del corazón de Dios y que el mundo está cerca de él; el misterio de una unión que nada confunde, que pone a salvo todas las diferencias que hay entre Dios y la creación, unión empero que abraza todas las diferencias en una unidad última e inexpresable» (77).

Es esta la expresión de la tensión en que vive el pueblo: entre la naturaleza y Dios, entre la realidad presente y la vocación a un destino futuro; entre la libertad de su elección y el destino que se impone sin contar con su libertad.

La santidad de un pueblo de pecadores

A veces tenemos la sensación de que Dostoievski idealiza al pueblo. Sin embargo, cuando nos encontramos con los personajes de sus novelas no podemos decir que los idealice. Su mirada no está teñida de romanticismo —de manera que pierda de vista la realidad de la existencia del pueblo—. Señala con toda crudeza los rasgos viciosos y destructivos de sus personajes: la codicia, la depravación y la degradación aparecen descritos con un crudo realismo. Y sin embargo, siempre es «el pueblo de Dios» (23).

Todos los personajes experimentan las tensiones de la existencia: el mal, el dolor y el pecado. Todos se encuentran en algún momento ante la disyuntiva y cada uno debe buscar cómo superar las tensiones, oposiciones y contradicciones; «las mujeres piadosas y ambas Sonias (en El adolescente y Crimen y castigo) cumplen esa superación en el inconsciente heroísmo de su olvido de sí mismas»; Makar, el peregrino de El adolescente y el stárets Zósima de Los hermanos Karamázov aparecen anclados en una «unión indestructible con las grandes fuerzas del ser» (66) y superan esas contradicciones en «su capacidad de abrazarlo todo con la fuerza luminosa de sus libres corazones; Alíoscha Karamázov lo hará en virtud de su fuerza angélica» (146-147).

Guardini subraya dos características en los personajes de Dostoievski que son propias del hombre del pueblo como consecuencia de su relación con la naturaleza: la obediencia y la paciencia. Estas virtudes aparecen claramente en las dos Sonias, que aceptan el dolor como destino —esto es, en la cruz que les impone la existencia— y, por tanto, «con una actitud creyente» de obediencia y aceptación conscientes de que en ese dolor se cumple «la redentora transformación de la existencia» (66).

Pero con mayor fuerza se puede apreciar lo que significa una vida estrechamente unida a la naturaleza en una actitud de obediencia a Dios y de paciencia ante el destino si tenemos en cuenta los personajes en los que faltan estas virtudes. La luminosidad del hombre del pueblo resalta mucho más ante la oscura vida de quienes han decidido separarse del pueblo y no cobijarse bajo este mito. El más claro ejemplo de quien rechaza al pueblo es Iván Karamázov. En él se cumple de manera negativa aquella afirmación: «Quien abre su corazón al misterio de ese pueblo humilde y creyente, en el que constantemente se realiza el misterio de la acción creadora y redentora de Dios, se abre al mismo Dios», porque «quien no cree en Dios tampoco cree en el pueblo de Dios» (23).

Iván se encuentra ante la misma disyuntiva de la existencia, pero no renuncia «a su loca pretensión de superhombre […] a su presunta soberanía sobre el bien y el mal» (112). Rechaza lo que Guardini ha señalado como la característica basilar del pueblo: «la realidad como misterio de Dios»; de aquí que niegue «la actitud que acepta esa realidad, esto es, la obediencia y la paciencia» (136). En la tensión y contraposición entre el bien y el mal, Iván no admite «ser salvado por el amor de Dios»; prefiere afirmar «de un modo definitivo, el mal de este mundo» (146) en «un movimiento de titánica protesta contra Dios» (147) al estilo del Fausto, en que lo finito asume el carácter propio del infinito (204-205). No se trata de ateísmo, sino de rebeldía. Iván «cree en Dios, pero no acepta su creación» (170-171).

La consecuencia de esta actitud de rebeldía es neta, pues «lo que en verdad resulta no es sino la desnuda finitud, esa finitud que ya no tiene el valor de un símbolo, que ya no tiene una ubicación y que ya no se sabe abrazada por Dios. Alrededor de él no hay sino la anonadadora nada» (206).

La transformación del mundo

En la naturaleza aparece el obrar redentor de Dios, por medio de Jesucristo que invita al hombre a unirse a él en vistas a una nueva creación. Por eso la tierra, la naturaleza y el pueblo no son naturales sin más, sino realidades redimidas (cfr 20-22).

En este marco, todo el acontecer —el destino— aparece visto como voluntad de Dios con la que hay que conformarse. Dios está presente en el mundo. Es el creador. La creatura debe ponerse de su lado y dejarse transformar. Esta transformación personal interior es el primer paso —necesario— que permite la transformación del mundo en una nueva creación (cfr 82-83). Es una participación en esa acción de Dios que Guardini señala presente en las fuerzas de la naturaleza.

Iván Karamázov ha transformado el mundo sin haberse dejado transformar. Ha quedado «librado a su razón individual» y a «su voluntad subjetiva» y, por eso, solo percibe el mundo como si estuviera «penetrado por el espíritu demoníaco» (170). Este quiebre le exige una decisión: o permanece en la rebeldía, o crea una nueva relación con el mundo y con Dios en un lazo que dé sentido a su vida.

El dolor, el pecado y el crimen pueden superarse cuando el individuo consigue entrar en contacto, de nuevo, con esas fuerzas telúricas (173). En Crimen y castigo, Raskolnikov ha matado para conquistar una libertad ilusoria. Ha luchado contra sí mismo y contra Dios. Sin embargo, al final es perdonado. Cristo lo reencontró porque, sin saberlo, él buscó a Cristo (290). Guardini considera esta posibilidad en el plano de un proyecto personal, un «trabajo» o «misión que en otros terrenos de la existencia hacen nacer una nueva relación con Dios» (170).

Y aquí llegamos a las afirmaciones más profundas de Dostoievski. La pertenencia al pueblo, la relación con la naturaleza y con Dios no significan una automatización del proceso salvador. El hombre se encuentra en medio de estas tensiones que le exigen tomar una decisión y, si no quiere tomar un camino equivocado, esta decisión debe salir del corazón, porque «el corazón es lo que hace que la vida viva; no es la materia, no es el espíritu; solo por el corazón vive el espíritu humanamente y vive humanamente el cuerpo del hombre. Solo por el corazón el espíritu se convierte en alma y la materia en cuerpo y solo por él existe, pues, la vida del hombre como tal con sus dichas y sus dolores, sus trabajos y sus luchas, miserable y grande al mismo tiempo» [8. «Se pretende», escribe Dostoievski, «que el pueblo ruso no conoce el Evangelio, que hasta ignora los mandamientos que son la base de nuestra fe. Sí, así es en efecto, pero conoce a Cristo y lo lleva en su corazón eternamente», citado en H. Troyat, Dostoievski, op. cit., p. 318.]

En el corazón del pueblo está Cristo. En cambio, un personaje como Stavroguin (en Demonios) tiene el corazón muerto, su corazón es un desierto: «La vida en él parece haberse congelado. No puede sentir alegría ni dolor y sí frías formas bastardas del sentimiento: el placer físico y el tormento de contemplar claramente, desesperado, el propio modo de ser. Stavroguin no vive. Estrictamente no vive» (227). Quien ha dejado transformar su corazón, en cambio, «se hace libre en Dios, entra en el paraíso y entonces todo cuanto lo rodea comienza a convertirse en paraíso» (82-83).

La característica fundamental del pueblo —según la señalaba Guardini— es su estrecha relación con la naturaleza por la que percibía la acción redentora de Dios. Esto ha sido solo el principio de un proceso. La relación con el mundo desemboca en una nueva creación, en la que el hombre redimido deja que el mundo participe de esa redención. Esta liberación del pecado que «esparció en el mundo las tinieblas y el error» transforma todas las relaciones. El mundo se hace más transparente y su sentido no queda oculto en la opacidad de una mente obnubilada.

Alíoscha, «el querubín» de Los hermanos Karamázov, hermano de Iván el rebelde, es imagen de esta transformación escatológica: «¿Qué valgo yo para que otro hombre como yo, exactamente igual, imagen y semejanza de Dios, me sirva?» (88) [9. Cfr también H. Troyat, Dostoievski, op. cit., p. 226.] Si bien «no es posible que no haya señor y criado», «yo seré el criado de mis criados lo mismo que ellos harán conmigo» (82).

No puede aceptar que un hombre, imagen y semejanza de Dios, le esté sometido. Y si no le es posible cambiar el destino, si un cambio en las estructuras supera sus propias fuerzas —pues «sin criados no es posible vivir en el mundo»—, sí le es posible, sin embargo, cambiar el corazón y cambiar el mundo que lo rodea. Por eso aconseja: «Haz de forma que tu criado sea más libre en espíritu que si no fuera criado» (89-90).

Esta transformación no se logra por la fuerza [10. «Rusia avanza. La verdadera Rusia. No la de los intelectuales amargados, de los revolucionarios, de los “endemoniados”, sino la Rusia de la tierra, del trabajo, de la fe. La que salvará a la otra» (ibid., p. 285)]. ; la verdadera fuerza transformadora es el amor vivo y humilde que proviene de Dios: «La humildad amorosa es una fuerza tremenda, la más fuerte de todas, semejante a la cual ninguna hay» (90-91) [11. De manera semejante afirma Troyat: «Para Dostoievski […] nada es vil en la tierra, salvo el hombre privado de deseo, el espíritu seco, el intelectual orgulloso. Ningún delito mata el derecho al perdón. El amor lo salva todo. El amor es humildad. Pues el amor humano debe ser humilde» (Ibid., p. 231)].

Así describe Guardini el universo religioso de Dostoievski construido de relaciones con Dios, con la naturaleza y con los otros hombres. El destino de los personajes se juega en la pertenencia al pueblo o en su distanciamiento de él. El mito fundamental que da identidad al pueblo es el Evangelio y la figura que se descubre —solo veladamente— es Cristo. Lo dice Dostoievski en una carta: «Mi profesión de fe es muy simple. Hela aquí: creer que no hay nada más hermoso, más profundo, más simpático, más razonable, más valiente, más perfecto que Cristo. No solo no hay nada, sino que me lo digo con un amor celoso: no puede haber nada. Más aún: si alguien me hubiese probado que Cristo está fuera de la verdad, si estuviese realmente establecido que la verdad está fuera de Cristo, habría preferido estar con Cristo antes que con la verdad» [12. Citado en ibid., p. 144.]

Ir con el pueblo para conocer al pueblo

Pero para descubrir en las expresiones del pueblo su corazón y su espíritu, el papa Francisco nos recordaba la necesidad de «ir con el pueblo». Dostoievski también nos ofrece la posibilidad de iluminar esta afirmación del Papa. Henri Troyat, biógrafo de Dostoievski, señala un hecho importante. En sus primeras obras se percibe la ausencia de un personaje: Dios. No es lo que hemos visto en el mundo de sus personajes. Y sin embargo necesitó «la prueba del cadalso y de Siberia para que Dios surja en el fondo del universo de Dostoievski» [13. Ibid., p. 60.]

Nuestro novelista tuvo una experiencia de salvación cuando, al pie del cadalso, el zar le conmuta la pena de muerte por la cárcel en Siberia. «La cárcel. El exilio. La alegría golpea a Dostoievski como una maza. ¡Salvado! ¡Qué importa todo lo demás! Veinte años más tarde dirá a su mujer: No recuerdo un día tan feliz» [14. Ibid., p. 115..] Y cuando le preguntaron acerca de esta experiencia en la cárcel, responde: «¿Quién le dice que, tal vez, allá arriba el Todopoderoso no haya querido enviarme a la cárcel para que aprendiera qué es lo que más importa y sin lo cual no se puede vivir?» [15. Ibid., p. 106.]

Fiódor Mijáilovich Dostoievski ha logrado, gracias a una experiencia límite de su existencia, cobijarse bajo el mito de su pueblo. Obediente a su destino, soporta pacientemente los cuatro años de la cárcel y el trabajo forzado. Al «día más feliz», en que se sintió salvado, siguen los años de purificación y aprendizaje.

Esta dolorosa experiencia le ha permitido comprender que «una vez más, la luz vendrá de abajo» [16. Ibid., p. 318,] y por eso se considera «discípulo de los forzados». En Siberia «él fue su discípulo, su alumno, y la enseñanza de la cárcel lo marcó para toda su existencia. Esos cuatro años serán la fuente secreta donde se alimentará en adelante su genio. Constituyen el centro de su vida. La dividen en dos partes iguales. Hay un Dostoievski de antes de La casa de los muertos y un Dostoievski de después de La casa de los muertos» [17. Ibid., p. 139..]

Con otras palabras, con otras experiencias, el papa Francisco nos invita a acercarnos al pueblo cuya «reserva religiosa» [18. J. M. Bergoglio, Meditaciones para religiosos, Buenos Aires, Diego de Torres, 1982, pp. 46-47,] sin remilgos, nos purifica de todos nuestros intentos de escapar de la realidad de nuestra existencia. Para Bergoglio, «pueblo, más que una palabra, es una llamada, una con–vocación a salir del encierro individualista, del interés propio y acotado, de la lagunita personal, para volcarse en el ancho cauce de un río que avanza y avanza reuniendo en sí la vida y la historia del amplio territorio que atraviesa y vivifica» [19. J. M. Bergoglio, El verdadero poder es el servicio, Buenos Aires, Claretianas, 2007, p. 88.]

Pero solo «se puede nombrar al pueblo desde el compromiso, desde la participación» [20. Ibid.] Por eso señala a los teólogos que «hay un sentido de las realidades de la fe que pertenece a todo el pueblo de Dios, incluso a los que no tienen particulares medios intelectuales para expresarlo» [21. Papa Francesco, «Discorso del Santo Padre Francesco all’Associazione teologica italiana», 29 de diciembre de 2017, accesible en: https://w2.vatican.va/content/francesco/it/speeches/2017/december/documents/papa-francesco_20171229_associazione-teologica-italiana.html ] y los invita a acercarse a ellos, a escucharlos para poder reflexionar a partir del tesoro de esta experiencia de Dios.

Conocimiento y método

Alcanzamos el punto más abstracto del problema. Lo primero que señala Francisco en la cita que dio pie a nuestro análisis y reflexión es la distinción de dos planos del conocimiento.

Hay —por un lado— un conocimiento «lógico». Si tomamos este camino, nos dará como resultado una «descripción» del pueblo que, sin embargo, no nos permite entrar en el corazón de ese pueblo. Es una descripción desde fuera. El pensador se pone fuera del pueblo —como si no perteneciera a ese pueblo—, toma distancia y piensa al pueblo a partir de una «idea» o «paradigma» propio. El pueblo, en este caso, se convierte en objeto de la percepción, del análisis y de la descripción.

El Papa habla —por otra parte— de otra forma de acercamiento al pueblo que tiene su origen no en la distancia, sino que surge del «ir con el pueblo». A partir de esta cercanía y del encuentro con el pueblo es posible otro conocimiento en el que este no es objeto, sino sujeto. Se reconoce que el pueblo es creador de las manifestaciones de su propia vida, es decir, de la cultura [22. Dice Bergoglio en el «Discurso inaugural» al Congreso Internacional de Teología «Evangelización de la cultura e inculturación del Evangelio», en Stromata 41 (1985), pp. 161-165, que «las culturas son el lugar donde la creación se hace autoconsciente en su grado más alto. Por ello llamamos “cultura” a lo mejor de los pueblos, a lo más bello de su arte, a lo más habilidoso de su técnica, a lo que permite a sus organizaciones políticas alcanzar el bien común, a su filosofía dar razón de su ser, a sus religiones ligarse con lo trascendente por medio del culto. Pero esta sabiduría del hombre que lo lleva a juzgar y ordenar su vida desde la contemplación, no se da ni en abstracto, ni individualmente, sino que es contemplación de lo que se ha trabajado con las manos, contemplación desde el corazón y la memoria de los pueblos, contemplación que se hace a través de la historia y en base a tiempo» (162).] . Y en esa cultura el pueblo expresa —según lo que nos dice el Papa— «su espíritu, su corazón, su trabajo, su historia y el mito de su tradición» [23. Cfr supra, nota 4..]

Guardini señala el problema que surge cuando se intenta conceptualizar, es decir, cuando se pretende expresar con palabras fijas («de carácter irreversible») lo que es propio del devenir de la vida: se corre el riesgo de que el concepto no haga justicia a la movilidad de la vida y a las tensiones del viviente. Por este motivo llama la atención sobre la necesidad de un método «más sutil» (305).

Es necesario tener en cuenta la tensión de los contrastes tanto en la realidad como en el mismo acto de percibir esa realidad. La razón (ratio) puede percibir una situación, un momento determinado y un problema puntual —como una fotografía—, pero no agota la realidad del viviente. Porque la vida del viviente se caracteriza por desplegarse en procesos —ya no como una fotografía, sino como un filme— y, por tanto, requiere que la «conceptualización» exprese la percepción de ese proceso que no siempre significa movimiento, pues las tensiones pueden ser externas e internas, existenciales y accidentales [24. Cfr H.-B. Gerl, «Vita che regge alla tensione. La dottrina di Romano Guardini sull’opposizione polare», epílogo a R. Guardini, L’opposizione polare (La biblioteca di Papa Francesco, 16), Milán, Corriere della Sera, 2014, pp. 235-262, aquí, pp. 246-247..]

Esta situación del viviente llega a crear una situación que obliga a incluir en el plano del conocimiento un «elemento de naturaleza alógica» (306). Pero de ninguna manera se debe considerar que este elemento alógico —que «solo se percibe por la intuición» (307)— sea de carácter inferior. Es, más bien, su polo contrario y debe ser incluido en la conceptualización como constitutivo de la vida. Tampoco significa que se deba considerar la ratio como un peligro para la vida y para la comprensión de la vida.

Según Guardini, se debe tener presente y contar con la tensión de estos dos elementos que conviven en el hombre viviente y en sus relaciones con el mundo, con los otros hombres y con Dios. Por tanto, deben estar presentes en la aprensión y codificación de esta realidad que es el hombre [25. Afirma Guardini que «el pensamiento moderno occidental nunca pudo ganar el auténtico campo de tensiones requerido; siempre se ha entregado con exclusividad a un campo o al otro, de suerte que nunca pudo abarcar los problemas últimos, así del pensamiento como de la conducta» (309). .] El resultado de esto es que una conceptualización que respete esta tensión nunca puede llevar los rasgos de un pensamiento acabado. Aparece, más bien, como una indicación dinámica que necesariamente deja abierta la puerta al movimiento propio de la vida del hombre.

Guardini encuentra que Dostoievski describe la existencia de sus personajes teniendo en cuenta estos dos polos tensionados, «la multiplicidad del ser, lo no definido, lo que escapa a toda fórmula, el fluir constante, el acaecer imprevisible y repentino» (310). Esta riqueza de las obras de Dostoievski constituye el interés primero del estudio de Guardini sobre el universo religioso del escritor ruso. Considera que esta forma de describir el universo de relaciones puede permitir un mayor «conocimiento de lo humano y espiritual de Europa», es decir, un «conocimiento del espíritu y del corazón humanos» (311).

HELDER CÁMARA , POR QUÉ REGALAR UN MAPAMUNDI A LOS NIÑOS

 Seguimos haciendo pequeñas experiencias que nos ayuden a desaburrir la Eucaristía; ¡Ojo! no por la vía de hacerla divertida o entretenida, sino por la vía de meter la vida, algo así como "vitalizarla" sabiendo ya que la palabra es excesiva porque vida ya tiene pero nosotros puede que la hayamos ido encorsetando.

Los pasados domingos hemos ofrecido a las familias (y a todos) el mapa del mundo (en la edición Peters [aquí]) recordando aquellas palabras de Helder Cámara:




sábado, abril 13, 2024

Nueva evangelización: no es oro todo lo que reluce

La pregunta que da título al libro ¿Ha fracasado la nueva evangelización?, recientemente publicado por San Pablo, no es retórica. Pero su respuesta no es fácil, por lo que habría que dividirla en dos. ¿En qué está llamado a fracasar cualquier intento de poner en práctica la nueva evangelización, más allá de sus posibles conquistas inmediatas, y en qué no estaría llamado al fracaso si el intento no pretende un triunfo presuroso?

Simplificando las respuestas, y tras profusos análisis sobre el contexto actual de la sociedad postsecular y su particular realización en España, el contexto de diálogo entre fe y cultura de esta propuesta de los Papas contemporáneos, la novedad en la continuidad en las casi seis décadas de su desarrollo magisterial y la suerte de desafíos actuales de la nueva evangelización, no deberíamos obviar, al menos, tanto tres elementos fraudulentos como tres elementos orientadores para testar la adulteración o la autenticidad de la nueva evangelización.

Entre los elementos fraudulentos conviene advertir el advenimiento del neointegrismo ideológico, del sentimentalismo impactante y del elitismo religioso. Entre los elementos orientadores, parecen insoslayables el fomento de las comunidades creativas, los procesos iniciáticos y de acompañamiento y la descentralización de la vida y la misión de la Iglesia hacia las periferias geográficas y existenciales.

Con la evangelización no se juega. Tampoco con la nueva evangelización, prefigurada por san Juan XXIII, san Pablo VI y el Concilio Vaticano II; propuesta por san Juan Pablo II y secundada tanto por Benedicto XVI como por el Papa Francisco, con sus propias aportaciones. Tanto su «nuevo ardor», como sus «nuevos métodos y expresiones» no se improvisan poniendo en juego solamente la imaginación y un aggiornamento a la cultura mediática. Exigen procesos de conversión y de creatividad. Conversión bajo el signo de la cruz, a la escucha de lo que el Espíritu nos dice en el momento en el que nuestras sociedades líquidas tocan fondo en la parábola de la posmodernidad y se debaten entre la prescindencia religiosa y la búsqueda de espiritualidades difusas. Y creatividad bajo el signo de la caridad, que se traduce en diálogo sin afanes proselitistas y sin pretensiones triunfalistas y en el testimonio de la Iglesia como hospital de campaña, sobre todo hoy, más madre que maestra. El mismo san Juan Pablo II, que vio de un modo verdaderamente revolucionario la necesidad de una nueva evangelización distinta a las reiteradas propuestas de mera reevangelización, decía que «una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos».

¿Elementos fraudulentos y elementos orientadores de la nueva evangelización? En primer lugar, no habría que dejarse engañar por el aparente éxito de iniciativas vinculadas al auge de los movimientos neoconservadores, que, contradictoriamente, mientras proponen un beligerante combate cultural de la fe en algunas causas, asumen acríticamente los imperativos del neoliberalismo, descafeinando la doctrina social de la Iglesia. Falsificando la memoria de Juan Pablo II, manipulada políticamente, confunden la nueva evangelización con algo tan antinovedoso como la nostalgia de idealizadas cristiandades. Colindantes al catolicismo cultural de ateos y agnósticos extremistas, reabren la polarización social de hace dos siglos, especialmente beligerante en España. Aunque este nacionalcatolicismo de nuevo cuño arrastre a muchos jóvenes, aleccionados por sacerdotes rebeldes al borde o fuera de la comunión eclesial, no hay evangelización que valga, sino ideologización política identitaria, estéticamente disfrazada de ritualidad religiosa. Globos que se inflan y desinflan con la misma facilidad, y vocaciones tanto laicales como clericales de exigua duración, la que aguanta un estandarte desempolvado o una sotana contestataria.

Otra cosa bien distinta es la generación de comunidades creativas y significativas, acogedoras y atractivas, donde se comparte la vida y se promueven procesos de iniciación cristiana. Comunidades, como dice el cardenal José Cobo, «abiertas, familiares y, sobre todo, que remitan a Dios, que proclamen con obras, palabras y celebraciones la fuerza seductora del Evangelio». A ellas parecen dirigirse hoy los movimientos eclesiales otrora multitudinarios, ahora purificados en la humildad, en proceso de revalorización de sus carismas a la luz de su mayor inserción diocesana. También las parroquias que no caen en la tentación de autoproclamarse «de nueva evangelización» por acoger inventos importados de origen extraeclesial. Parroquias que, en lugar de pretender ser «comunidad de comunidades», atravesadas por una espiritualidad de comunión, se configuran al modo de los centros comerciales, espacios de reparto de franquicias que ofrecen experiencias fuertemente impresionables. Su éxito inmediato las confunde con iniciativas de primer anuncio, cuando en realidad lo son más bien de primer impacto, y triplemente reduccionistas: reduccionismo selectivo (élites sociales), reduccionismo perceptivo (hiperemocionales), y reduccionismo propositivo (hiperespiritualistas).

Una Iglesia elitista e intransigente que perdiese su condición de pueblo (en el que todos tienen cabida), orientada a ocupar los espacios de poder e influencia escudándose en una supuesta coincidencia de estos con los nuevos areópagos de la nueva evangelización (la cultura, los medios, la ciencia y la política), se olvidaría de su misión más genuina: la de evangelizar a los pobres. Una nueva evangelización que no se promueva desde las periferias no miraría a la humanidad con los ojos de Dios, sino que se dejaría seducir por los focos del mundo. Transmitiría firmes creencias, sería baluarte de seguridades en medio de tanta confusión, pero no generaría esperanza.

jueves, abril 11, 2024

Pedro Gajete, in memoriam

Palabras pequeñas para la memoria.
Porque no queremos olvidar Porque queremos  amar.
Porque nos da la gana 
Porque sí 
Porque belleza no es cosmética sino el esplendor de la verdad.
Palabras de Eugenio A. Rodríguez e Israel Gajete 

A MI HIJO

Nunca podré agradecerte
la huella de tú paso 
por mi vida,

como un reguero suave 
de armonía, de alegría, 
de paz y de dulzura.

Nunca mi mente inteligente, 
imaginó que, en esa deficiencia, 
están ocultos los dones transcendentes, 
que pueden dar sentido a mi existencia. 

Gracias por la riqueza de tu vida, 
encerrada en la pobreza de tu cuerpo,
y perdona que en mi vida prepotente, 
hayan triunfado siempre mis tendencias.

Chari Domínguez.
(Autogestión, mar 93, 36)

lunes, abril 08, 2024

La verdad sobre la luz, de Audur Ava Olafsdottir

Temas "metafísicos" en lenguaje cotidiano. La relación con la naturaleza, los paisajes, las herramientas, la metereología, las relaciones familiares. La escucha, las búsquedas de los otros, el respeto, el amor. La memoria, el tiempo, la muerte, el nacimiento. Muy bueno.

Os dejo el comentario, mucho más autorizado de Ibone Olza

(+ info en https://iboneolza.org)



Pocas veces encuentro en una novela reflejada la profundidad propia del parto y nacimiento. Son pocos los escritores que se han acercado ahí, nada que ver con la cantidad de autores que han afrontado la narrativa de la muerte. Igual por eso me ha gustado tantísimo esta novela de Audur Ava Olafsdottir que recoge las reflexiones y experiencias de una saga de comadronas islandesas.

"La verdad sobre la luz" es un libro raro y muy, muy bello. Apenas pasa nada: una matrona vaciando el piso de su tía, también comadrona a la vez que va leyendo sus escritos. Poca acción. Y sin embargo la sensación que te queda es la de haber estado allí, en Islandia, acompañando muchos nacimientos en la oscuridad, esperando en una banqueta junto a ellas o atravesando las noches más largas y frías para llegar a dar la bienvenida a algún bebé. Contemplando la aurora boreal mientras se preguntan sobre el origen de la vida y de la luz.

Os dejo un par de fragmentos:

"Llevo toda la vida intentando averiguar cuál es el sentido de la existencia humana. pero al final lo he encontrado, ahora ya lo comprendo y creo tenerlo claro: el ser humano nace para amar"

"El capítulo “A todos los niños que he ayudado a venir al mundo, uno de los últimos de Vida animal, confirma los rumores de que mi tía abuela hablaba con los recién nacidos. El texto se dirige a ellos y comienza así: Bienvenido, hijito. Tú eres el primer y último tú del mundo. A continuación, enumera veintinueve experiencias vitales que les esperan. Cada punto de la lista comienza con un verbo en tiempo futuro:
1. Compartirás el mundo con el resto de animales terrestres, los pájaros del cielo, los peces del mar, los árboles y las montañas.
2. Sentirás el sorprendente deseo de acumular y poseer cosas que no necesitas.
3. Darás por hecho que las cosas ocurrirán de una manera, pero luego ocurrirán de otra. Son caprichos del azar.
4. Sospecharás del prójimo y temerás que pueda perjudicarte.

“Iniciación al encuentro con el misterio”

Jesús Belda. Revistacresol.com

La iniciación cristiana constituye un gran desafío, una gran necesidad. La iniciación cristiana, es un proceso de transformación, en el que, quien participa, asume una nueva identidad y desarrolla una nueva vida que se manifiesta en su comportamiento personal y comunitario. Nos acompañan grandes interrogantes.

Nos proponemos motivar el estudio del importante documento de G. Uríbarri (ed.), La reciprocidad entre fe y sacramentos en la economía sacramental. Comentario al documento de la Comisión Teológica Internacional, BAC, Madrid 2021.

El prof. P. Gabino Uríbarri Bilbao, SJ, estudió la licenciatura de
Filosofía y Letras (sección Filosofía) en Comillas; hizo el Bachiller
en Teología en Comillas, la licenciatura en Teología en Frankfurt
(Sankt Georgen) y el doctorado en Comillas. Es miembro de la Comisión Teológica Internacional (2014); del consejo científico de la AVEPRO (2011); y de la Comisión Asesora de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe (2012). P
resentamos las siguientes preguntas, cuyas respuestas expertas agradecemos.

- Profesor Urribarri: La reciprocidad entre la fe y los sacramentos
está en crisis en la práctica pastoral actual. ¡Un gran desafío! ¿Con
qué tipo de teología podremos evolucionar?

El documento de la CTI pretende articular dos elementos fundamentales.
Primero, ¿qué factores de fondo laten tras la crisis de reciprocidad
entre fe y sacramentos? (cf. RFS 1-14) 
1) El predominio del paradigma tecno-científico, ajeno al pensar simbólico. 
2) La imagen virtual, omnipresente en nuestras vidas mediante los dispositivos electrónicos, no necesariamente apunta a una referencia real verdadera que representa. 
3) Los modos modernos de darse la creencia religiosa ─pluralista, individualista, emocional, con bricolaje─, son ajenos a la lógica sacramental, que contiene un claro componente objetivo, institucional, comunitario y eclesial.
Segundo, la tarea fundamental radica en regenerar un pensamiento
simbólico ligado a la comprensión de la creación como algo que
llevando la huella de Dios, remite a Él (cf. Lumen fidei, 40; RFS,
41).

- Cuando la fe no es consciente de su esencial sacramentalidad, ¿qué
consecuencias graves conlleva?

La historia de la salvación culmina en Jesucristo, el Verbo encarnado
(RFS 30), origen de toda la sacramentalidad. Por esto, la historia 
salvífica discurre con una lógica encarnatoria, dialogal y eclesial (RFS, cap. 2). Los tres factores están indisolublemente unidos. La lógica encarnatoria es esencialmente sacramental, pues Jesucristo es el «proto-sacramento» del encuentro con Dios. Si no se acepta la sacramentalidad, nos alejamos de la lógica encarnatoria, mediante la cual Dios se dirige personalmente -dimensión dialogal-, a cada unomediante la Iglesia -dimensión eclesial-, sacramento fundamental (RFS 33). Una fe no sacramental simplemente no es cristiana, menos católica, pues contradice la columna vertebral con la que acontece la historia de la salvación.

- En algunos ambientes vivimos en las parroquias con una praxis
sacramental realizada sin fe o cuyo vigor plantea serios interrogantes
con relación a la fe y la intención fiducial que la práctica de los
sacramentos requiere. ¿Cómo podríamos parar esta escalada?

Cualquiera que se acerque a la parroquia debería ser muy cordialmente acogida. Ahora bien, esta acogida también ha de ser honesta, con la persona que se acoge y con la fe católica. El objetivo principal es ayudar a cada persona a que crezca en su fe, esté en el punto en elque sea. Todos estamos en un lugar delante de Dios y en camino. Para ayudar a crecer, en situaciones muy diversas, hay que practicar la creatividad. Por ejemplo, no siempre será posible celebrar un sacramento, pero sí es posible rezar por cualquiera o por su familia. Lo mejor es si se puede proporcionar algún tipo de itinerario accesible a la situación personal.

Evidentemente el reto principal se puede formular como «catequesis»,como «iniciación» o como «mistagogía»: iniciación al encuentro con elmisterio. El arte está en acertar con formas adecuadas para ello.

- ¿Vislumbra alguna praxis pastoral con la que se pueda superar esa fractura?

En la práctica sacramental cristaliza todo: lo que va bien o lo que
flaquea. Por eso, el problema de fondo tiene que ver con la fe misma y con la adhesión eclesial. Las dificultades con la fe, relación
personal con el Dios cristiano, uno y trino; y con la Iglesia, una
pertenencia eclesial agradecida y convencida, se reflejan en los
sacramentos.

Estimo, en consecuencia, que el problema fundamental reside en la
socialización cristiana, mediante la cual se da la adhesión a la fe y
a la Iglesia. Esta socialización ha dejado de darse en grandes capas
de la sociedad española.

En esta situación, lo que más ayuda es encontrar una asamblea viva,
que celebra su fe con alegría, compromiso y agradecimiento. Al
incorporarse a una comunidad así se produce la socialización
cristiana, a la que me estoy refiriendo. Lo mejor es sumarse a una
comunidad que no vive esta fractura entre fe y sacramentos.

- ¡Es la hora de sacudir el letargo y despertar del sueño pastoral con
respecto a la iniciación cristiana que en general estamos realizando
en las parroquias! ¿Cómo?

Se da un revulsivo tremendo y se produce un punto de inflexión cuando se entra en una relación personal significativa con Dios, que ayuda, y mucho, a afrontar los retos de la vida, tanto los cotidianos como las grandes cuestiones, cuando surgen: enfermedad grave, fracasos rotundos, familiares o profesionales, sentido último de la vida, etc. Por eso, el reto principal es una fe viva ligada a una espiritualidad robusta mediante la que constato que florezco personalmente de un modo muy satisfactorio en su conjunto. El medio más oportuno es la propuesta de una espiritualidad reconfortante, que sea vehículo de alegría, de consuelo, de fuerza, de resiliencia; en una palabra: de bienestar y serena felicidad.

- Hasta ahora se decía que “todo contrato matrimonial es por sí mismo un sacramento”, y ahora decimos que “en ausencia de fe, no lo es”.¿Cambios en la doctrina?

El documento RFS no propone un cambio en la doctrina del matrimonio. Sigue la línea trazada por Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, extrayendo una consecuencia de la lógica de la doctrina propuesta para una situación pastoral novedosa. Argumenta que, dada la mentalidad predominante en nuestro ámbito cultural, hostil a la comprensión eclesial del matrimonio, en ausencia total de fe (bautizados no creyentes) es muy difícil sostener que quienes pretenden contraer matrimonio lo hacen justamente con la intención de contraer el elevado tipo de matrimonio que la Iglesia considera como el único matrimonio existente: indisoluble (para siempre), con fidelidad y exclusividad, con amor oblativo hacia el otro cónyuge, con apertura a la prole. La intención de contraer matrimonio verdadero, el único que conoce la fe católica, es requisito de la doctrina tradicional. No se propone una innovación, sino una aplicación de la doctrina.

- ¿Desde esta perspectiva también se pretende iluminar la práctica
pastoral relativa a los otros sacramentos de iniciación estudiados en
este texto: Bautismo, Confirmación y Eucaristía?

No se puede pasar sin más del matrimonio a los otros sacramentos,
porque el matrimonio es una realidad natural, que pertenece al orden
de la creación. Ha sido elevado por Cristo a la categoría de
sacramento. No se puede decir esto sobre ningún otro sacramento.

Aunque los tres sacramentos forman parte de la iniciación cristiana,
cada uno comporta un perfil específico. De ahí que también la fe
necesaria para cada uno varíe. Para el bautismo se pide una fe mínima y que se den condiciones para que pueda crecer. Para la confirmación se pide una mayor cualificación eclesial de la fe. La eucaristía queda incompleta sin el compromiso misionero, por ejemplo.

- Nos urgen modificaciones importantes en la preparación previa del
catecumenado y en su acompañamiento posterior, ¿de qué tipo?

En muchos casos no se ha tenido presente el acompañamiento posterior, por ejemplo, para los matrimonios. La Iglesia antigua practicaba, para la iniciación, las catequesis mistagógicas. Una vez que se vive la realidad sacramental, se puede captar mejor su significado.

El problema es que para bastante gente la celebración del sacramento, como la primera comunión, es la meta, no el comienzo de un camino. De ahí que el reto resida en generar hambre de vida sacramental durante el catecumenado.

- Son múltiples las dificultades a la hora de debatir el diseño y las
opciones que exija esta pastoral. El documento resalta el dinamismo
misionero implícito de los sacramentos, ¿en qué términos?

«La sacramentalidad propia de la fe comporta siempre un dinamismo
misionero, pues inscribe de modo activo al creyente en la dinámica de la economía divina, dotándole de un cierto protagonismo, para el quela gracia divina faculta. Quien recibe un sacramento intensifica su
cristificación gracias al Espíritu, reafirma su inserción eclesial y
realiza un acto litúrgico de alabanza a Dios, que nos dispensa sus
bienes mediante los sacramentos. Desde esta óptica, se entiende, por
ejemplo, que quien recibe el bautismo es, en primer término, agraciado de modo gratuito: se configura con el misterio pascual de Cristo; pero también, simultáneamente, es llamado a testimoniar el don recibido a través de una vida de alabanza que brote de la fe de la Iglesia. 

Nadie recibe los sacramentos en exclusiva para sí mismo, sino también para representar y fortalecer la Iglesia, que, como medio e instrumento de Cristo (cf. LG 1), ha de ser testigo creíble y signo eficaz de la esperanza contra toda esperanza testificando para el mundo la salvación de Cristo, sacramento de Dios por antonomasia. Así, por la celebración de los sacramentos y la vivencia adecuada de los mismos el Cuerpo de Cristo se robustece» (RFS 79 d).

miércoles, abril 03, 2024

Los huesos de la ternura | Por Irene Vallejo


Cuando a mi padre le diagnosticaron cáncer, brotaron mis majestuosas, negras, hinchadas ojeras. El uniforme de quienes cuidan está tejido con la seda de las noches rasgadas y los jirones de sueño. Tal vez por eso simpatizo inmediatamente con la gran familia de los exhaustos, con esos ojos que bostezan desde un periscopio de sombra. Fuimos bebés, seremos viejos, sufriremos enfermedades. Con suerte, habrá en la familia personas generosas dispuestas a atendernos. Pero pagarán un precio: dejar el trabajo, malabarismos horarios y descalabros salariales, la desaparición del tiempo propio, aislamiento, ansiedad, los insomnios y el cansancio prohibido, el bucle de exigencia y exasperación, correr tensas y disparatadas de una tarea a otra sin alcanzar nunca a cumplir lo bastante. Un glacial sentimiento de expulsión. La sociedad entera descansa sobre esos esfuerzos no remunerados, sigilosos, sumergidos, a veces incluso penalizados.

Hace veinticinco siglos, el poeta Sófocles llevó a escena el callado exilio de quienes deciden cuidar. Edipo en Colono muestra al poderoso rey de otros tiempos, ahora caído en desgracia: expulsado de su ciudad, viejo, ciego, maltrecho y con las manos vacías. Su figura inspiraría el ocaso del Rey Lear, de William Shakespeare. Mientras los hombres de la familia pelean por el trono, Antígona —su hija, su hermana— se adentra en un mundo hostil para ser los ojos del anciano que no ve. Calzada de barro, despeinada y nómada, la chica mendiga cada día alimento para ambos. Lejos de su ciudad, con aspecto magullado, ni ella ni su padre son bienvenidos. La miseria siempre resulta sospechosa, delincuente: algo habrán hecho mal para ser pobres. Cuando Edipo muere, Antígona le ha dedicado los mejores años de su juventud. Lejos de agradecerle sus renuncias, la familia la compadece por seguir soltera: está mortalmente cansada, pero no casada. En la tragedia, Sófocles contrapone dos formas nítidas de entender la vida: los personajes que se mueven por ambición o los que cuidan de otros. Y entre todos, ¿quién es la rebelde, la perseguida, la proscrita, la peligrosa? Antígona, con su pelo alborotado y sus ojeras violeta.

Antígona desestabiliza el orden imperante cuando decide atender a quien cae, en lugar de correr en auxilio del vencedor. Esta disyuntiva se sigue planteando en el presente, es el punto de fricción entre dos teorías y dos actitudes: la visión compasiva frente a la competitiva. La comunidad o la cápsula, el sálvese quien pueda o el salvémonos juntos. Son los dos polos entre los que oscilamos en épocas de inclemencias y, en el fondo, tanto al asociarnos como al ensimismarnos, buscamos lo mismo: estar a salvo. Empáticos un día, egocéntricos al siguiente, dudamos entre ambas vías tratando de alcanzar la seguridad, el añorado refugio. Antígona, tras ser princesa y mendiga, tuvo clara su —subversiva— visión. En las cambiantes fortunas del tiempo, con sus quiebras, devaluaciones y pérdidas, lo que hemos dado resultará ser la más segura de nuestras inversiones.

Nuestro bienestar es un trabajo en equipo, pero el viejo dilema resurge una y otra vez. Cuando el mundo parece tambalearse, se alzan voces que proclaman un ideal de dorada autonomía, de fuerza, de victorioso aislamiento. Se destinan afilados discursos políticos y enormes sumas a financiar la desconfianza, el quien no corre vuela, la polarización y la privatización del propósito vital. Quienes aporrean nuestros oídos con el apocalipsis suelen vender algún remedio mesiánico: nuestro miedo es el mejor medio para lograr sus fines. Bajo esa promesa salvadora, ahogan las raíces del apoyo mutuo y rompen las redes del tejido común —la hospitalidad, el amparo a los frágiles—. Sin embargo, en campos como la biología evolutiva, la psicología y la sociología, están aflorando sólidos indicios de que los seres humanos somos más colaboradores y menos egoístas de lo que nos hacen creer y nos espolean a ser. Además, recientes investigaciones revelan evidencias neuronales de nuestra predisposición a cooperar. El naturalista Edward O. Wilson explica en Génesis que prosperan más y sobreviven mejor aquellas especies que practican el altruismo. También existe el gen generoso. Pero si ahogamos ese impulso en precariedad y agotamiento, no quedarán fuerzas disponibles para coser alianzas. Y desde los territorios del cuidado, cada vez más abandonados a su suerte, veremos que la factura y la fractura seguirán creciendo; en palabras del peruano César Vallejo, cómo nos van cobrando el alquiler del mundo.

Cuenta la leyenda que los hijos de Edipo se enfrentaron por el trono paterno, uno sitiando la ciudad de Tebas con un ejército y otro defendiéndola. En un día de ira, los dos se asesinaron mutuamente: el símbolo de toda guerra civil. El nuevo rey, su tío Creonte, decidió honrar con un grandioso funeral a los leales a la ciudad, pero prohibió bajo pena de muerte enterrar a los atacantes, ordenando que las fieras devorasen los cuerpos de los enemigos de la patria. Ahí transcurre Antígona, otra obra de Sófocles protagonizada por la mujer pálida que reclama su derecho a dar sepultura también al hermano rebelde. Para el vencedor nunca faltarán honores, ella se preocupa por el perdedor. Al caer la noche, otra vez descalza, desobedeciendo el mandato, entierra a escondidas el cadáver prohibido. Al trágico final de esta historia no le falta su punto de negrísima ironía, cuando el nuevo rey dicta sentencia: el cuerpo del muerto será exhumado y abandonado a los perros, mientras a ella la enterrarán viva. La lógica de un mundo al revés. Ese despropósito sigue sucediendo, ahora y aquí, tan cerca: los vivos sepultados bajo montañas de escombros en bombardeos cotidianos, los desaparecidos perpetuos a quienes se niega la certeza de la muerte y el cementerio. Todo ello pese al paso de los milenios, que —pomposa y bigotudamente— declaramos civilizados.

Sófocles convirtió a su vagabunda ojerosa en un arquetipo de indomable piedad. En una de las relecturas más recientes del mito, El tercer país, Karina Sainz Borgo desdobla a la tebana en dos personajes. Angustias, madre migrante, busca sepultar a sus hijos recién nacidos después de una travesía de kilómetros con las criaturas guardadas en cajas de zapatos. Visitación regenta un cementerio perdido en la frontera entre Venezuela y Colombia, donde entierra cuerpos que nadie reclama, o cuyos familiares apenas disponen de dinero para darles tumba. Ambas recuperan el rostro exiliado, vagabundo, fugitivo y desheredado de Antígona. Otra reminiscencia de Sófocles, Las sepultureras, de Taina Tervonen, aborda la historia real de una experta en ADN y una antropóloga forense que identifican huesos humanos en las fosas de un país inconsolable —Bosnia–Herzegovina— para devolver los muertos a sus familias. Todas ellas saben que los vivos, sobre todo los vivos, necesitan descansar en paz.

La etimología de “cuidar” procede del latín cogitare, “pensar”; “médico” deriva de “meditar”. La máxima cogito ergo sum podría dar lugar a un audaz “cuido, luego existo”. Mientras parecen avanzar los argumentos implacables que nos empujan a una carrera ciega y despiadada, Antígona encarna la comunidad del cuidado, la mirada ojerosa que decidió ser generosa. La llamada a poner el sentido común al servicio del sentido de lo común. Permitir que los egoísmos nos atomicen es un desatino: somos el destino de los demás.

https://www.milenio.com/cultura/laberinto/los-huesos-de-la-ternura-por-irene-vallejo